El dilema del progresismo
Latinoamérica vive una época muy especial, como todo el mundo sabe. Hemos debido soportar
durante casi 200 años la aplicación rigurosa, sistemática y a menudo brutal de la “Doctrina
Monroe” hasta que, hace no mucho más de una década, los Estados Unidos se vieran obligados
a sacar los ojos (y las garras) del “patio trasero”, forzados por el sinnúmero de desaguisados que
había generado su intervención en otras regiones del mundo, de mayor importancia geopolítica y
económica para ellos.

Gracias a este providencial desinterés imperial, el progresismo ha ido conquistando espacios de
poder hasta hacerse fuerte en la región y desde esa posición impulsar reformas –más decididas o
más tibias, pero reformas al fin- que contradicen en mayor o menor medida el modelo impuesto
desde el norte. Así ha sucedido en Nicaragua, Venezuela, Ecuador, Brasil, Bolivia, Uruguay
y Argentina. Los gobiernos de estos países, cada uno con sus matices y énfasis particulares,
han coincidido en un propósito común: liberarse del dominio ejercido por el capital financiero
internacional. Para costear esos proyectos, han debido renacionalizar parcial o totalmente
sus recursos naturales que, como sabemos, constituyen el botín favorito de los capitales
trasnacionales.

Hace algunas semanas estuvo en Chile el presidente del Ecuador Rafael Correa, presentando su
libro De banana república a no república, en el marco de la XXXII Feria Internacional del Libro
de Santiago, evento en el cual ese país hacía de invitado. En su exposición, Correa explicitó con
claridad las bases de su programa de gobierno y detalló el proceso que llevaron adelante para
sacar al Ecuador desde la situación de “no-república” (de ahí el título de su obra) en la que se
encontraba sumido, a causa de la intervención sostenida del Gran Capital durante las décadas
anteriores. Al final insistió mucho en dejar claro que el factor que hizo posible esta recuperación
fue su acceso al poder; vale decir, esta lucha titánica solo puede ser abordada de poder a poder.
Pocos días después aceptó competir por la reelección.

El enfoque del presidente ecuatoriano tiene lógica porque no parece viable oponerse a una
dictadura universal como es la del dinero si no se puede hacer pie en el poder político local,
por limitado que sea su alcance. Esta ha sido la apuesta de los gobiernos progresistas que se
han instalado en la región y hasta ahora esos proyectos han sabido sortear las dificultades
con inteligencia, aunque bien sostenidos por los enormes recursos económicos que provee la
comercialización de sus materias primas.

El problema se suscita al pensar en su continuidad a futuro. Los precios de los commodities
pueden caer y el descontento ciudadano generalizarse, como está sucediendo hoy en Argentina.
O quizás los líderes actuales no hayan tenido el tiempo suficiente para generar los recambios
correspondientes y entonces tienden a perpetuarse en el poder utilizando resquicios legales
que atentan contra el espíritu democrático. En un contexto social convulso, la reacción
necesariamente va a fortalecerse, puede llegar a desplazar al progresismo del gobierno y desde allí
retrotraer cada una de sus conquistas.

Esta mecánica es conocida desde tiempos inmemoriales. Es tan antigua como el mundo. Tan vieja
como el faraón Amenofis IV: es el síndrome de Akenatón.

Avances y retrocesos
Amenofis (o Amenhotep) IV fue un faraón egipcio que gobernó a mediados del segundo milenio.
Al llegar al poder, Egipto era politeísta y existía una casta sacerdotal poderosísima, que expoliaba
al pueblo y manejaba a sus gobernantes. Amenofis reemplazó el politeísmo tradicional por un
culto monoteísta al dios Atón y desmanteló el enorme poder del clero vinculado al dios Amón,
al tiempo que cambiaba su propio nombre por el de Akenatón (“agradable a Atón”). También
abandonó Tebas e instaló su corte en un nuevo emplazamiento que construyó en el lugar donde
hoy se ubica la ciudad de Tell-el-Amarna.

Todas estas reformas radicales produjeron enormes convulsiones en la sociedad egipcia, no solo
por el rechazo de los sacerdotes tebanos a perder su ascendiente sino también porque el pueblo
egipcio tenía un fuerte vínculo con sus dioses tradicionales, especialmente con Osiris. Al morir
Akenatón, lo sucedió su yerno Tutankamón quien restableció el orden tradicional, devolviendo el
poder al clero y regresando la corte imperial a Tebas. Así, todas las reformas de Akenatón fueron
barridas por el nuevo gobernante hasta casi no dejar rastros y la influencia del clero tebano se hizo
más fuerte que nunca.

Lo cierto es que muchas veces se ha intentado impulsar cambios revolucionarios desde el poder,
de arriba hacia abajo. Pero también es cierto que otras tantas, esos progresos retrocedieron en el
ciclo siguiente hasta una situación tal vez peor que la original. Los ejemplos sobran.

