Por Fernando Lizama-Murphy
Con 87 años y junto a su nieta Cristina Zárraga, está trabajando en la confección de un diccionario que permita perpetuar su lengua originaria.
«Se piensa que la Tierra del Fuego sería adecuada para ganadería, pero el único problema en este plan es que, según parece, sería necesario exterminar a los fueguinos.» (Daily News 1882)
«Esos desdichados salvajes tienen escasa talla, el rostro repugnante y cubierto con pintura blanca, la piel sucia y grasienta, el pelo enmarañado, voz discordante y gestos violentos. Al verlos, resulta difícil creer que sean seres humanos que habitan el mismo mundo que nosotros. A menudo uno se pregunta qué atractivos puede ofrecer la vida a ciertos animales inferiores. La misma pregunta nos la podríamos hacer y con mayor razón,respecto a estos salvajes.» (Charles Darwin “Viaje de un Naturalista Alrededor del Mundo”)
Después de leer estas reflexiones resulta fácil comprender por qué aquellos que llegaron a colonizar Tierra del Fuego no tuvieron ninguna compasión con los nativos y, literalmente, los masacraron.
Cristina Calderón es de las pocas personas que en este mundo tienen el carácter de Tesoro Humano Vivo, denominación otorgada por la Unesco en el año 2003. Esto porque es la última habitante nacida y criada según las costumbres ancestrales y que tuvo contacto directo con sus antepasados antes de que desaparecieran y porque además habla el idioma de ellos, a la vez que se ha esmerado en trasmitirlo a sus descendientes.
Cristina Calderón nació en 1928 en el sector denominado Bahía Róbalo, en la Isla Navarino, uno de los postreros bastiones en los que vivieron los yámanas o yaganes antes de su casi total extinción. Claro que hablar de yámanas puede ser un poco arbitrario porque actualmente, después de la depredación de la que fueron víctimas los aborígenes del extremo sur chileno y argentino, no queda nadie étnicamente puro. Nadie que pueda vanagloriarse de ser representante de esa raza que sobrevivió varios milenios en las condiciones más adversas que se pueda imaginar, hasta que llegó la “civilización”.
Lo que hace diferente a Cristina es que tuvo contacto con antepasados que, de una u otra forma, fueron víctimas del holocausto y que sabe hablar el idioma, o uno de los idiomas o una mezcla de los idiomas que se hablaban en la zona antes de la aparición de los colonos, verdugos de su raza, y que ha intentado transmitir a sus siete hijos, catorce nietos e innumerables bisnietos, lo mismo que la historia de su pueblo y las costumbres.
Con 87 años y junto a su nieta Cristina Zárraga, está trabajando en la confección de un diccionario que permita perpetuar su léxico que, entre sus curiosidades, contiene la palabra que figura en el Libro de Récords de Guinness como la más concisa del mundo, porque involucra en sí misma el más completo concepto: Mamihlapinatapai, que se traduce como “una mirada entre dos personas, cada una de las cuales espera que la otra comience una acción que ambos desean pero que ninguno se anima a iniciar”.
También junto a su nieta publicó un libro llamado Hai Kur Mamašu Shis (Quiero contarte un cuento) con historias y leyendas de los yaganes.
Los yaganes o yámanas poblaron la isla de Tierra del Fuego ─según la teoría más aceptada─ se calcula que desde el año 1.000 AC (otros hablan del 6.000 AC). Compartían este territorio con otras dos tribus, los selknam (onas) y los haush. La misma teoría sugiere que todos eran de origen tehuelche, que a su vez venían siendo empujados desde el norte por otras culturas descendientes de las que atravesaron a América por el Estrecho de Bering.
Los yaganes ocupaban el extremo suroeste de ese inhóspito territorio, aledaño al Canal de Beagle, incluida la Isla Navarino y otros islotes cercanos. Los selknam, que aparentemente fueron los más numerosos, se asentaban en lo que se podría llamar la meseta central y el extremo norte, hasta el Estrecho de Magallanes, zona que en alguna época fue boscosa, mientras que los haush fueron acorralados por los selknam en el extremo oriental de la isla. Las tres tribus hablaban dialectos distintos, aunque con una raíz común. También compartían algunas costumbres, ciertas divinidades y ritos religiosos.
