Lo que está en juego en Venezuela no es el veredicto electoral sino la apropiación por parte de Estados Unidos de las inmensas reservas petroleras y minerales del país y dejar bajo su tutela –la de sus soldados, buques, submarinos, aviones- a las naciones de la cuenca del Caribe, que durante más de 20 años lograron sobrevivir, muchas veces, gracias al apoyo venezolano.
Si Bill Clinton fuera el presidente de EEUU hubiera dejado en claro que “es el petróleo, estúpido”. