Más de un cuarto de millón de personas huyen de sus hogares aterrorizadas mientras las milicias de la oposición preparan su retorno. Sin ayuda de la comunidad internacional, las dimensiones del desastre humanitario son cada vez mayores.
Por Emma Graham-Harrison para The Guardian
Thierry quiere hablar pero los recuerdos de los golpes y las estocadas, así como de la voz de su padre suplicando a unos hombres enmascarados que no lo mataran a hachazos, le impiden respirar. Está en Tanzania, sentado en un banco de madera húmeda y encoge su cuerpo, delgado y frío. El infierno del que habla, y que era su hogar hasta hace dos horas, se encuentra a un par de kilómetros, al otro lado del río.
«En Burundi, la sangre fluye en cualquier sitio», indica el joven agricultor. Se sube los pantalones y las mangas de la camisa para mostrarnos unos cortes y unas contusiones que son prácticamente tan profundas como su angustia. Nos pide que cambiemos su nombre para proteger a los miembros de su familia que todavía viven en Burundi. A sus 27 años, es un refugiado y una de las muchas víctimas de una crisis que ha obligado a un cuarto de millón de personas a exiliarse y que ahora amenaza la estabilidad de una región con un oscuro pasado de genocidio. Todos los que han huido cuentan historias de tortura, asalto, secuestros y asesinatos.
«Quiero olvidar todo lo que tenga que ver con Burundi, incluso nuestros nombres», nos explica otro joven, que se ha derrumbado al llegar a un centro de registro de refugiados. Había conseguido llevar hasta allí a su hermana de 16 años, que fue violada y se quedó embarazada, y había cruzado con ella el río. Han dejado atrás la tumba de otra hermana, que murió el año pasado tras ser alcanzada por una bala del gobierno.
En un contexto de escalada de la violencia y de crecientes rumores en torno al hecho de que las milicias de la oposición están entrenando en países vecinos, los sobrevivientes señalan que el Gobierno, temeroso de perder el control, está promoviendo el mismo discurso de odio étnico que alimentó las guerras que sacudieron al país en el pasado y que propiciaron el genocidio en Ruanda.
Y, sin embargo, el mundo no parece darse cuenta. La comunidad internacional no parece ser consciente de la necesidad de actuar con carácter urgente para evitar la desintegración del país y las organizaciones de ayuda humanitaria indican que todavía hay menos interés por financiar los centros de acogida y la alimentación de los refugiados.
«Nuestro país está al borde de la guerra y tenemos un sentimiento de abandono», explica Genevieve Kanyange, un alto mando del partido en el gobierno que desertó y que hasta que consiguió huir del país tuvo que vivir durante varias semanas en la clandestinidad: «Si no recibimos ayuda pronto, puede que sea demasiado tarde».
La violencia estalló el año pasado, después de que el extravagante presidente del país, Pierre Nkurunziza, un exprofesor de educación física, un comandante de la milicia y un devoto cristiano «renacido», anunciara que iba a prescindir de la Constitución para poder optar a un tercer mandato. Esto desencadenó un golpe de estado fallido, protestas masivas y una represión que ha derivado en una situación de violencia constante.
Según los datos registrados por las organizaciones de ayuda humanitaria que trabajan en la región, desde que empezó el año, cada día llegan a Tanzania unas 100 personas. Se suman a los 250.000 refugiados que ya se encontraban en Tanzania, Ruanda, Uganda y la República Democrática del Congo a finales del año pasado, hacinados en campamentos sin comida para todos. Un portavoz de Naciones Unidas indicó que, a pesar de los llamamientos internacionales, solo han conseguido recaudar el 10% de la cantidad que necesitan urgentemente.
La mayoría de los refugiados viajan de noche, y atraviesan matorrales y bosques, con el objetivo de esquivar a las milicias que intentan interceptar a posibles desertores, a los que acusan de traición. Aunque algunos de los interceptados reciben una advertencia y pueden hacer el camino de vuelta, la mayoría son atacados y asesinados.
