“Me siento profanada” fue lo que le dije a M hace unos días respecto al lanzamiento de la serie de Netflix sobre Cien Años de Soledad en Buenos Aires. Y no es que yo me crea un templo o ser sagrado, si no que la conversión en marca de esa obra ha contribuido con la exotización del imaginario de “lo colombiano” o “la colombianidad”, frivolidad que repugna y empalaga. Es realmente desastroso y triste que una obra sumamente rica y compleja en términos filosóficos, históricos y hasta políticos, una genialidad que propone otras formas de tiempo y estimula sentidos e imaginarios nuevos, haya devenido en artesanía del Caribe y en lugar común con olor a mango y que justamente por eso, se hayan atrevido, ahora sí, a profanar lo único sagrado en este asunto: la voluntad expresa de alguien, en este caso del autor que siempre rezó, no convertir su novela a versión audiovisual.
Pero este texto no se refiere a la traición al padre por parte de sus hijos ni a una defensa de la voluntad de Gabriel García Márquez, asuntos que, aunque me parecen tremendos, sinceramente no me importan. De lo que se trata esto es de la defensa de la imaginación, de la literatura y puede que hasta del hecho de ser personas lectoras. Se trata en últimas de la rebeldía o puede que, más bien, se trate de la libertad e infinitud, de la soberanía que implica imaginar.
Un libro es mucho más que un simple objeto, crea atmósferas con quien lo lee, vínculos. En la lectura, el imaginario de un lector nunca se repite en otro, es tan íntimo y tan propio como las formas mismas de amar. ¿Qué hace un texto en nosotros? Puede que todo o nada. Pienso entonces que el recuerdo es primo hermano de la imaginación y que suceden de forma quizá muy similar. Quiero decir: ¿a quién no se le ha estremecido el cuerpo leyendo algún texto? ¿A quién, leyendo, no se le han atravesado ideas, recuerdos, imágenes o conclusiones? ¿Se puede vivir sin el movimiento telúrico en el cuerpo de la imaginación, ese revolcón sísmico tan similar al del sexo con amor? No.
Todo eso es lo que permite la literatura y por eso es superior al cine o a toda creación audiovisual. Lo permite porque no impone imágenes, las imágenes son de quien lee, justamente porque se es soberano de esos mundos posibles de la imaginación. Lo audiovisual resta y empobrece, uniforma el imaginario, pero como es algo entretenido, pasa desapercibido aquel tremendo desperdicio. Salvo mucho dinero, no hay nada más que pueda ganarse del paso de un libro a la pantalla. Siempre se pierde, y se pierde lo más valioso de la literatura, al lector.
Me resulta casi inevitable pensar en Cien Años de Soledad en términos bíblicos, pero no porque la considere una obra sacra, sino por su complejidad y completitud que al igual que en la Biblia presenta y propone en su escritura el inicio y el final de un mundo, desde su génesis a su apocalipsis. Empieza por nombrar ese mundo, pasa por guerras, muertes, pestes, nacimientos, inventos, el descubrimiento de la redondez de la tierra, de la desnudez, el sexo y la política, la naturaleza, las bellezas insoportables y el fin. Y tiene, sobre todo, esa preciosa condición bíblica de no explicar lo inexplicable, lo muestra, lo presenta y entonces en el ejercicio de la lectura emergen las imágenes que hacen posible esa historia.
Encuentro lamentable que a las potencias de esa novela las conviertan, entonces, en consignas y propaganda. Ya impusieron desde hace décadas lo que se debía leer en García Márquez, ahora, con lo audiovisual, ocuparán ese imaginario soberano del lector con imágenes e interpretaciones de una obra que tiene, justamente, la capacidad de estimular la historia del mundo que se renueva permanentemente en Macondo. Esa serie es muchas cosas, pero es, sobre todo, la banalización y profanación de la creatividad del autor y de quien lo lee. Cien Años de Soledad es una obra extraordinaria que tiene más de cincuenta millones de copias vendidas, básicamente el número de la población de Colombia, me pregunto entonces, con la millonada invertida en la pésima idea de la serie, ¿Cuántos ejemplares se habrían podido imprimir y cuánto se habría podido hacer para incentivar su lectura en el que es su país de origen y que tiene, además, bajísimos índices de lectura en general?
Asistimos a un presente en el que el predominio de lo visual es insoportable. Pero en el que, además, la imposición de cómo debe verse e interpretar el mundo se unifica y homogeneiza con marcado entusiasmo. Pienso entonces que volver a la lectura resulta cada vez más emancipador y potente, sí, así, como juntar al sexo con el amor, situación imposible de profanar.