La enfermera me acostó en la camilla y puso un pedazo considerable de algodón con alcohol en mi nariz, contrarrestando el mareo y evitando mi desmayo. Me preguntó con asombro lo que suelen preguntarme en esos contextos: “¿Cómo puede ser que te descompongas de esa manera por una extracción de sangre y tengas el brazo así, todo tatuado?” Entre la impresión que me causan las agujas y mis tatuajes, hay algo en la ecuación que no le cierra a ninguna enfermera. Entre la aguja que rompe, penetra y extrae y la que rompe, lacera y deja tinta, está el todo y lo único: el cuerpo y la experiencia en él.
Todos tenemos un cuerpo y somos ahí, parece ser evidente, pero ser conscientes de su existencia es dejar de ser idea y hacernos carne. El cuerpo es la antropofagia de la liturgia. El receptor de todas las interpretaciones de la vida y de la muerte. La condición humana es, ante todo, corporal. Es el punto de encuentro de todos los tabús. Es inaprehensible y un cimarrón sobreviviente a la escisión que de él hizo Descartes. Habitáculo de dolores y placeres, es mucho más que la miserable ecuación de la modernidad occidental. Conocemos el mundo a través de sus orificios y de su órgano más grande, la piel.
El cuerpo, primer receptáculo de dolor. Es la lanza, pero también es el escudo, es la forma de estar en este mundo, es la materialidad primera e iniciática y es la última y la única también. Intentamos dominarlo, moldearlo y adornarlo por fuera pero absolutamente nada nos mantiene tan humildes como la mescolanza de órganos y vísceras que llevamos dentro. Pizarrón rector de todos nuestros símbolos, es las ideas que lo habitan, la tortura y el placer inconmensurable. El cuerpo es el perdón que le damos y le pedimos en el estadio más vulnerable y maravilloso posible, la desnudez.
El cuerpo no es el mapa, es el territorio. Es lo que cada quien hace con el propio y es todo lo que otros hacen en él. Son las emociones que lo atraviesan, por eso todo el tiempo estoy deseando hacerme más tatuajes, pero nunca estoy deseando que me saquen sangre. Sé que puedo poner el cuerpo en un quirófano, ponerlo como lienzo debajo de una aguja con tinta, y puedo permitir que le extraigan sangre o le metan fármacos, pero atravesarme yo misma con una aguja es algo que definitivamente no me puedo hacer, porque también son cuerpo los primeros límites que experimentamos y puedo soportar incomodidades, puedo darme placer, pero no puedo hacerme doler.
La enfermera me explicó sobre los umbrales de dolor, me trajo un vaso con agua y terminó mostrándome sus tatuajes y contándome sus porqués. Me preguntó por los míos con una preciosa sinceridad honesta y no, con la habitual curiosidad morbosa. Hablamos de los que nos queremos hacer, del dolor y el significado que implica marcarse el cuerpo, bitácora de la vida. Las marcas que portamos y que nos permiten acceder a las memorias.
Mareada en la camilla pensé en este cuerpo pequeño y cicatrizado pero fuerte, cerré los ojos y lo recordé feliz celebrándose en un otro y le agradecí. El cuerpo no es el barco, es el océano mismo, pero al mismo tiempo es el violinista que de pie se entregó a la muerte tocando su instrumento. El cuerpo es todo eso.