Al menos las reacciones iniciales de la comunidad internacional parecen responder a la tragedia, sin que se conozca todavía la magnitud de los daños humanos y materiales.
Una de las naciones más humildes del universo, que declaró su independencia de Francia en 1804, pero que se vio arrastrada a lo largo de los años por la corrupción y la brutal dictadura de Francois Duvalier, con ayuda militar y financiera de Estados Unidos.
A Papa Doc, presidente desde 1957, lo sucedió su hijo Jean Claude Duvalier (Baby Doc) en 1971, hasta que se vio obligado a huir del país ante una insurrección popular en 1986.
Visité Puerto Príncipe en 1979, en ocasión de un partido de la eliminatoria premundial de la Confederación Centroamericana y del Caribe de Fútbol (CONCACAF). Bajo férreo control de agentes de Baby Doc pude de todas formas investigar un poco del país.
Entonces era una ciudad similar a las más subdesarrolladas de Africa, con una corrupción rampante y el control económico absoluto en manos del uno por ciento de la población, ubicada básicamente en el entorno del barrio Petionville.
Escribí un reportaje, Port au Prince, capital de la miseria, acompañado con mis propias fotos, que para algunos resultaba un testimonio lapidario y demoledor. Nunca imaginé que 30 años más tarde las cosas hubiesen cambiado tan poco.
Así lo reflejaba en París la exhibición en la sede de la UNESCO de un documental del cineasta cubano Rigoberto López, con el título de «Puerto Príncipe mío», expresión de la cruda realidad de la nación caribeña de casi 10 millones de habitantes.
Retrato de nuestros días de la principal urbe haitiana, López subrayaba entre otros temas las penurias de sus habitantes para acceder al agua potable, con una mirada respetuosa y sentida.
Como ejemplo, una adolescente que cada día camina dos kilómetros intrincados para luego hacer una larga fila y tener derecho al líquido vital, por el cual pagará. De regreso, cargará dos cubetas de 10 litros cada una para llevar el agua a su familia.
«La dignidad de los haitianos aflora entre la miseria que azota a la ciudad», decía entonces el realizar sin creer, como nadie, que un año más tarde los demonios de la naturaleza se ensañarían con la parte más empobrecida de La Española.
Ahora que todo es drama y desolación, valdría la pena preguntarse si la opulencia de los países más ricos y desarrollados del orbe podrá asimilar lo ocurrido en Haití sin abrir con verdadera generosidad sus bolsillos.
Vuelven las donaciones individuales, los gestos humanos y solidarios de quienes comparten lo que tienen, así sea poco en muchos casos.
Empero, no bastan acciones esporádicas o eventuales. En todo caso, Haití es el «desnudo» de las desigualdades de este mundo, de la insoportable división de ricos y pobres, y también del cambio climático y los desmanes cometidos a la Madre Tierra.
Por Fausto Triana – Prensa Latina