Una mirada comparativa entre esos indecentes depósitos bancarios y los indicadores de pobreza, desnutrición y violencia derivada de situaciones extremas de inequidad y discriminación, deja en descubierto la inmoralidad de los líderes mundiales y sus cortes principescas de consorcios mediáticos, industriales y financieros. Las cifras son de tal magnitud que con esas fortunas podría eliminarse de una vez y para siempre el hambre en el mundo, con la ventaja adicional de hacerlo creando bases para su sostenibilidad.
Es evidente que las alturas del poder alteran de manera peligrosa todo sentido de la realidad. Quizá la falta de oxígeno afecte las funciones cerebrales creando una ilusión de seguridad peligrosamente ficticia, la cual hace ver a la masa ciudadana como eso: una masa informe y obediente capaz de soportarlo todo, de creer en la falsedad del discurso y seguir sobreviviendo en un estado de pasividad ideal para el sistema.
Sin embargo, la presión generada por la frustración ante la corrupción y la desidia de los gobiernos frente a las urgentes necesidades de poblaciones abandonadas a su suerte constituye una auténtica bomba de tiempo. Los esfuerzos del sistema por crear un clima de confrontación entre sectores de la ciudadanía puede funcionar una, dos o más veces, pero no funcionará para siempre y en algún momento la situación dará pábulo a la unidad.
La satanización de las demandas populares y de sus protestas contra el abuso de la explotación de los recursos por medio de contratos venales entre gobiernos y compañías extractivas, hidroeléctricas y agrícolas, es una estrategia débil ante la realidad del robo de las riquezas de las naciones. El discurso de odio contra grandes sectores de la población que exigen justicia, probidad de sus autoridades y respeto a sus derechos, choca de frente contra la legitimidad de las protestas y la pertinencia de sus demandas. El momento del cambio, al parecer, se acerca.
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