Recuerdo. Vuelvo a un momento: después de enterarme de la muerte de mi amiga Silvia caminé muchas calles hasta casa, aturdida bajo una noche de fin de primavera porteña y el imponente olor de los jazmines. El perfume de las flores, que es el perfume de la tierra, desplazó con tal contundencia la presencia de la muerte, que no supe diferenciar por qué lloraba más, si por el final de la vida de mi amiga o por el incontenible olor a jazmín en las calles, aunque con seguridad haya sido por las dos cosas.
No tengo idea si oficialmente es temporada de jazmines en Buenos Aires, pero para mí, lo es. Habito la esperanza porque el primer ramo comprado hace unas semanas, luego de marchitar sus flores, tuvo la estupenda idea de seguir viviendo en los floreros de mi casa. Le han salido hojas nuevas y ha parido unas espléndidas raíces que cada vez exigen con más ímpetu ser puestas en tierra. Todas las mañanas me despierto y corro a revisar si sigue ahí, con esa fragancia y sus tremendas ganas de vivir.
Los jazmines –a pesar de su artículo plural masculino– son regias señoras altaneras porque pueden tener mil apariencias en flores distintas, pero gritan e imponen su aroma inconfundible a metros de distancia. Creo que inevitablemente a todas las personas, algo nos hacen recordar. Entonces vuelvo a mi infancia, al amor y olor de Medellín antes de que esa ciudad, toda, cayera en desgracia. Voy también a la enorme planta de jazmín que conseguí tener hace muchos años y la que regaba mes a mes con la sangre de mi cuerpo. Amé profundamente a ese jazmín porque olía a mí, pero las flores son más listas que los humanos y bien supo marchitarse en el momento exacto en el que predijo mi separación. Transitamos ahora el momento en el que en las esquinas se venden de a seis o de a doce y dependiendo del barrio, cambiará su precio. Pero es, sobre todo, el momento en el que caminando por ahí cualquier día, cualquier tarde, pero sobre todo cualquier noche, el olor a jazmín entra y prende la luz del cuarto más oscuro del alma.
Hace un par de días tropecé con un video en mi computadora, un video en el que Silvia hablaba y sonreía. Estábamos celebrando un cumpleaños. El día del hallazgo mi casa estaba felizmente tomada por el olor de los jazmines y el almanaque del estudio me avisó que se cumplían, exactamente ese día, cuatro años de su muerte. Me pregunto entonces cómo funciona el mecanismo a través del cual recordamos y empiezo a sospechar que quizá haya sido el jazmín de casa con sus raíces, el que buscó ese video y le dio play frente a mis ojos explotados de lágrimas, extrañándola: viéndola en movimiento y escuchándola otra vez. Temblé.
El jazmín de mi florero será plantado en tierra, será cuidado y se convertirá en objeto de todas mis expectativas. Pasará el otoño y el invierno del año próximo, apocado, sobreviviendo. Y entonces vendrá otra primavera con temporada de jazmines anunciando la proximidad del verano, preguntándome que tan leal he sido a los olores que me comandan y me conmueven, qué tan valiente he sido para seguirlos o no y recordándome, también, a Silvia. Pero este no es un texto sobre la muerte o extrañar a nuestros muertos, sobre la amistad o la estúpida idea de que se mueran las mejores amigas. En absoluto.
Se trata del olor de los jazmines y la fragancia de la tierra, la de la desnudez compartida, se trata de los olores que recordamos y conocemos, a los que podemos y queremos volver, que nos insuflan motivos y nos sujetan a esta vida.