¿Existe una alternativa real? Se han perdido demasiadas décadas con el mito de que las democracias liberales darán resultados.

Por Ashish Kothari (Kalpavriksh / Vikalp Sangam)

La elección de Donald Trump como presidente de Estados Unidos ha consolidado lo que parece ser un giro hacia el voto de los ciudadanos a políticos de derechas y autoritarios. Argentina y los países europeos también han virado a la derecha. En otros lugares, líderes políticos que han consolidado un poder considerable, como el ruso Valdimir Putin y el indio Narendra Modi, fueron reelegidos.

Quienes han luchado durante décadas por espacios democráticos y derechos humanos y medioambientales fundamentales se han preguntado: ¿qué está fallando?

Los analistas han propuesto varias razones: el fracaso de los partidos de izquierdas o progresistas a la hora de cumplir sus promesas, el carisma y el poder económico de los «hombres fuertes», una reacción a lo que se considera el esnobismo intelectual de la izquierda, el sentimiento contrario a la legitimidad, el lavado de cerebro masivo a través de mensajes en las redes sociales, incluso sobre el «otro» malvado –como los inmigrantes y los refugiados–, que se basa en creencias racistas, patriarcales o xenófobas ya existentes.

Sin duda, todos o algunos de estos factores han influido. Pero hay otro factor que debe tenerse en cuenta: la tendencia inherente de la política liberal, electoral y partidista a ser antidemocrática.

Lo que se observa no es una distorsión de la llamada democracia, tal como se ha practicado durante las últimas décadas en la mayoría de los países, sino su resultado inevitable, especialmente cuando se combina con otros dos factores: las modernas nociones industriales o capitalistas de desarrollo y progreso que suscitan aspiraciones imposibles de alcanzar, y la educación formal y los medios de comunicación que nos atontan, convirtiéndonos en súbditos voluntariosos y dóciles.

La ilusión de poder elegir

Hay varias características de la política electoral nacional que son relevantes. En primer lugar, que consagra la creencia de que los derechos democráticos consisten en votar o, en el mejor de los casos, «participar» en las decisiones tomadas por burócratas y políticos, y no en abrazar el derecho a tomar decisiones.

Institucionaliza la competencia hostil, reduciendo las campañas al enfrentamiento en lugar de trabajar por un futuro colectivo. La política democrática es susceptible al poder del dinero, así como a las tendencias mayoritarias en las que el número equivale a la fuerza o al derecho.

Una analogía económica puede ayudar.

Como consumidores, nos hacemos la ilusión de que en los supermercados tenemos una enorme capacidad de elección. Pero las numerosas marcas de jabón, cereales, bebidas que se ofrecen son más o menos variaciones de lo mismo, convenciéndonos de que comprar algo cuyo precio es mucho más alto de lo que cuesta producirlo –para permitir beneficios al productor– es en realidad contribuir a nuestra «soberanía de consumo».

Pero, normalmente, en un país como Estados Unidos, cientos de marcas de productos de consumo son fabricadas por un pequeño puñado de empresas. Y lo que es más importante, hay otras formas más justas y sostenibles de producir las mismas cosas: por nosotros mismos o por pequeños productores que utilizan métodos ecológicos.

La «democracia» actual es como un enorme supermercado político. Tenemos en la estantería una gama de partidos políticos que van de la izquierda al centro y a la derecha. Esto da la ilusión de que tenemos una verdadera elección democrática. Pero, como sugiere la experiencia de muchas décadas, se trata de variaciones del mismo tema: un partido o una coalición de partidos es elegido para el poder y procede a concentrar el poder en lugar de empoderar a los ciudadanos, incumple la mayoría de sus promesas electorales y compromete sus ideales en la búsqueda de simplemente mantenerse en el poder.

