Encuentro perturbadoras las vitrinas que dan a la calle y del otro lado muestran cómo bañan, secan y les cortan el pelo a los perros. Casi a diario paso por la que está cerca de casa, sobre la Avenida Corrientes, y me pregunto qué necesidad hay de ello, es decir, de mostrar esa secuencia de hechos. Me inquieta todo lo que hay detrás y pienso en la paradoja nunca ingenua de todo lo que puede tapar algo que se exhibe.

Personas, autos, bondis y abajo el subte. Pasa la vida por un ventanal que del otro lado muestra perros aterrados y humanos que trabajan haciendo periplos para limpiarlos y engalanarlos. ¿En qué momento la ciudad se llenó de esos lugares? O mejor aún ¿en qué momento empezamos a pagar para que bañen a nuestros perros en vitrinas? ¿Por qué no alcanza con simplemente bañarlos sin tener que mostrarlo? Inventar necesidades y vender las soluciones, es el asunto en cuestión. En vidriera ponen a un perro y a un humano, que es quien trabaja. Se exhiben entonces dos seres y toda una cadena de sumisiones. El perro mojado y tembloroso sumiso al humano que trabaja bañándolo y adornándolo, a su vez ese trabajador está sumiso a un patrón que necesita tenerlo y mostrarlo ahí, en esa función y, finalmente, el patrón es sumiso a un sistema y nuevas formas de exhibir los servicios que comercializa. Toda una sucesión de panópticos espectáculos.

No me interesa pensar en la necesidad de mostrar, creo que es más útil pensar en la necesidad de crear la necesidad de mostrar. Y entonces pienso que esos lugares son una perfecta demostración de lo perversos que como especie podemos ser. Cada vez que veo esos animales ahí, me pregunto: si acaso ellos tuvieran consciencia de tal exhibición ¿los humanos igual los someterían a ese espectáculo? Me produce una tremenda incomodidad ajena lo que se muestra. Si los perros fueran conscientes de ello, no tengo duda que hace rato se habrían organizado y cobrado venganza, con toda razón. Así pues, ante la burguesa frivolidad humana, celebro que los perros no sepan de sentimientos de vergüenza. Me resulta aterrador pensar que a uno lo bañen ahí, en una vitrina a ojos del mundo y encima, atado y con bozal. Entonces pienso en cuánto de nuestra profundidad más oculta queda en la superficie de lo que se busca transparentar.

Bañar, cortar el pelo, las uñas y “embellecer” a un ser de otra especie y, además, mostrar y exhibir todo ese proceso. Los animales domésticos son muy útiles a la creencia humana de que la naturaleza nos necesita y que otra especie depende de la nuestra. Nos permiten comportarnos como pequeños y mortales dioses tiranos del antiguo testamento, pero también como dioses más benevolentes y buena onda del nuevo testamento. Al final del día todo responde al paradigma evolucionista con el que se ha construido esta forma de mundo.

La libertad que da el anonimato habita en las grandes ciudades y, sin embargo, hay una aburguesada pulsión de vitrina que nos comanda. Las miradas de los otros penetran en nuestras subjetividades y son las paredes entre las que nos desenvolvemos y a la vez, son los grandes ventanales a través de los cuales exhibimos nuestras tremendas vulnerabilidades, a veces, en la forma de nuestros perros mojados y asustadizos, por ejemplo. Aunque está claro que mostrarse no es lo mismo que dejarse ver.

Pero ¿a quién le importa lo que pueda haber más allá del gesto de mostrar cómo se baña y se adorna a un perro? Con seguridad absolutamente a nadie salvo a mí. Y entonces me pregunto por qué no vemos todo lo que hay para ver a través de esos ventanales en los que pareciera que se muestra todo, y debe ser porque hay cosas que son tan pero tan claras que al final, se hacen transparentes.