Luis Alfredo tiene vivo el recuerdo del día que tuvo que salir de su territorio. Tenía 10 años, pero no olvida aquella tarde cuando “esa gente” llegó a su resguardo. “Querían que las mujeres les vendieran trago, ellas se negaron. Se quedaron, hicieron fiesta y a la madrugada nos dijeron que teníamos que salir”. El relato de jóvenes emberas como él, que hoy tienen algo más de 20 años, contiene las imágenes de los mayores, que horas después de la amenaza decidieron que todos debían huir. “Salimos de noche, con los equipajes, los animales y los niños. Caminamos cinco horas y luego otras cinco en carro hasta llegar a Florencia”, dice con la mirada clavada en el piso de madera de su casa.
Las caras de los muchachos que lo acompañan se ensombrecen. La mayoría mira a otro lado. Todavía les duele hablar del tema, aunque muchos, tal vez como mecanismo de protección, dicen haber olvidado esos días en los que salieron de Honduras, su resguardo de origen, y tuvieron que empezar una vida nueva en Florencia, Caquetá. De eso hace ya diez años.
Lo que sí recuerdan es que la vida en el barrio Malvinas no fue grata. “Éramos inocentes, nosotros los niños no estábamos acostumbrados a la ciudad y allá había mucha droga. Vivimos cosas muy difíciles”, dice Luis con su voz de liderazgo. Es uno de los que mejor habla español y está en la Universidad de la Amazonia estudiando licenciatura en ciencias sociales.
Dice que quiere ser abogado para ayudar a su comunidad. Se le asoma una sonrisa y empieza a hablar de su experiencia como director del documental Kundrara Kuribia Sia (El pensamiento de los jóvenes), que hizo el año pasado con otros chicos del resguardo. Cuando se les pregunta por su experiencia aprendiendo a manejar las cámaras, les cambia la cara. Apuran las palabras en una mezcla de español y embera bedea (su lengua) y recuerdan divertidos sus días de cineastas.
El documental les ayudó a recobrar la fe. El día que el director del Festival llegó a invitarlos a que participaran, la mayoría escuchó con apatía. Pero cuando les llevaron las cámaras y las luces, se animaron. Y decidieron que contarían cómo había sido su vida en Honduras, su territorio ancestral; cómo habían salido desplazados y cómo habían malvivido hacinados en una “olla”, entre jíbaros y prostitutas; pero también cómo les ha cambiado la vida desde que viven en su nuevo resguardo, y cómo han sido protagonistas de la recuperación de sus costumbres.
Con este cortometraje de 18 minutos no sólo ganaron el Festival El Mambe (un millón de pesos y una cámara), sino que llegaron al Festival Internacional de Cine de Cartagena de este año y obtuvieron un premio Víctor Nieto. Efraín Aizama, el camarógrafo, está empeñado en seguir haciendo cine. Ahora están grabando otro corto sobre el problema del agua que los aqueja.
El rodaje les hizo perder la timidez, los empoderó. Les hizo entender que es importante rescatar su identidad y que es grave que los más pequeños no sepan su dialecto. Reconocen los daños que les ocasionó el desplazamiento y tienen claro cuál es el camino a seguir. “Si no teníamos reeducación los iban a convertir en atracadores, violadores y viciosos”, dice Milena Dovigama, una adolescente de figura menuda, voz dulce y mirada tímida.
Para ella lo más duro fue la discriminación: “Me decían india, fea, los profesores me castigaban porque no hablaba bien español. Mi papá me decía que me quedara callada, que estudiara. Él no quería que siguiéramos creciendo así, tocó puertas para que nos entregaran otro territorio; cuando me contó que había ganado la tutela me puse muy feliz. Ahora ya tenemos una escuela sólo para indígenas”.
El papá de Milena es Norbey, el gobernador indígena que recién nombrado por su comunidad tuvo que liderar la huida, sobrellevar las penas de su pueblo y buscar ayuda para recuperar su territorio. “Tocamos puertas de alcaldía, gobernación, personería, defensoría. Nos tocó aguantar hambre, tuvimos que mendigar en la calle”.
En Honduras tenían todo, sus casas, agua y comida, gracias a una tierra de cordillera que producía sin límite. No dependían de los kajumas (blancos). En la ciudad no tenían nada. Y, con el pasar de los años, empezaron a perder lo poco que les quedaba: su lengua, su vestuario, sus rituales, sus ancianos, que se empezaron a morir por enfermedad de blancos. La pérdida mayor fue la del jaibaná (médico tradicional). Lejos de las hierbas para celebrar sus rituales, Alfonso Aizama murió en 2010, en Malvinas.
El solo recordar las condiciones en las que tuvieron que vivir le imprime un dejo de tristeza a su voz. En principio, en una sola casa vivieron 160 personas. Tras dos años de hacinamiento, se organizaron de a seis familias por casa. Norbey, mientras tanto, convocaba a reuniones en su casa para decidir qué hacer. Apoyado por la Defensoría del Pueblo, consiguió que un juzgado fallara a su favor, en agosto de 2009, una acción de tutela que obligaba al Incoder a obtener un terreno para su reubicación y a varias instituciones del Estado a garantizar condiciones dignas de vida, de servicios públicos, salud, educación y seguridad alimentaria.
El objetivo sólo se logró cuatro años después del fallo, porque las entidades no se ponían de acuerdo, mientras los materiales de construcción de las viviendas se dañaban en las bodegas de la Gobernación. A instancias de Acnur se creó un comité de impulso para que las instituciones trabajaran coordinadas. Conformado por la alcaldía, la gobernación, la Unidad de Víctimas, el Departamento para la Prosperidad Social, el ICBF, Corpoamazonia, el Incoder y el Programa Mundial de Alimentos, el comité firmó un acta de compromisos para sellar la reubicación en abril del 2013.
Ese día la alegría no les cabía en el pecho. En camiones y chivas llegaron con sus corotos a la vereda San José de los Canelos, de Florencia, y se establecieron en las pocas casas que había construidas. Con el tiempo y con ayuda de la Fundación Yapaguaira y la Red Caquetá Paz, todos lograron una casa de madera, con las especificaciones que querían, elevadas del piso por respeto a las serpientes y con la distribución en el terreno que habían planeado. De las 160 personas que llegaron a la capital del Caquetá en condición de desplazamiento, al nuevo predio llegaron 180. Hoy, tres años después, el censo marca 200 personas, 52 familias.
“Empezamos a rescatar lo nuestro, los ancianos enseñaron a los jóvenes, al principio no querían participar en danzas, no conocían nuestra música, les dijimos que eso es un valor, que nos pertenece y que hay que mantener vivo”, recuerda Norbey orgulloso. Y se ríe cuando cuenta que en Florencia no creían que lo fueran a lograr. “Institución decía que no éramos capaces de trabajar el campo, institución decía que habíamos perdido lengua materna, institución decía jóvenes no van allá. Les demostramos que sí. Cuando nos entregaron esto era puro rastrojo, y nosotros lo dejamos limpio”, dice señalando su resguardo desde el tambo, una especie de maloca donde hacen sus reuniones y cumplen sus rituales.
Además tienen otro jaibaná, don Luis Guasiruma, de 62 años. Él también había salido desplazado por la violencia de El Dovio, Valle, y armado con su bastón de mando, ejerce como uno de los sabios consejeros. Don Constantino Auchama es el cacique. Con 82 años es la autoridad mayor y el único sobreviviente de aquel grupo de emberas que salió huyendo de la violencia en los años 60 desde el cañón de las Garrapatas y fundó el resguardo de Honduras. Él tiene clara la historia de su pueblo que ya había sido desplazado a mediados de los 80 y que ha resistido los embates de esa “gente” que los saca de su territorio.
Nadie quiere nombrarlos, pero los informes institucionales dan cuenta de que las Farc los sacaron del resguardo porque la comunidad se resistió al reclutamiento y se negó a darles acogida. Y está documentado que en 1984 asesinaron a don Marceliano, su primer cacique.
Ahora están tranquilos en su nuevo territorio, pero enfrentan otros problemas: la tierra de San José de los Canelos es de vocación ganadera y no han logrado sacar las mismas cosechas que obtenían en Honduras; el agua escasea. Todavía pasan necesidad con la comida, solo algunos garantizan ingresos con la venta de artesanías, unos pocos todavía mendigan.
“La principal lección es que estas comunidades tan golpeadas, en vez de pensar en sentimientos de odio o venganza, solo quieren volver a vivir tranquilas. Se demuestra que si hay voluntad de las instituciones y se ofrecen condiciones, las comunidades siguen adelante”, dice Camilo Buitrago, de la fundación Yapaguaira, acompañante en el proceso de reubicación y el responsable de haber motivado a un grupo de jóvenes indígenas para que se arriesgaran a hacer cine.