Foto de Asamblea Legislativa Plurinacional, Bolivia

Algunos partidos de izquierda han sido mejores en la distribución de planes de bienestar –sobre todo en Europa y Sudamérica–, pero hay pocos que hayan creado libertades auténticas y duraderas para sus ciudadanos y ciudadanas. Los que lo han hecho, lo han hecho a costa de los ciudadanos y ciudadanas de otros lugares, lo que explica el siguiente punto.

Prácticamente todos los partidos, cuando han estado en el gobierno, han optado por un «desarrollo» basado en el crecimiento económico. La publicidad agresiva de lo que es una «buena vida», basada en el ideal estadounidense, ha elevado las aspiraciones de la mayoría de la población mundial a alcanzar altos niveles de prosperidad material. Sin embargo, el desarrollo simplemente no puede conseguirlo a la escala necesaria, ya que la desigualdad y el acaparamiento de la mayor parte de la riqueza generada por una minoría forman parte de su ADN.

Allí donde es posible, como en Europa y Estados Unidos, la prosperidad material se ha construido sobre el saqueo y la devastación globales, en la época colonial y en la actual, lo que ha provocado visibles crisis climáticas y de biodiversidad.

La incapacidad de satisfacer aspiraciones desorbitadas, o incluso de producir empleos adecuados en un sistema en el que el afán de lucro sustituye dichos empleos por la automatización, unida a la inflación típicamente elevada a la que son propensas las economías actuales y a los efectos del cambio climático y otras crisis, da lugar a poblaciones muy numerosas e insatisfechas.

Esto puede desembocar en al menos dos resultados: que la gente tome cartas en el asunto para satisfacer sus necesidades básicas, o que busque a otro partido que les libre de su sufrimiento.

Un signo de ello es la visible tendencia global a expulsar al partido en el poder. Apuesto a que después de cuatro años, el público estadounidense volverá al Partido Demócrata (a menos que Trump cumpla milagrosamente sus promesas clave), y en la última parte de esta década veremos algún tipo de retorno de los partidos de izquierda en muchos países (como ha sucedido en el Reino Unido y Francia). Pero es poco probable que esto cambie algo de manera fundamental.

Aquí hay un tercer factor crucial que merece la pena considerar. Los sistemas educativos y de comunicación, desde la época colonial, han atontado a los ciudadanos hasta convertirlos en una masa de súbditos incuestionables incapaces de realizar su propio análisis crítico. En lugar de creer que son los inmigrantes o los refugiados los que quitan puestos de trabajo, o que las minorías religiosas se están reproduciendo a tasas tan altas que pronto se convertirán en mayoría, o que un partido revolucionario de izquierdas cumplirá los ideales socialistas, deberíamos ser capaces de evaluar por nosotros mismos la veracidad de tales afirmaciones.

¿Existen alternativas?

¿Cuál es la alternativa? Hace casi un siglo, Mohandas Gandhi escribió sobre el «swaraj», o autodeterminación, en el que proponía que la verdadera libertad reside en que todas las comunidades puedan tomar decisiones por sí mismas, siendo responsables de la libertad de los demás. Calificó al Estado de «enemigo del pueblo».

El filósofo Karl Marx escribió que el verdadero comunismo es aquel en el que cada comuna se autogobierna y el Estado «se marchita». El activista e ideólogo kurdo Abdullah Ocalan afirmó que uno de los mayores defectos de la vida moderna era el Estado-nación, pues concentra el poder y no permite la verdadera libertad. Propuso como alternativas «la modernidad democrática y el confederalismo».

Muchas corrientes del feminismo (incluida la cosmovisión «jineoloji» de las mujeres kurdas en el centro de la lucha por la libertad del pueblo kurdo) cuestionan la política electoral liberal y consideran que el Estado centralizado es una forma de masculinidad tóxica. Los movimientos por la autodeterminación de los pueblos indígenas, que siguen siendo colonizados por no indígenas en decenas de países, plantean los mismos puntos, añadiendo especialmente la necesidad de trabajar con y dentro de la naturaleza. Puede decirse que muchas de estas ideas y afirmaciones se inscriben en las mejores tradiciones del anarquismo, un concepto gravemente incomprendido.

