«A veces la conexión está ahí, a la vista, y sólo hay que hacer el recorrido en sentido inverso, buscando»
Angélica Gorodischer («Las nenas». Emecé, 2016)
Mi casa materna fue un imán. A la tarde, cuando la siesta ya era pasado y al futuro lo imaginábamos cálido y perfumado los amigos caían con los restos de la chocolatada sobre el labio superior anticipando los bigotes juveniles, y la camisa mitad adentro y mitad al viento. Era la época en que nuestras viejas todavía nos vestían con camisa para ir a la escuela.
Las figuritas me apasionaban. Venía el Luis y había que entretenerlo para distraerle la tristeza. Había perdido a su padre y nos abrumaban sus ojos claros, llenos de agua y, a su vez, con sed de cariño. Gabriel y el Lechita (le decíamos así porque era un voraz bebedor de cualquier marca u origen), Mario y Alberto, el vecino vecino, el que vivía dos casas más allá, casi a mitad de cuadra. Las figuritas, entonces. Pura adrenalina, horas de discusiones, que si la mía tapó o no a la del Flaco (apuesto a que hoy, ya casi a los setenta, Gabriel sigue flaco, flaquísimo disimuando asados, cervezas, wiskis y andropausias).
Pero el mayor placer, ese que me inició en la obsesión por el orden en mi biblioteca, por ejemplo, era solitario. Cuando todos se iban y después de la tarea para la escuela me dedicaba al álbum. Siempre incompleto, siempre con la ilusión de que mañana, ese impostergable mañana, mi vieja metiera su mano regordeta y dulce en el bolsillo del delantal de cocina y sacara esos billetes de ya no recuerdo qué moneda de curso legal en esta patria pisoteada desde la economía hasta la dignidad. Era muy chico y el paquete de figuritas escondía la difícil, la imposible, la que me permitiría ir al kiosco a ostentar mi álbum rugoso, pero completo y volver a casa con la pelota de goma a rayas rojas y blancas, finitas y brillantes. Hasta el primer partido en la canchita. O hasta el pinchazo y a bañarse. La utopía redonda de un pibe de clase media que empezaba a escuchar a sus mayores hablar de otras utopías más contundentes, pero tan maravillosas como las que aún hoy me llevan día a día a compartirlas frente a un micrófono de radio, con mis compañeros y los oyentes cómplices.
Nunca completé un álbum, así como nunca alcanzaré las utopías. Para seguir buscando, como nos enseñó Eduardo.
¿Y las cruces?, me dirá usted, ¿qué tienen que ver con las figuritas, el álbum y los amigos de entonces? No, no son las de las grandes catedrales ni las de capillas modestas. Ninguna relación con el Gauchito Gil o la Difunta Correa y sus religiosidades populares en las rutas argentinas.
Cruces es Juan José, un señor que estudió en la Washington University y en Yale University y hoy es catedrático en la Escuela de Negocios en la Universidad Torcuato Di Tella, privada, privadísima. Juan José Cruces debe haber coleccionado figuritas en su infancia, como yo. Por una cuestión gerenacional las mías con la imagen de Amadeo Carrizo, el Beto Márcico y Roberto Perfumo (hoy, justo hoy, conmovido por su adiós). Él, no sé, quizás Fillol o Messi y el gordo Ronaldo.
Digo, porque quiso explicar, ante las cámaras televisivas, la entrega de la soberanía argentina a Paul Singer y sus carroñeros por obra y desgracia de carroña interna. Y el argumento giró alrededor de las figuritas y el álbum. Más o menos así. Según Cruces la Argentina pegó 93 figuritas de un total de 100.
Las que compraría ahora, las 7 que faltarían, son carísimas. Casi tanto como todas las anteriores juntas y todo, por supuesto, por culpa de la Señora que se encaprichó en no acatar la razonable oferta de los pájaros perversos financieros. O sea, si las figuritas son usurarias, si nos muestran los jugadores más perversos y monstruosos del mundo, si no conseguiste ni una pelota como no sea la que nos hizo ídem, si esas 7 se parecen más a un cuento de Lovecraft que a un poema de Prévert, todo eso no le importa a don Cruces.
Para los Cruces la frustración personal de un pibe ante su álbum incompleto es comparable a la entrega del patrimonio de una sociedad. Lo dijo así, sin ponerse colorado y con esa impostura que ostentan los poderosos que se creen sabios.
Me quedé con ese sabor amargo en la boca mientras pienso que el tipo no sólo justifica la hipoteca de la vida presente y futura de mis hijos y mis nietos sino que, de yapa, me jode la infancia.