Reconozco que encuentro fascinante observar a las personas que observan, sobre todo las que, sentadas, lo hacen a través de la ventana de un bar. A cambio de ojos no tienen signos de admiración, sino interrogantes. Cuánto tiempo tiene que transcurrir en la vida para eso, poder sentarse a verla pasar. Qué tuvo que haber pasado o no, para que esas miradas estén tan desprovistas de asombro. Identifico ahí la mezquindad del tiempo materializada en la postergación de los deseos y, en consecuencia, en la negación de los milagros.

Qué cosa insólita es el tiempo y que timo enorme son los relojes, que en realidad son cronómetros. Les delegamos la vida entera porque llevamos vidas que responden tajantemente a sus convenciones y porque la vida misma, toda ella, la medimos en tiempo, pero el tiempo, impune, no se mide en vida. No niego su existencia, en absoluto. De hecho, podría contabilizar con exactitud cuánto tiempo llevo en este planeta desde que nací hasta este mismo instante, nos ordena y nos clasifica. ¡Vaya si es real! Sin embargo es profundamente ilusorio y nos hace creer que tenemos el control. Cuando esperamos que sea el momento para algo, dejamos que él decida y lo cierto es que nunca es el momento perfecto y adecuado para nada. La vida sucede, las cosas pasan, uno puede tener alarmas y agendas, pero el tiempo no se deja mandar.

Y aun sabiendo que es un eficiente producto del capitalismo, me pregunto igual a quién se le ocurrieron canalladas semánticas como: reloj biológico, edad de jubilación, carrera profesional, uso del tiempo, tiempo de calidad, after office, entre otras patrañas que silenciosamente nos conducen a una obediencia diaria que ni siquiera elegimos. El tiempo es elástico y cambia en función de lo que pasa en la vida ¿Qué significa una semana para el que tiene meses de vida? ¿Qué significa un mes para el que sabe que morirá en menos de un año?

Qué preciado es intentar desmantelarlo, poder desconfiar de él y del cumplimiento implícito de las reglas de conducta simples que supone. El valor de los momentos se da en función de los recuerdos y para que un recuerdo sea tal, requiere de tiempo, necesariamente. ¿Cuántos momentos de esos se buscarán en la memoria cuando se observa la vida pasar a través de la ventana de un bar? Lo que queremos salvar del tiempo puede ser también lo que queremos salvar del olvido.

Al tiempo hay que desafiarlo. Es lo mínimo que podemos hacer para librar algo de valentía y para ello, hacer lo que da miedo o simplemente reconocer las experiencias vitales sublimes que son posibles, en cualquier momento de las veinticuatro horas que delimitan el segmento de un día, esas que no tienen tiempo, momento ni mandato: el sexo y la oración, los únicos desafíos del tiempo, sus únicos verdugos, ahí donde Cronos es vencido por Kairós y se cumplen los milagros postergados.