El Chile de hoy es prácticamente un opuesto del proyecto socialista de Salvador Allende, el cual
fue desmantelado por la dictadura militar y reemplazado por un sistema de corte neoliberal a
ultranza. El proyecto marxista de la Unión Soviética duró 70 años, hasta su caída a comienzos de
los 90 cuando fue suplantado por la forma actual de capitalismo salvaje, corrupto y autoritario.
La Unión Europea, celebrada en su momento como un gran avance para la humanidad porque
propuso un tipo de capitalismo solidario y distributivo, hoy se debate asfixiada por enormes
problemas financieros que intenta resolver aplicando las clásicas medidas de ajuste y privatización
propias del enfoque macroeconómico imperante.

Hasta la Iglesia Católica ha sufrido del síndrome de Akenatón. Después del Concilio Vaticano
II convocado por Juan XXIII en 1959 y continuado por Pablo VI, se esperaba una iglesia mucho
más moderna y abierta a los cambios de su época. Sin embargo, el siguiente papa, Juan Pablo
II, se encargó de desconocer ese espíritu renovador, instalando una concepción eclesiástica
ultraconservadora que se mantiene hasta nuestros días y cuyo emblema fue la canonización de
Monseñor Escrivá de Balaguer, fundador y máximo ideólogo del Opus Dei.

Estos avances y retrocesos ponen en evidencia el juego de acciones y reacciones que opera
al intentar transformaciones sociales de fondo, lo cual nos hace considerar si el reformismo
socialdemócrata, acusado de tibio por los revolucionarios, no haya tenido algo de razón al
inclinarse hacia los cambios graduales pero sostenidos en el tiempo. Sin embargo, aunque
podemos coincidir con esta corriente en su rechazo al extremismo, constatamos también su

impotencia cuando debe enfrentar la necesaria modificación de los marcos constitucionales
regulatorios, generalmente ilegítimos, que sustentan a un orden social determinado, lo que
restringe enormemente el alcance de su acción.

La hora de los pueblos

Si bien es entendible la posición de Correa (que muy probablemente coincida con la de otros
líderes progresistas de la región) sobre la necesidad de hacer pie en el poder político, la
experiencia histórica parece demostrar que ese único punto de apoyo no es suficiente para
asegurar cambios duraderos. Tal vez haya llegado la hora de los pueblos.

En las democracias representativas actuales, especialmente en aquellas de corte presidencialista,
la base social tiene un escaso protagonismo. Las dirigencias apelan a la ciudadanía para captar su
apoyo en las elecciones y luego administran el poder que les fue conferido a su soberano antojo.
No existe la iniciativa popular de ley ni la posibilidad de elegir directamente a los candidatos, sin
la tutela de los partidos políticos. Tampoco se dispone de procedimientos para destituir a los
representantes en el caso de que no cumplan sus compromisos electorales ni de mecanismos de
consulta directa sobre materias de importancia capital para el conjunto.

Por otra parte, la figura ficticia del Estado centralizado, que hoy no es más que un instrumento del
gran capital internacional, asfixia a las regiones y provincias porque éstas no cuentan con ningún
medio para canalizar y hacer efectivas sus demandas. En suma, se trata de una democracia formal,
porque el pueblo, que es el origen y fundamento de toda legitimidad política, está cada vez más
lejos del poder.

Si los actuales líderes progresistas latinoamericanos aspiran a sostener sus proyectos de cambios
profundos en el largo plazo, están obligados a generar los medios para involucrar a los pueblos
en dichos procesos, avanzando decididamente hacia una democracia real. Definitivamente, no
basta con comprar su fidelidad provisoriamente, otorgando beneficios de corto alcance que
terminan agotando los recursos fiscales y ponen a los países en una situación de inestabilidad en
extremo peligrosa. Más bien, deberían ocuparse en “vender” mejor sus programas, esclareciendo
a los grandes conjuntos y poniendo en sus manos niveles de soberanía cada vez mayores, de
manera que cuenten con instrumentos efectivos para defender los cambios cuando se produzca la
reacción.

En rigor, este es el único camino: “alfabetizar” políticamente a la ciudadanía sobre los proyectos
en curso utilizando los medios de comunicación masiva; incentivar la organización de las
comunidades; implementar una plataforma tecnológica que permita la consulta directa vinculante
y una participación permanente de la base social.

Seguramente, las nuevas revoluciones surgirán desde abajo…y desde adentro. No se parecerán
en nada a las anteriores porque serán no violentas, amables y divertidas, impulsadas por pueblos
conscientes que se sabrán dueños absolutos de su destino y partícipes de una épica colectiva.
Entonces ya habremos encontrado el antídoto para el síndrome de Akenatón.