Por Federico Larsen
En los últimos meses la mayoría de los países de América Latina se han sumado a la tendencia global de anunciar, cerrar o sondear por Acuerdos Preferenciales de Comercio con otros países o regiones. Los mega-tratados como el Acuerdo Estratégico Trans-Pacífico de Asociación Económica (TPP), el pacto comercial entre Canadá y la Unión Europea – conocido como CETA firmado hace pocos días, y el Tratado Transatlántico de Comercio e Inversiones (TTIP entre EEUU y la Unión Europea, a punto de hundirse definitivamente), han dado aún mayor impulso y notoriedad a este nuevo avance del libre comercio a nivel mundial. Y nuestro continente, en plena renovación política en sentido conservador, no se ha quedado atrás.
Solamente en los últimos seis meses, la sigla TLC (Tratado de Libre Comercio) ha aparecido explícita o implícitamente en toda reunión de organismo internacional o encuentro bilateral en que se vieron involucrados los mandatarios latinoamericanos, especialmente los del Mercosur. En primera fila, en ese sentido, estuvo el gobierno uruguayo. En oposición al perfil que el progresismo sudamericano le otorga al gobierno de Tabaré Vázquez, Montevideo cerró en octubre un TLC con Chile -que tiene la particularidad de haber sido negociado “vía Whatsapp”, según confesaron los asesores de ambos cancilleres-, y anunció su interés de hacer lo mismo con México, Colombia, Perú y China. Este último es seguramente el más polémico. En el Mercosur está vigente la Decisión Nº 32/2000 del Consejo Mercado Común (CMC), que obliga a los estados miembros “a negociar en forma conjunta acuerdos comerciales con terceros países o agrupaciones de países extrazona, en los cuales se otorguen preferencias arancelarias”. Argentina y Brasil, en ese sentido, salieron a pedir cautela, sin descartar una posible negociación del bloque entero con el país asiático. No obstante, el palo en la rueda es Paraguay, único país del bloque que mantiene relaciones diplomáticas con Taiwan, y que como respuesta al acercamiento chino-uruguayo, declaró su intención de dialogar por un acuerdo de libre comercio con la isla asiática -posibilidad que ya le había sido negada en 2004 por Brasil y Argentina-.
Al mismo tiempo, el Mercosur en su conjunto avanzó en el último mes en las negociaciones de un TLC con la Unión Europea. En septiembre, tras un nuevo encuentro entre las dos delegaciones en Bruselas, la Comisión Europea se declaró confiada en poder cerrar el tratado en 2018, y llamó a duplicar los esfuerzos en la nueva ronda de negociaciones prevista para marzo de 2017 en Buenos Aires. Argentina es justamente el otro país del Mercosur que más relaciones está tejiendo en ese sentido. Mauricio Macri viajó en junio a la Cumbre de los países de la Alianza del Pacífico como forma de acercar al Mercosur hacia una convergencia a futuro en el TPP logrado por los EEUU y del que son parte México, Perú y Chile. La visita de Peña Nieto a Buenos Aires en Julio vino a reforzar esa idea, además de anunciar que México aspira a lograr un TLC con Argentina -y no con el Mercosur, donde Brasil representa quizás un competidor directo más duro para los mexicanos-. Además de convertirse en un fuerte impulsor de la flexibilización del Mercosur, el gobierno argentino anunció hace pocas semanas su intención de negociar un TLC con EEUU. Si bien la canciller Malcorra debió, una vez más, salir a matizar el discurso de los funcionarios de su gobierno, la intención de abrir su economía a las dos principales potencias atlánticas estaba presente en el programa macrista desde el día cero del comienzo de su mandato. Paraguay, además de Taiwan, ya declaró a través de su viceministro de Relaciones Económicas e Integración, la intención de avanzar en acuerdos similares con Chile.
Y afuera del Mercosur las cosas no son muy distintas. Ecuador ya anunció para el 11 de noviembre la firma del TLC que negoció durante años con la Unión Europea, y que también afecta a Perú y Colombia. Los países centroamericanos cerraron en octubre la VII ronda de negociaciones para un TLC con Corea del Sur, y lo mismo hacen hoy Costa Rica y Guatemala por separado. Es decir, el libre comercio ha tenido en las últimas semanas un extraordinario crecimiento.
