10 de diciembre 2024, El Espectador
Es preciso dejar de ser el país de los “ex” y de la tristeza retroactiva.
Algún día dejaremos de decirles excombatientes a los firmantes de paz, y entenderemos que ya no llevan fusiles ni en su alma ni en sus manos; que hoy pintan escuelas, crean leyes, abren caminos y hacen cuanto pueden para pedir perdón y reconstruir confianza. Algún día comprenderemos que unos y otros tuvimos circunstancias y herramientas muy distintas pero que, en el fondo de lo que fuimos antes de equivocarnos tanto, en algo intrínseco nos parecemos… ambos nacimos de una madre y aprendimos a caminar de la mano de alguien; nos ha gustado mirar estrellas, meter goles, jugar con agua, enamorarnos y pintar animales de colores.
Y algún día las víctimas dejarán de serlo, porque entre todos habremos honrado la resistencia y superado el horror, y más que huérfanas serán abuelas, y nada borrará lo que sufrieron, pero ellas y ellos no serán eternamente heridas abiertas; el dolor no puede ser la impronta, ni vamos a permitir que el abuso gane la partida.
Algún día lo primordial no será ser importante sino ser útil, como decía el padre Alirio; y la principal investidura no la dará el ser expresidente ni ex nada, sino haber aprendido a sembrar historias nuevas, donde amar -y no matarse- sea el verbo que más se escriba y más se viva. Historias que puedan llegar a los oídos de Dios, sin que Él se ponga triste ni se arrepienta de la humanidad.
Algún día no nos presentaremos como los sobrevivientes de unas guerras que duraron décadas de sangre, sino como ciudadanos de un país que no resuelve a tiros sus diferencias, ni defiende con odios las democracias, y sabe que la gente ni se compra ni se vende; y no habrá que librar mil batallas ni físicas ni mentales para derrotar la violencia, porque la paz habrá llegado para quedarse, y ya no será una utopía sino un andamio para levantar casas, cultivar campos sin daño, y construir nuevas costumbres.
Y miraremos el atlas de Colombia como lo que es, el país de los dos mares, las tres cordilleras y las dos mil especies de aves. Y en los mapas no marcaremos por dónde transitan las armas y dónde caen los muertos, sino por dónde navegan –libres– los veleros y por dónde juegan los niños que, para entonces, crecerán sin miedo. No habrá que aprender la geografía de la guerra, porque un arte que aún no conocemos nos enseñará sin puntales ni manuales dónde desembocan los ríos sin mercurio, cómo suenan los montes en los que nadie carga un arma, y cómo aran los surcos los campesinos que nacen, viven y mueren en su propia tierra, en sus paredes de adobe y su parcela del retorno, sin que nadie los amenace ni los desplace, ni les quite lo que les pertenece.
Algún día se les preguntará a nuestros gobernantes no cuántos aviones de combate compraron, ni cuántos aplausos o impuestos cobraron. Se les preguntará al final de la jornada cuántas guerras evitaron, y cuántas vidas salvaron; cuántos niños no abandonaron la escuela y cuántos no fueron violentados. Se les preguntará si sus banderas sirvieron para honrar la democracia y para cambiar por libertad la esclavitud de la pobreza; y si mientras estuvo en sus manos, el Estado rompió la tradición de ser el gran ausente en “la tierra del olvido” y el gran incumplidor de promesas de discurso y papel.
Algún día descubriremos que la felicidad no quedaba tan lejos ni la paz era tan imposible; que no tenían razón los pesimistas de oficio, ni los portadores de tóxicas dosis de apocalipsis y fatalismo.
Algún día lo de “cesó la horrible noche” será verdad, y tanto defender la esperanza habrá valido la pena.