Por Alberto Vargas
Lejos del bullicio mediático que han ocasionado los asesinatos de Mariana Menegazzo, de 21 años y María José Coni, de 22 años, ambas mendocinas, a las que la muerte encontró haciendo turismo en Montañita, Ecuador, un país que como muchos otros en el mundo, pareciera estarse acostumbrado a naturalizar la absurda violencia. Nos queda la ineludible tarea de cuestionar, si existe detrás de nuestra idiosincrasia heredada, un tipo de violencia que cuenta con mayor tolerancia, e incluso aprobación social, y que se refuerza y nutre en los quehaceres y aprendizajes cotidianos.
Allí donde el “sentido común” dicta que lo natural sea dividir a hombres y mujeres según los roles de género, que históricamente les han sido asignados, se segmenta y genera una profunda brecha, que naturaliza la violencia de género, de tal modo que aparece ante nosotros como normal, tanto que somos capaces de justificar, incluso, la más horrenda expresión de la misma, el asesinato. El femicidio.
Si bien no pensar en la violencia como un ser consumado y único, es una tarea difícil; es absolutamente necesario que: así como distinguimos la violencia homofóbica, la violencia racista, el abuso infantil; reconozcamos también la violencia de género, la violencia macha, como parte constitutiva de una suerte de monstruo que se pasea por el vivir cotidiano. María José y Marina murieron por eso.
“Viajaban solas, por eso les pasó.”
No, no viajaban solas. Estaban con ellas, una junto a la otra. Sin embargo, hemos acostumbrado la mirada hacia el paternalismo. Hacia pensar que la mujer, por ser mujer, necesita ser tutelada para viajar, divertirse, vivir, e incluso la hemos acostumbrado tanto, que además naturalizamos la idea de que (Marina y María José) viajaban solas, que no eran suficientes, ni completas, que no eran dos, que viajaban solas.
Resulta ahora, incluso desolador, ver como en las redes sociales aún persisten comentarios como: “algo han de haber hecho”, “seguramente estarían drogadas”, “para qué andan a solas”, frases que hacen pensar incluso, que lejos de ser un comportamiento aprendido, el machismo –como uno más de los colores de la violencia- es un problema que elegimos no ver, o si lo vemos, elegimos no actuar para erradicarlo. Lo que hace al hecho, incluso más indignante.
Después de haber leído estas y otras formas, consientes o no, de justificar el crimen, la pregunta que debemos hacernos es: ¿acaso las culpables de su propia muerte fueron, son o serán, las víctimas?
Esta capacidad de justificar los crímenes contra las mujeres, horroriza. Resulta mucho más fácil condenar la vestimenta de las María José y Marinas del mundo, su ingesta, o no, de sustancias, la compañía que eligieron, en fin, sus libertades y decisiones; incluso la cultura de diversión del lugar en el que se encontraban, que juzgar al mismo acto violento, o que preguntarse a qué se debe, o a qué causas sociales responde.
En Ecuador, los datos indican que la violencia de género es alarmante:
“Vivimos en un país donde 6 de cada 10 mujeres han sido víctimas de maltrato, según el INEC. Y las cifras oficiales lo corroboran: en el 71% de noticias de Femicidio reportadas por la Fiscalía entre el 10 de agosto del 2014 y el 15 de febrero del 2016 todavía no se ha dictado sentencia”.
María José y Marina, como los muchos otros rostros desconocidos, que arrastra consigo el femicidio, nos permiten ver nuevamente, qué tan acostumbrados estamos a vivir en una sociedad que reproduce modelos misóginos y machistas, impropios del tiempo en el que vivimos, y que –a ratos- parecen ser casi imposibles de erradicar.
Es por eso que la tarea sigue pendiente: desaprender y aprender otra vez: Que la violencia machista no se previene pidiéndoles a las mujeres que se cuiden más, que no viajen solas, que no se diviertan, en la forma en que hayan elegido hacerlo. Que la violencia machista se previene generando cambios que permitan erradicar de todos los ámbitos, de una vez por todas, el paradigma de violencia, y comprendiendo que al igual que María José y Marina, muchas otras mujeres víctimas de violencia, no mueren por sus deseos de libertad, ni por sus ganas de conocer, o por su ímpetu aventurero. No mueren por ser mochileras, o por andar, por ahí, sin un hombre que las proteja. Mueren siendo víctimas de una sociedad que todavía no supera la violencia y todas sus variables.
Sin duda, aún tenemos una tarea pendiente: repensar nuestras propias actitudes y maneras de hacer.
¿Acaso no es hora ya de ponemos en la obra de modificar todo esto?