«Se llevaron nuestro dinero, nos golpearon y nos preguntaron: ¿No apoyáis al presidente?», nos cuenta Kigemi Kabibi, una mujer de 30 años que es madre de cinco hijos y que intentó escapar por primera vez después de que dispararan a su marido. Como la gran mayoría de refugiados con los que hablamos, nos pidió ser identificada con un pseudónimo por miedo a posibles represalias por el hecho de haber hablado con un medio de comunicación extranjero.
Por lo visto, el gobierne cree que si puede detener el flujo de refugiados conseguirá que la comunidad internacional, que ya no estaba prestando mucha atención a esta crisis, ignore la problemática situación en las fronteras del país. Los controles son tan estrictos que decenas de miles de personas han preferido esconderse en bosques o en casas de amigos dentro del país y no están cruzando la frontera.
Tanzania solo ofrece una protección muy básica a aquellos que sí consiguen salir del país. La escasez de fondos, así como el flujo constante de refugiados, se traducen en campamentos de refugiados saturados y en una sola ración de comida diaria, y en una elevada cifra de agresiones sexuales contra mujeres y menores.
Fabian Simbila es un trabajador de la salud que se encontró con Thierry y su familia en un pequeño puesto fronterizo donde se registran los refugiados. Puede pedir ayuda si hay una urgencia médica y ofrece mantas para que los recién llegados puedan protegerse del frío, pero no tiene comida para ofrecer a aquellas familias que han caminado, en ocasión durante días, con el estómago vacío. «Llegan por la tarde y no comen nada hasta que se los llevan a un campamento de refugiados al día siguiente. Es una situación muy dura, sientes lástima. Sin embargo ¿Qué puedo hacer?», indica. Cada día llegan decenas de personas y su salario no le permitiría comprar comida para alimentarlas.
Para algunos, pasar hambre en Tanzania es mejor que comer en su país pero estar aterrorizados. «Tal vez hoy consiga dormir», indica Jacques, un agricultor de 21 años que huyó de su pueblo, situado en la provincia fronteriza de Ruyigi, junto con sus padres. Explica que no han comido nada en las últimas 24 horas pero que no les importa.
«No quiero volver a pasar por las experiencias que viví siendo un niño», señala, en referencia a una larga guerra civil que terminó en 2005. «Detienen a los jóvenes, los apuñalan y los golpean, y violan a las mujeres. Estamos hartos de ver cómo matan a las personas como si fueran animales. Además, mi padre se está haciendo mayor y nos pidió que huyésemos ahora porque más adelante, si la violencia escala, él ya no se podrá escapar».
El testimonio de refugiados de las zonas rurales de Burundi, como Jacques, es relevante porque estas zonas son tan pobres y están tan mal conectadas con el resto del país que los defensores de los derechos humanos desconocen la gravedad de las violaciones que se cometen allí. El abogado y activista Lambert Nigarura explica que en la capital, Bujumbura, así como en las principales ciudades del país, los ciudadanos más solidarios utilizan los teléfonos móviles y arriesgan sus vidas para proporcionar información sobre asesinatos y desapariciones.
Los teléfonos móviles y la conexión a Internet escasean en los pueblos de uno de los países más pobres del mundo, y la mayoría de los habitantes no conocen a un defensor de derechos humanos. Eso significa que aquellos que quieren denunciar actos de violencia tienen que recurrir a métodos más clásicos pero también más peligrosos. «En las zonas rurales es más difícil denunciar una atrocidad, ya que todo sucede detrás de las cámaras», indica Nigarura, que explica que tuvo conocimiento de una serie de abusos que se habían cometido gracias a una carta que recibió. «Solo tenemos observadores en algunas zonas del país y tienen constancia de lo que pasa allí. Sin embargo, si se producen actos violentos en otros sitios, no lo sabemos».
Las personas que viven en las zonas rurales no están informadas de la magnitud de la crisis. La mayoría de ellos no tiene un televisor y en mayo del año pasado el gobierno decidió cerrar todas las emisoras de radio independientes. Para que su mensaje calara, la emisora más popular, Radio Publique Africaine, fue alcanzada por un misil. Las emisoras estatales que todavía funcionan, difunden propaganda en lugar de información.
