Cinco años después de la caída de Ben Ali, el país magrebí se debate entre la ‘normalidad’ inmovilista y la excepción al caos en que se sume la región.
Por Santiago Alba Rico para Diagonal
Si queremos entender la situación de Túnez cinco años después de la revolución del 14 de enero, conviene orillar la celebración oficial en el palacio de Cartago, donde el presidente más viejo del planeta arremetió contra sus oponentes políticos, muchos de los cuales habían boicoteado la gala, y retroceder unos días, al fin de semana del 9 y 10 de este mes, cuando el partido Nidé Tunis, cabeza del Gobierno, celebró su congreso fundacional tantas veces aplazado. Nidé Tunis, partido apañado a toda prisa en 2013 para desalojar a Ennahda del poder, se ha fundado oficialmente al mismo tiempo que se ha hecho pedazos.
Un poquito antes del congreso, el ala “izquierda” de una organización concebida para reciclar al antiguo régimen abandonaba las siglas con la intención de formar un nuevo partido; inmediatamente después algunos dirigentes descontentos con el resultado dimitían y constituían una corriente disidente. ¿La causa? La insistencia de Beji Caid Essebsi, presidente de la República, en imponer a su hijo Hafedh como secretario general. ¿El resultado? El grupo parlamentario de Nidé Tunis pierde la mayoría en favor de Ennahda, siempre compacto y disciplinado, mientras que el partido de Essebsi, abandonado incluso por los intelectuales que lo apoyaron contra Marzouki en las últimas elecciones, se parece cada vez más, en composición y espíritu, al RCD del dictador Ben Ali.
La ‘excepción’ tunecina
La ‘excepción’ tunecina tiene muchas excepciones por las que se cuela la vieja normalidad de la dictadura. Si empezamos por la economía, nada ha cambiado respecto de la época de Ben Ali, con una dependencia estricta de la inversión extranjera y del turismo barato y un presupuesto atornillado en torno al pago de la deuda. Según el Comité por la Anulación de la Deuda del Tercer Mundo (CADTM), el 82% de los nuevos créditos concedidos por el Banco Mundial y el FMI se han destinado a pagar los intereses de la deuda contraída por Ben Ali, ilegítima u odiosa, de manera que en los últimos cinco años la deuda externa tunecina se ha duplicado, pasando de 11.500 millones de euros a más de 22.000 millones.
En medio de la crisis global, con el sector turístico paralizado por la amenaza terrorista y la industria del fosfato varada en el marasmo, el sector informal representa el 54% de la economía, el 50% de la misma sigue en poder de un puñado de familias y no han dejado de aumentar la inflación y el paro, que en algunas regiones alcanza el 40% de la población y afecta sobre todo a los más jóvenes. Con estos datos, no puede extrañar que, según el Foro por los Derechos Económicos y Sociales, en 2015 hubiera 4.288 protestas sociales y 498 suicidios o tentativas de suicidio. Ni que, según la organización Homeland, 6.000 jóvenes tunecinos se hayan incorporado a las filas del Estado Islámico en Siria.
Pero es que, en relación con las libertades civiles, se retrocede más que se avanza. La lista es larga: presiones a periodistas, detenciones arbitrarias, retorno de la tortura, excesos en la aplicación y en la gestión del estado de emergencia, uso del artículo 52 del viejo Código Penal para procesar a activistas por consumo de hachís o de la Ley 230 para meter en la cárcel a jóvenes acusados de homosexualidad. Todos estos abusos han sido denunciados por el Observatorio de la Libertad de Prensa, la Liga Tunecina de Derechos Humanos e incluso Amnistía Internacional.
A esto se suma el abandono de los mártires y heridos de la revolución, el desprecio por la Justicia Transicional y sus precarias instituciones, la rehabilitación discreta u oficial (pensemos en el proyecto de ley en favor de la “reconciliación”) de políticos y empresarios del antiguo régimen y, en general, la suspensión de hecho de una Constitución, la más laica y liberal del mundo árabe, que nunca ha llegado a entrar en vigor. La permanente alerta antiterrorista sirve de pretexto para “congelar” las reivindicaciones de 2011 en nombre de la seguridad, tal y como la presidenta de la UTICA (la patronal tunecina), flamante premio Nobel de la Paz, justificaba hace unos días: “Si es necesario ser más severos desde el punto de vista de las libertades para garantizar la seguridad, creo que es necesario escoger esta opción”.
En plena crisis política y económica, con las causas sociales y políticas de la intifada de 2011 aún vivas y a menudo agudizadas, ¿se puede hablar de una “excepción tunecina”? Sí y por tres motivos. El primero, por contraste, tiene que ver con la situación regional, dominada por el caos, la guerra civil y el retorno desnudo de las tiranías y del yihadismo terrorista. Si uno piensa en Libia o en Egipto, o incluso en la Argelia represiva y en transición, y en la fragilidad explosiva de las fronteras, es casi un milagro que Túnez conserve un mínimo de estabilidad y –aún más– una institucionalidad formalmente democrática.
El segundo motivo atañe precisamente a esa institucionalidad. Como bien recuerda Gilbert Naccache, el conocido intelectual de izquierdas encarcelado bajo Bourguiba, la revolución no ha alcanzado sus objetivos pero sí ha introducido dos rupturas en Túnez: una con la lógica del partido único, la otra –inseparable– con la lógica del pensamiento único.
Ruptura histórica
La tercera excepción es, a mi juicio, la más importante, pues marca una ruptura histórica y regional decisiva. Volvamos al principio. En el congreso fundacional de Nidé Tunis hubo muchos indicios de restauración: entre otros la presencia de Caid Essebsi, presidente de la República, al que la Constitución prohíbe cualquier alineamiento partidista. Pero hubo también una presencia “escandalosa”: la de Rachid Ghannouchi, invitado al encuentro, cuyo partido, el islamista Ennahda, mantiene dos ministros en el Gobierno.
Esta alianza entre la derecha laica y la derecha islamista, para muchos contra natura, deja fuera de juego a los sectores más desfavorecidos y a los jóvenes revolucionarios de 2011, pero marca una excepción radical respecto de la lógica de las dictaduras árabes, todas las cuales habían basado y basan su legitimidad (pensemos en Egipto) en la persecución del islam político. Esta coalición (entre los fulul del ancien régime y los islamistas perseguidos por él) es sin duda el modelo que la UE y EE UU querían para la región y el que apoyan en Túnez. Podrá no gustarnos, pero es en realidad una buena noticia. Sin la integración política del islamismo nunca los pueblos de la región podrán liberarse de las dictaduras que dicen combatirlo ni del propio islamismo que se legitima contra ellas. Combatamos la “normalidad” tunecina; cuidemos su “excepción”.
Santiago Alba Rico es escritor y filósofo, experto en el mundo árabe.