Cuando la Guerra Fría llegó a su fin en 1991 y el Reloj del Apocalipsis se situaba lo más lejos posible de la medianoche, el mundo suspiró en alivio. Lo que se pensaba era que, en un mundo que ya no era bipolar, ya no habría uso para las armas nucleares, por lo que las superpotencias se desarmarían y todos estaríamos a salvo. Fue un momento de esperanza en el que muchos creyeron que esta baja tensión entre las potencias militares y económicas del mundo conduciría a conversaciones de paz y al desarme nuclear.

Entonces, ¿por qué no se produjo el desarme nuclear cuando cayó el telón de acero? ¿Por qué no murieron las armas nucleares cuando terminó la Guerra Fría, como debería haber ocurrido? ¿Qué hizo falta? ¿En qué se equivocó la comunidad internacional?

En términos sencillos, las armas nucleares se habían convertido en un símbolo de estatus. Tras décadas de propaganda que equiparaba las armas nucleares con poder y prestigio, quienes las poseían habían adquirido un interés en conservarlas. Las armas nucleares se habían convertido en la moneda del poder, y esto no cambió cuando las llamadas superpotencias perdieron su principal razón para amenazarse mutuamente.

Ahora bien, una moneda no tiene un valor fijo, sino que es comúnmente acordado por la sociedad y cambia según las circunstancias. Si comprendemos, por ejemplo, que el dinero es un concepto imaginario, podremos entende esto mejor. Sin duda, el dinero está ligado a muchas cosas materiales, puede proporcionarnos independencia, cobijo, seguridad, salud e incluso puede ayudarnos a evitar la muerte, todas ellas cosas muy reales. La gente vive por él, muere por él e incluso mata por él; sin embargo, el dinero en sí no es algo tangible. Es un concepto, un mito común que mucha gente ha acordado y con el que la mayoría de nosotros tenemos que vivir.

Si uno se perdiera en un bosque y encontrara una bolsa de monedas de oro, esta bolsa serviría de muy poco para ayudarnos a sobrevivir. Sería un fastidio cargar con estos pequeños y pesados cilindros metálicos cuando nuestra principal preocupación es ahorrar nuestra energía para mantenernos con vida. Ningún otro animal, por más inteligente que sea, les dedicaría la más mínima atención. Sin embargo, nos aferramos a ellas porque hemos aprendido que tienen valor y, una vez que encontremos el camino hacia la civilización, nos permitirán hacer muchas cosas. Si se tratara de una bolsa de metal barato, probablemente no nos detendríamos por ellas, pero en el mundo civilizado, esas piezas de oro redondas y planas, lo son todo. Su valor inherente, lo que pueden hacer por nosotros por sí mismas, no es grande, pero su valor dado, lo que hemos decidido que pueden hacer por nosotros, es muy alto. Si entendemos esta diferencia, comprenderemos que el poder de los mitos y las historias no es solo significativo, es absoluto.

Lógicamente, los dueños de las monedas de oro no quieren deshacerse de ellas ni que se devalúen, así que, lógicamente, harán todo lo posible por conservarlas y por mantener alto su valor. Esta es precisamente la razón por la que dejar el desarme nuclear exclusivamente en manos de los Estados poseedores de armas nucleares ha sido una estrategia fallida. Esta es también la razón por la que estos Estados -y sus acólitos-, han hecho todo lo que han podido para detener el tratado de prohibición nuclear en todas sus fases políticas. Suplicarles no ha funcionado y no funcionará.

Ahora bien, los nueve Estados poseedores de armas nucleares no existen de forma aislada. No han llegado a ser así por procesos internos independientes, sino como reflejo de las relaciones internacionales y la dinámica del poder. Su preciado estatus nuclear depende de un sistema global de normas y valores. Al igual que ocurre con el oro, han adquirido armas nucleares porque existe un sistema internacional que hace que sea ventajoso tener armas nucleares. Por lo tanto, los Estados poseedores de armas nucleares no son el problema en sí, sino más bien una manifestación de un problema mayor. Hablando en términos médicos, el “nuclearismo” es una enfermedad generalizada, y los Estados nucleares no son más que un síntoma local de esta enfermedad. Por el contrario, para curar esta enfermedad, como haríamos con cualquier otra, debemos tratar la causa subyacente y no centrarnos únicamente en los síntomas. El tratamiento debe ser sistémico, no localizado.