«En nuestro pueblo, varias personas fueron asesinadas pero la radio no dio esta información», lamenta Fabrice, un hombre de 54 años que decidió huir del país junto con su mujer y sus 12 hijos después de que su cuñado fuera secuestrado en plena noche. Saben que no lo volverán a ver. Llamaron a la cárcel local y les dijeron que no estaba allí.
A pesar de que el pueblo se había ido vaciando poco a poco, la familia había preferido quedarse, ya que, como muchos otros campesinos, creen que si cruzan la frontera ya no regresarán jamás. «Tan pronto como sepan que nos hemos ido se quedarán con nuestras tierras», señala Fabrice: «Nunca podremos volver».
Las organizaciones que ayudan a los refugiados confirman estos temores e indican que los tendrán que apoyar durante años, incluso si la violencia cesa en unos meses. «No tienen la intención de regresar a su país, tampoco el deseo. Se trata de una situación grave y con consecuencias a largo plazo», indica el responsable del Comité Internacional de Rescate, David Miliband: «Creo que tenemos que prepararnos para el peor escenario posible, es decir, una crisis que se prolongue durante años y con un flujo constante de refugiados».
Miliband hace estas declaraciones tras visitar el campamento de Nyarugusu, el tercer centro de acogida de refugiados del mundo en tamaño, un extenso barrio de chabolas donde viven 150.000 personas que se han quedado sin nada.
La mayoría de los exiliados con más suerte, dinero o con familia que los pueda acoger, han terminado en la capital de Ruanda, Kigali, donde los periodistas, los defensores de los derechos humanos y los políticos tratan de juntar toda la información disponible y se preguntan qué deben hacer para llamar la atención de la comunidad internacional y poner fin a la violencia.
La mayoría no son partidarios de una escalada militar y creen que las fuerzas de paz extranjeras son la mejor baza para evitar una guerra. Sin embargo, los refugiados que viven en los campamentos y los exiliados que están diseminados por la región sienten rabia y dolor, y estarían dispuestos a regresar a su país para luchar.
«Me gustaría volver y luchar, pero no sé dónde alistarme», señala un exiliado que fue torturado en una cárcel del gobierno y que nos pidió que le identificásemos como Billy Ndiyo para proteger a los familiares que todavía viven en Burundi.
Antes de la escalada de violencia, Ndiyo trabajaba como conductor. Esta crisis conllevó una inestabilidad económica que, a su vez, a él lo dejó sin trabajo. El verano pasado, unos milicianos lo acorralaron en plena calle un día que había ido a comprar el pan. Nunca había participado en política así que cree que simplemente se fijaron en él por el hecho de ser un hombre joven y encontrarse en una zona que se considera un feudo de la oposición.
Lo llevaron hasta una casa situada en la parte trasera de unas instalaciones militares; los defensores de los derechos humanos tienen constancia de que se ha utilizado como centro de detención. Tras ser esposado, Ndiyo fue golpeado y un hombre lo apuñaló en la cara con una bayoneta. «Cogió la bayoneta y la clavó justo encima de mi ojo, mientras me gritaba ‘no te atrevas a mirarme’. Me tapé la cara con la mano para detener la hemorragia y entonces me volvió a apuñalar en la mano, en la cabeza y en la otra mano. Había sangre por todos lados y me desmayé».
Cuando recuperó la consciencia, se encontraba en una celda diminuta junto con otros ocho prisioneros; algunos eran conocidos del barrio. Le dijeron que probablemente no saldría de allí con vida. Pronto entendió por qué. «Una noche, se llevaron a dos prisioneros, les dijeron, ‘venid, hemos encontrado un sitio adecuado para vosotros‘, y nunca más los volvimos a ver». Cuando regresaron al día siguiente para llevarse a otro prisionero, este empezó a llorar y puso resistencia, y empezaron a apuñalarlo delante de nosotros».
