Un pasillo de casa reclama hace meses por un espejo, artefacto que en contados días llegará a ocupar ese espacio puntual y no otro, porque los espejos son muchas cosas, pero sobre todo eso, contundentes. Desde niña me obsesionan, por su existencia misma, por su poder y su simpleza al mismo tiempo. Encuentro fascinante observar cómo pasan desapercibidos y se dan por sentados con tanta ligereza.
En esta búsqueda de espejos he vuelto al recuerdo de la época de mi vida en la que tomé la decisión de vivir sin ellos. Durante cinco años lo hice y solamente conservaba uno muy pequeño siempre en la cartera. Lo usaba para asegurarme de que diariamente mi fiel Love that red 725 no saliera de los márgenes de mis labios. De resto, absolutamente todas las cosas de la vida que requieren la devolución de la imagen propia, las viví sin espejos. En esa época me desapegué de ese registro y aprendí en muchos sentidos a ser más práctica.
Miro los espejos con curiosidad y desconfianza. No termino de creerles del todo y como el miedo y la imagen nos preceden como humanos, creo que son una pócima que entretiene y adormece. Pero son un vicio, rico e inevitable. Me gusta pensar en el ritual de comprobación frente al espejo antes de salir de casa. Nos presentamos al mundo con la bendición del dios espejo, nos miramos en él para comprobar que nos sentimos a gusto con nosotros mismos, sin embargo, si el espejo no nos valida, cambiaremos algo en nuestro atuendo, me pregunto entonces si tratar de perfeccionar nuestra imagen no será una manera de negarla. Y una vez fuera de nuestras casas, resulta que todo está lleno de superficies que nos espejan. Los espejos son como las cámaras en la ciudad, están por todo lado, así que, no solo nos vigilan, sino que además nos entretienen con nuestra propia imagen mientras lo hacen.
Somos una especie fascinante y desastrosa. Pienso en los espejos y en su rol fundamental en los telescopios y microscopios, pero también pienso en la perversidad y fealdad más absoluta, sí, los edificios espejados. Y pienso también en la decisión de nuestra especie por la que merecemos la extinción: poner espejos en los techos de los telos.
Caemos rendidos ante la presencia de un espejo. Uno de los gestos corporales que como humanos nos definen es, claramente, el de no resistirnos a la tentación de vernos reflejados. Por donde vayamos, en donde caminemos y estemos, giraremos la cabeza buscando verificación en ellos. Está claro que primero vino el reflejo y luego el espejo, creo entonces que Narciso en vez de convertirse en flor se convirtió en espejo y que habita, feliz, en todas las selfies que tenemos en nuestros teléfonos.
Pienso en el acto de mayor verdad frente al espejo, el de la algarabía de la desnudez. Mi reflejo desnudo y honesto después de la ducha en la mañana es la tabla Excel con el debe y el haber. El espejo profetiza, dice lo que viene. Hace comprender, pero también impone. Es el lugar en el que nos verificamos. Es el terreno en el que nos observamos y en el que al final, sacamos conclusiones. Es un poema pensar en los mecanismos del ojo humano y en los del espejo. Me resulta inquietante que técnicamente lo que nos devuelve se llama “reflexión”.
Mi ego ya tiene hecho el cálculo de los metros de pasarela que tendré para mí misma constatándome en el espejo del pasillo. Me asusta localizar ese altar perverso dentro de casa, pero soy una persona de fe. Cuando nos miramos en los espejos ¿nos vemos o nos imaginamos? Pienso mucho en el marco que tendrá, y es que así de importante son siempre los contextos. Me pregunto qué nos inventamos primero, si los espejos o los espejismos. Recuerdo entonces que confrontarse a uno mismo, a la imagen propia, es el riesgo más grande que hay, después de amar, claro está.