Los líderes del mundo reunidos en Hangzhou, China, en la cumbre del G20 de principios de septiembre ya lo habían anunciado. El proteccionismo, la cerrazón económica, va a ser el enemigo número uno de los países poderosos a nivel global. En su declaración final definieron a las barreras al comercio internacional como la principal medida para atrofiar el crecimiento de los países y la cooperación económica, en un momento donde la crisis, según ellos, obliga los gobiernos a una mayor apertura. Ahora bien, el problema que subyace a este tipo de acuerdos es justamente la falta de “libertad” a la que someten a los países periféricos y las duras obligaciones a los que los vinculan. Porque los Tratados de Libre Comercio van muchísimo más allá de la esfera comercial.
Hay acuerdo generalizado en sostener que los TLC deben cumplir con una serie de características: reducción o eliminación de los aranceles (o barreras pararancelarias) a la entrada de productos; libertad de competencia; incentivar prestaciones de servicios a las inversiones extranjeras; proteger la propiedad intelectual y determinar un mecanismo consensuado de resolución de controversias. Queda claro que semejante nivel de acuerdo traspasa lo económico para modificar ámbitos jurídicos y, especialmente, políticos. No se trata entonces, como el G20 o la Organización Mundial del Comercio esgrimen, de negociaciones técnicas comerciales que sólo favorecen a los consumidores de los países que suscriben el tratado, sino que también se ponen en juego las relaciones asimétricas de poder. Se trata de negociaciones que incluyen actores diferentes: los representantes estatales, las transnacionales y, en menor medida, los organismos internacionales. Ese es el verdadero triangulo del poder del libre comercio.
Para que las mercancías entren y salgan necesitan de un marco regulatorio claro, tratados de protección de inversiones, seguridad jurídica, es decir modificar la estructura legal de un estado en función de los intereses comerciales de otro, o de una empresa con particular peso en determinada rama de producción. Y si el estado en cuestión tiene menos poder de negociación que su par o, peor aún, que una empresa, es fácil adivinar hacia cuales intereses se abrirá ese estado.
Un ejemplo práctico podría encontrarse en lo que está sucediendo hoy en Argentina con su candidatura para integrar la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE). Se trata de un club muy selecto de 34 países -entre los cuales se encuentran Chile y México- que promueven la cooperación económica entre sí y con terceros. Desde agosto de este año el gobierno Macri puso en marcha 21 proyectos que modifican la actuación del ejecutivo en materias como la “transparencia”, la elaboración de estadísticas, los asuntos fiscales, la agricultora, y la ciencia, para cumplir con lo estándares del poderoso grupo de países. La intención de este tipo de organizaciones quedó clara hacia finales de los ’90, cuando la OCDE debió abandonar la negociación por el Acuerdo Multilateral de Inversiones, que pretendía anular la capacidad de los gobiernos estatales para limitar las inversiones extranjeras en los países miembros a partir de la firma de cláusulas comprendidas en este tipo de acuerdos.
Los TLC cumplen una función muy similar. La de adaptar la estructura económico-jurídica de los países en desarrollo a los estándares de países desarrollados y empresas transnacionales. Su aumento en la región, y en particular en el Mercosur, marca el camino de un nuevo patrón de integración, muy similar al de los primeros años del bloque del sur, basado en los acuerdos comerciales. Tampoco es casualidad que justo en esta etapa de reconfiguración del proyecto, los países fundadores hagan un bloque común contra Venezuela, único miembro que rechaza de lleno esta forma de integración comercial al mundo. Ante la falta de un proyecto político-social de integración, y la debilidad de los organismos y espacios existentes, en América Latina avanzamos lentamente hacia la adaptación a la moda del momento: los tratados binacionales y multilaterales de apertura comercial que nos dictan qué cambiar en nuestras pautas políticas y jurídicas.
Es justamente frente a eso que movimientos sociales, sindicatos, organizaciones ambientalistas, pueblos originarios y defensores de DDHH se organizan en cada país del continente y a nivel regional, para intentar poner en discusión esta tendencia a la cual los gobiernos latinoamericanos se están doblegando. El próximo 4 de noviembre se realizará una jornada continental de movilización para denunciar este tipo de mecanismos diplomáticos y políticos y proponer alternativas a la inserción subordinada de nuestros países al mercado global. Y al ver los anuncios que se repiten en nuestro continentes de nuevas exploraciones hacia este tipo de acuerdos, las plataformas ciudadanas generadas para su debate y puesta en cuestionamiento, tendrán una larguísima agenda en los próximos meses.