El habitualmente impasible presidente interino de Brasil, Michel Temer, no pudo disimular su frustración durante varios momentos de su comparecencia para desmentir las acusaciones de corrupción en su contra. La sucesión de crisis similares parecen haber arruinado su gobierno antes casi de comenzar.
Análisis de Mario Osava
“Acá todo parecía ser aún construcción y ya es ruina”, dice una vieja canción del famoso músico Caetano Veloso. El verso sirve bien para ilustrar lo que le acontece al nuevo gobierno de Brasil presidido por Michel Temer, en funciones desde el 12 de mayo.
El Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB), corazón de la nueva coalición gobernante, tiene sus principales dirigentes, incluido Temer, pendientes de denuncias de corrupción que, aunque no los lleven a la cárcel en el futuro, ya los debilitaron políticamente y amenazan desestabilizar su gobierno.
Sergio Machado, exsenador y expresidente de Transpetro, empresa transportista del grupo estatal Petrobras, reveló que 23 políticos, 10 de ellos del PMDB, recibieron fondos desviados de los contratos de la petrolera con constructoras y otros proveedores.
Sus testimonios ante el Ministerio Público (fiscalía) se hicieron públicos el 15 de junio, por decisión del Supremo Tribunal Federal (STF), que aceptó su acuerdo de colaboración con la justicia en las investigaciones sobre el escándalo de corrupción que tiene como epicentro a Petrobras.
Temer le habría pedido 1,5 millones de reales (unos 750.000 dólares en la época) para ayudar ilegalmente a un candidato a alcalde de la sureña metrópoli de São Paulo en 2012, denunció Machado.
El vicepresidente, jefe interino del Poder Ejecutivo hasta que concluya el proceso de inhabilitación de la suspendida presidenta Dilma Rousseff, negó vehementemente la acusación, al igual que el presidente del Senado, Renán Calheiros, y otros seis senadores, incluyendo el exgobernante José Sarney (1985-1990), todos del PMDB.
Otra fue la actitud Henrique Alves, del mismo partido, quien renunció al cargo de ministro de Turismo. Él afronta otros procesos abiertos dentro de la Operación Lava Jato (autolavado de vehículos), que desde hace dos años viene desnudando la organización delictiva que desvió miles de millones de dólares de proyectos petroleros estatales.
Temer había perdido otros dos ministros en sus dos primeras semanas de gobierno, el de Planificación, Romero Jucá, y el de Transparencia, Fabiano Silveira. Machado filtró diálogos grabados de ambos, en que discutían diferentes formas para bloquear esa investigación.
Jucá mantiene su influencia como senador y presidente del PMDB, pero ya son nueve los procesos penales que se amontonan contra sus dirigentes en el STF, la única instancia que puede juzgar a los parlamentarios y miembros del Ejecutivo, al gozar de “foro privilegiado·.
El “petrolazo” ya tuvo altos costos para el izquierdista Partido de los Trabajadores (PT), porque ayudó a alejar a Rousseff de la presidencia, el 12 de mayo, y amenaza con acabar con la carrera política de su máximo líder, Luiz Inácio Lula da Silva, quien presidió el país entre 2003 y 2011, cuando le sucedió la suspendida presidenta.
Ahora llega el turno de los nuevos protagonistas del poder, en que participaron en forma permanente en las dos últimas décadas. Temer, sus ministros y copartidarios podrán alegar inocencia e incluso ser absueltos de las acusaciones de Machado en un futuro lejano, pero la batalla ahora no es judicial, sino política.
La Operación Lava Jato ya encarceló a decenas de empresarios, mientras la mayoría de los políticos sigue a la espera de juicio en el Supremo Tribunal. Pero en la vida política importan más la reputación y la imagen popular que los desenlaces judiciales.
No faltan ejemplos de discrepancias en los juicios políticos y legales. En Brasil hay una tradición de políticos exitosos con el sello de “roba pero hace”, del que son ejemplos los exgobernadores de São Paulo, Adhemar de Barros (1947-1951 y 1963-1966) y Paulo Maluf (1979-1982), este aún activo como un diputado con una votación récord.
Pero es difícil que sobrevivan los políticos acusados de corrupción en la actualidad, a excepción quizás de Lula, beneficiado de otra tradición, la de los “padres de los pobres”. En su caso lo que puede ser fatal es el veredicto judicial.
Lula es sospechoso de haber recibido favores de constructoras que obtuvieron ganancias ilegales en los negocios petroleros estatales, de encabezar la mafia del “petrolazo” y de intentar obstruir las investigaciones de Lava Jato.
Al expresidente la difusión de esas sospechas arañan su popularidad, pero se reconoce que él podría recuperar buena parte de su prestigio, especialmente entre la población pobre, en una campaña electoral.
Si resultase condenado, sin embargo, no podría concurrir a unas elecciones por un mínimo de ocho años, demasiado para alguien de 70 años.
La operación anticorrupción en Brasil sigue un guión nada ortodoxo, la batalla se desarrolla más en la opinión pública, y por lo tanto en los medios de comunicación masiva, que en los tribunales.
Es posible que en un futuro menos conflictivo gran parte de los procesos judiciales sea anulada por irregularidades, como los trascendidos, abusos de la prisión preventiva y otras presiones para obtener la colaboración de los acusados, mediante las llamadas “delaciones premiadas” e incluso la descalificación de testimonios y supuestas pruebas.
Pero los políticos, culpables o inocentes, ya estarán condenados por la indignación contra la corrupción, intensificada por la recesión económica que alimenta el desempleo y que muchos consideran una consecuencia de la deshonestidad política.
En el caso de las delaciones de Machado, además de las denuncias que apuntan a 23 nombres y las sumas que recibió cada uno, queda evidente el modo de operar la desviación de dineros de la Petrobras, una empresa gigante que maneja centenares de millones de dólares al año.
El exsenador, designado como presidente de Transpetro por indicación del PMDB, más precisamente del actual presidente del Senado, desnudó el papel de directores y otros ejecutivos introducidos en Petrobras y sus subsidiarias por partidos políticos.
Las empresas estatales tienen prohibido hacer contribuciones electorales. Pero los miles de proveedores de productos y servicios de las grandes empresas públicas, obviamente interesados en los abultados contratos, eran presas fáciles de pedidos de “donaciones”.
Machado era la punta del triángulo que recibía las demandas partidistas y las canalizaba a las empresas proveedoras de Transpetro o Petrobras. Era, alega, la condición para mantenerse en el puesto bien remunerado y poderoso. Para los empresarios era un forzado peaje.
Muchos de ellos se defendieron, ante las acusaciones de soborno y de actuar como carteles para conquistar tales contratos, diciendo que se trató de “extorsiones”. Sus empresas perderían muchos negocios si no aceptasen “las reglas del juego”.
Los políticos alegan ahora que se trató de contribuciones legales a campañas electorales, ofrecidas directamente por las empresas. Pero la intervención “facilitadora” de Machado contamina todo y evidencia que no eran donaciones voluntarias y que la complicidad permitía un sobreprecio a compartir.
Para mala suerte de Michel Temer, el control de esa operación con epicentro en Transpetro era del PMDB que él presidió desde 2001 hasta marzo de 2016, incluyendo todo el período en que Machado actuó como bisagra de la corrupción, entre 2003 y 2014. Será difícil eximirse de la responsabilidad.