En algún sentido, somos prisioneros de lo heredado. Desde una perspectiva social e histórica, gran parte de lo que somos no lo hemos construido, sino recibido. Y aún agradecidos de la construcción precedente, reconocemos los muros, ¡provisorios, sí!, pero de ningún modo endebles, que aquello significa. Somos prisioneros de una herencia y herederos de una prisión. Una prisión básicamente mental, aunque no lo parezca.
Dejaremos por ello de lado, en este análisis, los aspectos más visibles de la condición represiva en la que nos encontramos – la concentración de poder, la organización política y social ya ineficaz y otras piezas de museo – para concentrarnos en lo que consideramos un primario sutil, que creemos ofrece la llave para atravesar las determinaciones. Nos referimos, entre tantas cosas heredadas, a un modo de mirarlas. A nuestra mirada.
La mirada mecanicista
Hemos sido formados ya desde hace siglos en que todo obedece a Leyes. O sea, hemos sido instruidos en la obediencia. Tanto en Occidente como en Oriente, aunque con conclusiones diversas, se ha llegado a la férrea convicción en la existencia de una ley natural, derivada de un origen inmutable. En extraña paradoja, de ella procedería todo lo infinitamente mutable. Entre esa inmensidad, nosotros y nuestras obras, aparentemente elegidas, pero finalmente cercadas y limitadas por aquel orden.
Dice el Huang di Neijing [1]:
“Estar bajo las leyes de yin yang es vivir, en tanto que invertirlas es morir.”
Cicerón, retomando la idea estoica, escribirá:
“Existe una ley verdadera, la recta razón, conforme a la naturaleza, universal, inmutable, eterna, cuyos mandatos estimulan al deber y cuyas prohibiciones alejan del mal.”[2]
Y siglos antes, en el texto sagrado de los hindúes Rig Veda:
«La ley eterna (Rta) tiene alimento que da fuerzas;
el pensamiento de la ley eterna suprime las transgresiones».[3]
Aunque podríamos continuar con estas sumarias alusiones, basta lo dicho para comprender cómo nuestro modo de mirar ha sido moldeado en esta matriz universal legislada. No queremos, ni podemos, juzgar el contenido de verdad de esas enseñanzas, sino simplemente mostrar el peso de este legado en nuestro modo de mirar y hacer en el mundo.
Así, los sabios investigaron el orden prescrito y llegaron a asombrosos “descubrimientos”. Es decir, a correr el velo de lo que estaba cubierto. Lo descubierto dio paso a postulados, que a su vez engendraron el saber, la ciencia y su retoño artesano, la técnica.
También derivaron de esa firme creencia en una ley preestablecida imperativos morales, concepciones del derecho y por supuesto arquitecturas sociales que – por regla general – pretendieron adoptar o justificar un sistema jerárquico y sobre todo, inamovible. Reyes, emperadores y hasta reyezuelos y sátrapas se sentían descendientes de un ignoto primer motor, al cual culparon de toda la evidente inequidad. No faltaron en ese esquema numerosos sacerdotes, quienes descifraban en los signos celestes lo que ya estaba escrito en las intenciones de la casta gobernante.
Ese mundo riguroso y reglamentado penetró hasta en la economía, donde en tiempos recientes se habló de implacables “leyes de oferta y demanda” o “fuerzas de mercado”, replicando de manera infantil leyes primarias de la física newtoniana para oscurecer, una vez más, mezquinas visiones. Del mismo tipo de inspiración mecánica – en este caso emanada del constitucionalismo anglosajón y de Montesquieu – son los “balances y contrapesos” incrustado en la actual (y ficticia) separación de poderes en el Estado. Y hasta los mejores luchadores de antaño, contrarios a la injusticia, expusieron la “inexorabilidad” de leyes revolucionarias en base a una mecánica oposición dialéctica de clases.
La misma mirada mecánica, fruto de milenios de domesticación y acostumbramiento a un régimen dado, ontológicamente eterno e intransformable, se ha trasladado a todos los campos de la actividad humana. Esa es la roca encadenada a nuestros pies que impide levantar el vuelo.
Desde esa mirada mecánica difícilmente surja algo nuevo, impensado, revolucionario, azaroso, libre.
La mirada intencional
En paralelo con la transmisión cultural del inmovilismo, mecidos por lo ancestral y adormecidos por la tradición, los seres humanos se han erguido en la historia en busca de la libertad, de la superación del dolor y el sufrimiento, de la transgresión de lo definido. El conocimiento se ha nutrido también de la incertidumbre y el asombro. Sus reglas han sido discutidas, llevadas a límites extremos y posteriormente modificadas para tomar el carácter de convenciones de época. La física se ha convertido en una apasionante aventura probabilística y el espacio-tiempo, abandonando su aburrida linealidad, en fuente de curvos recorridos.
Los sistemas sociales, lejos de quedar incólumes, han ido cediendo a mayores reclamos y exigencias, haciendo lugar a una mayor autonomía y – lo que no es poco – a un permanente y creativo cuestionamiento de la autoridad establecida.
El ser humano ha descubierto su vitalidad interna, explorando apasionadamente con el vacío para generar sentido y dirección. Aquí también la certeza ha dado paso a la incerteza, pero también a la creación existencial.
¿Cómo se va abriendo ese poderoso surco fértil? ¿Cuál es su herramienta?
La intencionalidad de la conciencia humana. Aquella que conjuga un acto (un “alguien”) que busca un objeto (un “algo”) que necesita para ser completado. Facultad que, sumada a la extendida temporalidad en la que navegamos (compuesta de memoria, sensación e imaginación) nos habilita – nos hace hábiles – para dirigirnos hacia metas sin destino anticipado.
Sin embargo, pareciera que esta “intencionalidad” fuera – desde una mirada todavía reglada – una suerte de “brazo mecánico” que siempre estuvo allí, prediseñado y listo para descubrirse y usarse como cualquier otro elemento de la naturaleza prevista.
Pudiera ser también, pensado desde otra perspectiva más radical, que lo intencional fuera un reflejo totalmente novedoso, rebelde, creado ónticamente desde la necesidad de ir más allá de lo establecido. Y que esa búsqueda de la libertad como Absoluto – inexistente en la interdependencia del mundo fenoménico – constituyera entonces el encuentro de una verdad objetiva primera y fundante, imprevisible, azarosa, cambiante en sí y a la vez objetiva a partir de entonces. Una verdad transmutativa.
Centrados en el eje de una mirada intencional podemos dotar de un nuevo sentido al mundo, cuyo primario sea la ampliación de la libertad de cada ser humano. Objetivo éste en perfecta sintonía con la actitud y metodología sugerida.
La historia será entonces una historia de plena responsabilidad humana.
Pero conscientes del momento de desestructuración que la humanidad atraviesa, del enorme mar de incertidumbre desatado y la acuciante desesperación por lograr referencias claras y ciertas, estamos seguros que nuestra sugerencia no concitará mayor atención, ni ganará demasiados adeptos.
Lo cierto es que lo intencional puede ser alimentado y fortalecido, en tanto lo natural e inmutable pierde fuerza. Es un insolente David, frente a un omnipotente, aunque algo avejentado Goliath. Es improbable que el resultado de aquella contienda haya sido el que nos transmitió la leyenda. Aun así, la fábula estimula nuestro intento.
[1] El primer canon del Emperador Amarillo, Capítulo VI (Si Qi Tiao Shen Da Lun)
[2] De re publica (III, 17)
[3] (Rig Veda IV. 23. 8)