Hay ejemplos de democracia radical o profunda que florecen incluso en circunstancias adversas: por ejemplo, la región autónoma kurda de Rojava, en el noreste de Siria, o los pueblos indígenas de América Latina, Australia y Canadá, que han conseguido que se les reconozca el derecho a gobernarse a sí mismos. En India, la Maha Gramsabha (federación de asambleas de aldeas) de Korchi (Maharashtra) ha reclamado el control colectivo de bosques y tierras, se ha resistido a la minería y ha reivindicado su papel central en la toma de decisiones.

Mujeres que participan en la gobernanza local. Foto de ONU Mujeres/Gaganjit Singh

Estos movimientos no se limitan a reivindicar un poder político fundamentado, sino que avanzan hacia una vida ecológicamente responsable, economías equitativas y empresas cooperativas, justicia social, identidad y diversidad cultural, educación alternativa, salud comunitaria y representación de todos los sectores de la sociedad, especialmente los históricamente marginados.

Intentan avanzar hacia una visión holística denominada la «Flor de la Transformación», en la que se intenta alcanzar múltiples dimensiones de justicia y equidad que se entrecruzan. El Tejido Global de Alternativas, por ejemplo, espera consolidar la democracia radical de base en una plataforma más global.

Resulta sorprendente que muchos de los llamados movimientos revolucionarios, incluidos los de izquierda, hayan ignorado la práctica, la teoría y el potencial de la democracia radical. Olvidan el significado original de la democracia (demos = pueblo, cracia = gobierno) y siguen centrados en «capturar el Estado», a pesar de las pruebas históricas de la inutilidad de este enfoque si no va acompañado de la capacitación de las personas sobre el terreno para ser sus propios responsables de la toma de decisiones.

De hecho, incluso ignoran la evidencia de miles de años de autoorganización de las comunidades humanas. Como dijo el difunto antropólogo David Graeber: «Los principios básicos del anarquismo –autoorganización, asociación voluntaria, ayuda mutua– existen desde que existe la humanidad».

A menudo tampoco cuestionan el planteamiento de la modernidad industrial, aunque ponen en tela de juicio sus fundamentos capitalistas, y al hacerlo, no interrogan las políticas que han seguido países socialistas como Rusia y China, que implican medidas antidemocráticas y represivas contra sus propias poblaciones a través de prácticas imperialistas de ocupación de tierras y economías de naciones menos poderosas.

Pero muchos de los nuevos movimientos de izquierda están buscando formas más profundas de democracia y nuevas interpretaciones del marxismo que apoyen enfoques ecológicos y feministas. Al hacerlo, harían bien en alinearse con los gandhianos radicales, las ecofeministas, los pueblos indígenas y los movimientos de pequeños campesinos-pescadores, así como con quienes sostienen que otras especies también deben ser participantes fundamentales en la toma de decisiones (en lo que algunas de nosotras hemos llamado «gobernanza terrenal»).

Muchas personas se están dando cuenta de que el Estado-nación, y el modelo de política electoral que lo sustenta, es un callejón sin salida. Dado que estamos inmersos en estos sistemas políticos, debemos seguir luchando por importantes reformas electorales y por reforzar las instituciones independientes del Estado, como el poder judicial, a corto plazo. Pero la visión a más largo plazo tiene que ser el afianzamiento del poder en manos de cada persona y de cada colectivo (humano y no humano) del que forme parte. Se han perdido demasiadas décadas con el mito de que las democracias liberales lo conseguirán.


Ashish Kothari: Sociólogo, activista y ambientalista afincado en la India. Miembro fundador del grupo ecologista indio Kalpavriksh, de la red india Vikalp Sangam y de las redes internacionales Global Tapestry of AlternativesRadical Ecological Democracy y Foro Social Mundial.

Traducido del inglés por Martin Mantxo

El artículo original se puede leer aquí