Lo concreto es que hasta el arribo de los invasores europeos estos aborígenes vivieron en relativa paz, adaptándose al clima endemoniado de la región y sobreviviendo de la pesca, de las ballenas que capturaban o que varaban en la costa y de los lobos marinos que proporcionaban alimento, ropaje y el calor de su grasa. Se supone que durante el primer período de poblamiento también cazaban guanacos que vivían entre los bosques, así como otros animales terrestres. Pero aparentemente la sobreexplotación pronto causó el exterminio de flora y fauna. Nunca supieron de agricultura y las embarcaciones de fibras vegetales entrelazadas que fabricaban no tenían la resistencia necesaria para largas travesías en los procelosos mares australes, aunque para desplazarse por distancias mayores y para la caza de la ballena utilizaban unas canoas construidas con cortezas de árboles. Cuando el tiempo lo permitía, familias completas se movían en esas embarcaciones alcanzando grandes distancias, pero en general eran presos de su entorno.
Los intentos de colonizar el estratégico Estrecho de Magallanes por parte de españoles, británicos y holandeses, durante los siglos XVI, XVII y XVIII fracasaron porque los colonos jamás se pudieron aclimatar y porque los indígenas, sintiéndose agredidos, los atacaban con sus rústicas armas. Pero con la llegada del siglo XIX aparecieron armas mejores. Además, se descubrieron en Tierra del Fuego algunos yacimientos auríferos y los ingleses vieron que el territorio era muy apto para la ganadería ovina. Con todos estos elementos, la codicia pudo más y quedó servida la mesa para el exterminio. De los cuatro mil habitantes calculados hacia 1860, a fines de siglo no quedaban más de setecientos.
Con el ánimo de parar la matanza, unos sacerdotes salesianos, los padres Fagnano y De Agostini, solicitaron al gobierno chileno que les cediera la Isla Dawson para establecer ahí una colonia con los aborígenes sobrevivientes, pero lo que no habían hecho las armas lo hicieron las enfermedades importadas por los colonos. La viruela y la tuberculosis terminaron con ellos en veinte años.
Por supuesto y como suele ocurrir cuando se enfrenta a un enemigo común, las tres tribus originarias de la isla se fusionaron para defenderse, por lo que poco a poco el mestizaje entre ellos fue haciendo desparecer a los más débiles. Hoy, para referirse a los habitantes de esas latitudes, se habla de los “onas” y ya en el siglo XIX se utilizaba esta denominación que abarcaba no sólo a los insulares, sino que también a los habitantes del norte cercano del Estrecho de Magallanes. O sea que de los primitivos habitantes de esas tierras no quedó ni siquiera su verdadero nombre, rescatado posteriormente por investigadores, antropólogos y arqueólogos.
Mucho se ha escrito sobre la masacre de las tribus australes y no es el ánimo de esta crónica resaltar ese doloroso tema, pero se hace necesario mencionarlo para poder evaluar mejor la importancia del esfuerzo de Cristina Calderón para perpetuar la memoria de sus antepasados.
Desde 1960 vive en Villa Ukika, una reservación ubicada a dos kilómetros de Puerto Williams, donde se dedica a la cestería. Ahí mora en una casa de madera, junto a una cincuentena de descendientes en mayor o menor grado de los primitivos habitantes de la zona. Cerca vive Lidia, una de sus hijas, monitora en una escuela del sector, donde enseña a los niños el idioma y las costumbres de sus ancestros, conocimientos que ella recibió de su madre.
Gracias a doña Cristina Calderón y a su familia es muy posible que se conserven para la posteridad el lenguaje y los rasgos de esta cultura prácticamente desaparecida. Esta valerosa mujer ha recibido varios honores. Además de ser Tesoro Humano Vivo, es Hija Ilustre de la Región de Magallanes y Antártica Chilena y fue seleccionada como una de las 50 mujeres representativas del Bicentenario de la República de Chile.