Por suerte, un familiar bien relacionado y con dinero consiguió comprar su libertad y lo mandó directamente al paso de frontera más cercano. Ndiyo cree que todos sus compañeros de celda están muertos.
El caos y la imposibilidad de obtener un visado de entrada hacen difícil confirmar las historias que cuentan mucho de los refugiados. Sin embargos, todos relatos de refugiados procedentes de distintas partes del país destacan la violencia y sus descripciones sobre las técnicas de tortura utilizadas y los autores de estas atrocidades coinciden.
Muchos de los que terminaron en una cárcel del gobierno indican que fueron detenidos en la calle por las fuerzas de seguridad o por milicianos. Estas redadas son tan comunes que en algunas zonas del país los más jóvenes no salen de casa durante varias semanas seguidas.
También hay redadas en las casas, con el pretexto de buscar armas ilegales. «Lo cierto es que entran en tu casa porque creen que militas en otro partido político y te dicen que están buscando armas. Incluso si no encuentran lo que buscan, se llevan a la gente y no los vuelves a ver», indica Fabrice.
Los que mataron al padre de Thierry lo acusaron de pertenecer a un grupo rebelde, a pesar de que el anciano había soportado la violencia durante años sin luchar una sola vez. «Mi padre suplicaba y les decía, ‘no tengo un arma e incluso si me dieras la tuya, no sabría cómo disparar», recuerda Thierry.
Otra forma de tortura empleada por las fuerzas de seguridad es el uso de bayonetas para apuñalar y amputar; hay otras torturas terribles que no conocemos. Algunos refugiados explicaron que los milicianos utilizan una cadena corta para atar un cubo de agua al pene de los hombres y los obligan a levantarse y a agacharse hasta que sus genitales no logran soportar el peso.
Los autores de estas atrocidades son hombres enmascarados, anónimos. Sin embargo, el ala más joven del partido en el poder, los Imbonerakure, aparece en muchos de estos relatos. En Kirundi, la lengua local, este nombre significa «aquellos que tienen amplitud de miras» y surgieron tras el desmantelamiento de la milicia. Sus detractores afirman que nunca se han librado de la mentalidad guerrera mientras que el gobierno puntualiza que se trata de un grupo político. También parecen estar detrás del intento de convertir los enfrentamientos en un conflicto étnico. Ruanda, el país vecino, también vio como la violencia en el país se convertía en un conflicto étnico y más tarde daba lugar al genocidio de 1994; un crimen de guerra que en la actualidad todavía produce temor y vergüenza. Al igual que Ruanda, Burundi también ha padecido guerras amargas y genocidas entre los hutus y los tutsis.
Un acuerdo de paz cuidadosamente articulado y que puso fin a la guerra más reciente, que tuvo lugar en 2005, había conseguido diluir muchas de estas tensiones y había creado un equilibro interétnico en el ejército, el gobierno y en las empresas de titularidad pública. Grupos como los Imbonerakure no pertenecen a esta estructura de poder y hacen todo lo que está en sus manos para debilitarla.
No hay consenso dentro del ejército. El mes pasado, un alto mando militar, considerado un hombre de confianza de Nkurunziza, fue asesinado mientras leía un tablón de anuncios situado dentro del cuartel.
«Los militares leales al gobierno y los disidentes se están matando entre ellos. Esto representa una grave amenaza», indica Richard Moncrieff, analista de África Central del International Crisis group. «Si hacemos un repaso por la historia del país vemos que las posibilidades de que se cometan atrocidades masivas son muy elevadas».
El mensaje de odio promovido por el gobierno podría dividir a los distintos grupos étnicos y si se producen enfrentamientos dentro del ejército podría estallar una guerra civil abierta.
«Creemos que el gobierno está intentando propiciar un conflicto étnico», indica Moncrieff: «Estamos hablando de un gobierno que inunda a su población con propaganda y nada parece indicar que esto vaya a terminar bien».
Traducción de Emma Reverter