Por Tarsicio Granizo
Quizás uno de los avances sociales de los últimos años en el país ha sido recuperar la autoestima. Recuerdo que cuando era pequeño y hasta no hace mucho tiempo, ser ecuatoriano, o decirse ecuatoriano, era un sentimiento que en algunas personas, sobre todo entre los jóvenes de las clases altas, iba desde el escozor social hasta la total vergüenza.
El Ecuador era un país conocido por muy pocos a nivel mundial, en especial geográficamente confuso por lo del paralelo homónimo. Poco a poco, debido a factores económicos, sociales y/o futbolísticos, fuimos saliendo del anonimato. Y con este despertar fuimos sintiendo cada vez más al país en nuestro imaginario.
Hoy nos enorgullecen muchas cosas, dependiendo de los ambientes en los que nos movamos. En mi caso, como biólogo, saber que el Ecuador es uno de los 10 países mega diversos, eso quiere decir, que es uno de los países con más fauna y flora en el mundo, es para mí un privilegio. Para otros será el saber que Quito tiene el casco colonial más grande y mejor conservado de Sudamérica. Para otros que tiene futbolistas jugando en clubes de importancia internacional. Y quizás a algunos les guste que hemos comprobado tener la montaña más alta del mundo medida desde el centro de la Tierra. El definitiva, el Ecuador tiene orgullos para todos los gustos.
Sin embargo el más grande que los ecuatorianos hemos experimentado en los últimos tiempos es la reacción solidaria de todo el país ante la tragedia de abril. Apenas ocurrido el terremoto, las redes sociales se movilizaron para informar en tiempo real la magnitud de lo sucedido, buscar personas desaparecidas, y organizar la ayuda a los que la necesitaban.
El gobierno hizo lo suyo, movilizando inmediatamente personal de los ministerios y de las Fuerzas Armadas, a las áreas del desastre para organizar el apoyo. Con las limitaciones propias de una maquinaria pesada como es el Estado y sin la preparación adecuada para este tipo de eventos (nunca un país está preparado para un terremoto de tal magnitud), respondió en la medida de sus posibilidades.
La gente común, la etiquetada bajo la entelequia de “sociedad civil”, acudió masivamente a brindar apoyo. Desde las ciudades vimos perplejos los kilómetros de camiones llevando ayuda a la Costa. Miles de personas empacando y subiendo a los transporte los kits de ayuda.
Nos conmovió el apoyo internacional, con la querida y necesitada Venezuela dando el primer ejemplo de asistencia. Nos llenaron de esperanza los “topos” mexicanos así como otros equipos de rescatistas de una gran cantidad de países, algunos lejanos, que lograron sacar de los escombros a una cantidad improbable de personas. Se nos hizo un nudo en la garganta ver a los perros rescatistas trabajando.
Lo más bonito fue demostrar que la solidaridad, la anónima, la que no se toma “selfies” ni publica lo que hizo y hace en las redes sociales, fue increíblemente masiva. Al menos en Quito, no creo que haya nadie que no haya hecho algo. Y eso en el país es inédito.
Más allá de las noticias que salen en la prensa o que circulan en las redes sociales, hay incontables ejemplos de solidaridad anónima. Y sin decir nombres o lugares voy a comentar solo dos. En un lugar del Distrito Metropolitano, famoso por sus chanchos “hornados”, cuatro mujeres que trabajan en ese negocio, a los dos días de la tragedia, deciden preparar cuatro chanchos durante la noche como apoyo a las víctimas.
Al día siguiente, muy temprano, ponen los 4 chanchos en una camioneta y sus cuatro maridos salen hacia algunas pequeñas poblaciones costeras para repartir en tarrinas lo preparado. Llegan, pero conocedores de que la necesidad, la desesperación y el miedo son más fuertes que la posibilidad de razonar con la gente para una entrega ordenada, llevan para organizar la repartición desde caseras armas de fuego (quizás incluso sin balas y solo como disuasivos), hasta gruesos garrotes. Con estos métodos poco convencionales, y ante la ausencia de fuerza pública, logran ordenadamente repartir las tarrinas y volver a Quito. Ejemplos como el de estas personas, que no son ricas ni mucho menos, que más bien son pequeños comerciantes que quizás viven el día a día con sus negocios, hubo bastantes en todo el país.
En otro lugar del país, una familia con muchos niños pierde su casa. El padre y los varones de la familia son pescadores. Las mujeres son empleadas en factorías de pescado procesado. En minutos lo pierden todo. Se ven obligados a ir a refugiarse debajo de un puente a desnivel para huir de la lluvia y vigilar las pocas pertenencias que logran sacar. Así están desesperados y desesperanzados durante unos días, sin saber qué hacer ni a quién acudir. Bastó un mensaje en las redes sociales para que de inmediato, en horas, decenas de anónimas manos les lleven ropa, comida, agua, carpas, medicinas, etc. El hombre manifestaba que recuperó la esperanza en la vida y no podía creer que gente desconocida se preocupara por su familia.
Es claro que también hubo el otro lado de la medalla, pero no vamos a comentarlo. La historia juzgará a aquellos que se aprovecharon de una u otra forma de la desgracia.
Esta reacción masiva de solidaridad de los y las ecuatorianas, especialmente la solidaridad de los más pobres, es la lección de vida más grande que podemos dejar a la generación de nuestros hijos y nietos. Y qué mejor dicho para ilustrarlo que el “meme” que dice que “nací en un país que se abrazó tan fuerte, que nunca más volvió a temblar”.