Nada nuevo decimos al señalar que el poder está siempre insatisfecho, buscando insaciablemente apoderarse de lo que, por obvia lógica, no le pertenece.
Mucho más terrible es su avidez y furia cuando aquello que consideraba propio, le es arrebatado.
En los últimos quince años, el mundo vio decaer aquel ensueño de Estados Unidos de convertirse en imperio mundial, al tiempo que se esbozaba una incipiente multipolaridad. La fugaz imagen de potencia única que amaneció en la bruma de la caída del bloque soviético, comenzó a desvanecerse con el surgimiento de nuevos contendientes y el establecimiento de múltiples lazos de cooperación e integración que no seguían las rutas prefijadas por la estrategia de las corporaciones y el poder financiero gobernantes en Washington.
El dólar comenzaba a ser cuestionado como patrón en el intercambio comercial y crecía el clamor por la transformación de estructuras institucionales caducas, funcionales – valga la redundancia – a los mismos patrones.
En ocasiones, hasta se prescindía de su presencia y se generaban acuerdos desde un espíritu de complementación, solidaridad y soberanía. Más todavía, en distintas latitudes, las nuevas generaciones hacían oír su potente voz, preanunciando la rebelión global de una sensibilidad reñida con la del sistema en decadencia.
El Águila yanqui – representante principal pero no único del sistema – se sintió llamado a reaccionar y reaccionó de modo previsible, intentando sofocar este alzamiento generalizado. Su método fue el de siempre: la subversión de aquello que no respondía a sus intereses. Guerra directa o larvada, con tropa propia, en alianzas o tercerizada, guerra mediática o económica, guerra religiosa o inter étnica, lo importante era destruir todo gobierno opuesto al orden hegemónico.y volver las ovejas al redil de las buenas costumbres del capitalismo occidental de matriz anglosajona.
Hoy se desenvuelve un nuevo capítulo de esta insistente y enferma pretensión de poder total. Pero ya no se busca solamente adquirir el control de las cosas, sino que se quiere extirpar de raíz la posibilidad de nuevos sobresaltos. Para ello, es imprescindible el control absoluto sobre la subjetividad ajena.
En ello está enfocada la propaganda inmoral. Y ésta adquiere cierto refinamiento gracias a los avances de una “ciencia” relativamente nueva – de algo más de un siglo – llamada semiótica.
Nos ilustra el genial Umberto Eco:
“La semiótica se ocupa de cualquier cosa que pueda considerarse como signo. Signo es cualquier cosa que puede considerarse como substituto significante de cualquier otra cosa. Esa cualquier otra cosa no debe necesariamente existir ni debe sustituir de hecho en el momento en que el signo la represente. En ese sentido, la semiótica es, en principio, la disciplina que estudia todo lo que puede usarse para mentir. Si una cosa no puede usarse para mentir, en ese caso tampoco puede usarse para decir la verdad: en realidad, no puede usarse para decir nada. La definición de ‘teoría de la mentira’ podría representar un programa satisfactorio para una semiótica general”. [1]
Así es que finalmente nada coincide. Los cosméticos dan sentido a la vida, los impíos reciben el Nobel de la Paz y los gobernantes desalmados pretenden vestir el manto de próceres de los derechos humanos. Mientras tanto, las necesidades humanas son relegadas e ignoradas, nunca resueltas. El mundo del revés, diría María Elena Walsh.
Lo que el poder quiere no es solamente quitarle sus cosas, es mucho peor: es hacer de usted una cosa. Para ello hace uso de la semiótica y de la distracción mediática como tecnología de manipulación, intentando ocupar con sus propios signos o personajes aquellos significados que usted considera sagrados o al menos, loables.
Haciendo que parezca nuevo lo perimido y convirtiendo a lo necesario en secundario. Desterrando a lo perfectamente posible en el confín de lo irrealizable. Enlodando lo positivo, presentando lo regresivo como un avance y lo inútil como imprescindible.
De este modo, se apunta a extirpar toda intención, toda rebelión y anular todo intento, “robar toda esperanza, palpitante corazón del acto humano.”[2]
¿Cómo protegerse entonces de ese embate salvaje del poder? ¿Cómo preservar la dignidad humana? ¿Cómo saber quién es quién en esta guerra despiadada cuyo único objetivo es apropiarse de lo que pensamos y sentimos y condicionar lo que hacemos?
El sabio Platón comenta en boca de Sócrates: “– En verdad, puede que sea superior a mis fuerzas y a las tuyas dilucidar de qué forma hay que conocer o descubrir los seres. Y habrá que contentarse con llegar a este acuerdo: que no es a partir de los nombres, sino que hay que conocer y buscar los seres en sí mismos más que a partir de los nombres.” [3]
O como dice aquel proverbio alemán del mundo de los oficios: “Mejor mirar los dedos del aprendiz que su boca”
Por mi parte, se me ocurre un humilde consejo, que en épocas actuales hasta podría convertirse en poderosa pócima.
Desconfíe de su propia opinión, a menos que sea exactamente opuesta a la que propagan los medios dominantes.
[1] Umberto Eco, Trattato di Semiotica Generale, 1975
[2] Silo, Humanizar la Tierra, cap. XII
[3] Platón, Crátilo, 439 a b.