La abolición requiere estigmatización, no hay forma de evitarlo. Despojar a las armas nucleares del valor que tienen es un paso necesario para deshacerse de ellas. Este es el proceso mediante el cual se han modificado varios comportamientos en la historia de la humanidad -como la esclavitud- y por el que se han abolido otras armas de destrucción masiva. Debido a este tabú, hoy en día ningún país presume de ser una potencia en armas químicas ni de tener armas biológicas en sus doctrinas de seguridad. Lo que era un comportamiento aceptable no hace tanto tiempo es ahora impensable. De la misma forma, podremos deshacernos de las armas nucleares cuando sean condenadas de forma unversal, cuando el estatus nuclear no sea objeto de elogio, sino de desprecio.

La desescalada también requiere estigmatización. Para que los niños dejen de jugar al “más valiente” uno de ellos tiene que ser lo suficientemente maduro como para reconocer que el juego se está tornando peligroso. Este fue el caso de la famosa «marcha atrás de Reagan». Ronald Reagan, que antes era bastante belicoso respecto a su postura sobre las armas nucleares, llegó más tarde a un acuerdo con su adversario soviético, Mijaíl Gorbachov, cuando en la cumbre de Ginebra de 1985 ambos declararon que «una guerra nuclear no se puede ganar y jamás se debe librar». Este cambio de parecer fue producto de una incansable campaña de concienciación sobre el impacto humanitario de las armas nucleares que se filtró por todas las capas de la sociedad. El riesgo era alto, y todo el mundo lo sabía. Al menos en ese entonces.

Sin embargo, faltaba un ingrediente para lograr la eliminación de las armas nucleares. La concienciación del horrible impacto nuclear tenía que ir unida a un cambio normativo. Así es como se consiguió la abolición de las demás armas de destrucción masiva: el impacto humanitario era la razón de peso para la abolición (el «por qué»), y la prohibición era la forma de conseguirla (el «cómo»).  Así pues, se creó un cambio normativo y, poco a poco, la presión jurídica y moral de este cambio normativo se hizo universal y, en última instancia, fue aceptada y seguida por todos,  incluso por los países que no habían firmado los respectivos tratados de prohibición y no estaban jurídicamente obligados a seguirlos (tal fue el caso de Estados Unidos y las minas terrestres y las municiones de racimo).

Pelar la cebolla

El cambio normativo que se produjo con las demás armas de destrucción masiva es actualmente el efecto que persigue el Tratado sobre la Prohibición de las Armas Nucleares (TPAN). Para entender cómo es que funciona esto, es importante comprender cómo se comporta la comunidad internacional en torno a las armas nucleares.

El mundo no es blanco o negro cuando se trata de armas nucleares. No existe un binario entre estados nucleares y no nucleares, sino que cada país tiene su propia relación con estas armas. Como explicó la profesora Treasa Dunworth, catedrática asociada de la Facultad de Derecho de la Universidad de Auckland, en una conversación con Tim Wright, de la ICAN, podemos pensar en situar a los países en una serie de círculos concéntricos según la relación que tengan con las armas nucleares. En el círculo más externo tenemos a los países que no tienen armas nucleares, no mantienen alianzas militares con Estados poseedores de armas nucleares y han optado por prohibirlas en sus territorios, es decir, los países pertenecientes a las 5 zonas libres de armas nucleares pobladas (América Latina y el Caribe, África, Pacífico Sur, Sudeste Asiático y Asia Central). Yendo más hacia adentro, tenemos a los países que no disponen ellos mismos de armas nucleares pero están bajo el llamado «paraguas nuclear» (los Estados de la OTAN, Corea del Sur, Japón y Australia). Los 9 Estados con armas nucleares estarían en el centro, y en el núcleo mismo, EEUU y Rusia.

El efecto político de la estigmatización se extiende en esta dirección, pelando la cebolla del «nuclearismo» capa a capa hasta llegar a su núcleo. Como es comprensible, los países que ya han rechazado y prohibido las armas nucleares a escala local y regional -la capa más externa de la cebolla- han sido los que más rápidamente las han condenado y prohibido a escala mundial. Una vez pelada esta capa, su efecto debilita la dependencia de las armas nucleares de los países de la capa siguiente. Y así sucesivamente.

Despojar a las armas nucleares del valor que tienen es un paso necesario para lograr la abolición nuclear. Estigmatizarlas, convertirlas en tabú, es una estrategia probada; es el proceso por el que se han producido varios cambios de paradigma en la historia de la humanidad. La comunidad internacional podrá deshacerse de las armas nucleares cuando el mundo finalmente acepte ver a los Estados poseedores de armas nucleares no como potencias nucleares, sino como