Lo sucedido en Chile ha sido 50 veces -por intensidad y duración- más fuerte que el sismo en Haití. La magnitud del remezón 8,8 º en la escala de Richter y su duración de 2,7 minutos en Concepción lo ubica sexto en intensidad entre los ocurridos en todo el planeta desde que los movimientos telúricos son medidos científicamente. Hay cientos de desaparecidos, personas aún bajo los escombros, y el número de fallecidos es incierto todavía.

En relación a la magnitud del fenómeno, la tragedia se ha saldado con una cantidad menor de lo que podría esperarse en víctimas fatales y daños -secuelas físicas y psicológicas- en las personas sobrevivientes. El pueblo chileno tiene incorporado a su paisaje la posibilidad de un sismo. Pero la situación es despareja a la hora de considerar el impacto social. Como se está volviendo habitual en la sociedad moderna, no todos los habitantes de un país tienen las mismas posibilidades de desarrollo, de desenvolvimiento, de crecimiento personal, de vida, en suma. Es el dinero y la posesión de bienes lo que determina si un ser humano será o no será.

Pudimos verlo en estos días. El terremoto causó estragos en relación a la proximidad al epicentro pero más aún en relación al tipo de construcción de sus viviendas y al barrio donde están asentadas. No en vano, en Santiago resultó mucho más afectado el barrio de las casas compartidas y de adobe, esas que el turismo disfraza de “barrio de artistas”, como San Telmo en Buenos Aires, o a Lavapies en Madrid o Arbat en Moscú.

En el sur de Chile han concurrido ambas circunstancias: el epicentro del hecho natural y la mayor imprevisión social. Que Chile es una sociedad dividida socialmente, no es una novedad. Si lo es -y positiva- que haya disminuido notablemente el número de pobres; pero la brecha social se ha ampliado y en esa fisura caen el sistema sanitario y el tipo de construcción de las viviendas -claves en un sacudón de placas que se ha vivido- junto a la educación y otros derechos insatisfechos.

La asistencia del Estado sigue el modelo de la desigualdad instituida. Mientras en las casas de las personas de buenos ingresos no falta agua, alimentación y prestación sanitaria privada, en Concepción y Talcahuano comen los que consiguen abrir las puertas de los supermercados (Wal Mart ha sido el más golpeado) y llevarse mercancías de primera necesidad.

En Concepción no hay agua, no hay electricidad -la gasolina y el gas se cortan por precaución- y el gobierno no alcanza a dar respuesta. Las carreteras afectadas impiden el traslado terrestre de mercaderías, los aeropuertos están inservibles y aún no se ven señales de traslado marítimo o de noticias en ese sentido. Hasta ahora, la respuesta prometida es primaria: la presencia de fuerzas policiales -carabineros- para impedir los saqueos. O sea: para proteger la propiedad privada e impedir que los necesitados tengan agua y alimento.

La presidenta Michelle Bachelet estuvo junto a la gente desde la primera hora y esta noche ha prometido “garantizar la entrega gratuita de todos los productos de primera necesidad”. También ha declarado el “estado de excepción de catástrofe” por 30 días en dos regiones del sur: Bio Bío y Maule. La gente, que ha mostrado una excepcional entereza frente a esta adversidad, confía en su palabra.

La naturaleza no tiene intencionalidad pero sus tensiones y acomodos internos están poniendo a prueba la capacidad humana de dar respuestas. Es un desafío a enfrentar a la par que se buscan acciones de una nueva altura moral. En este caso, la solidaridad internacional para evitar que lo más duro caiga sobre los más débiles.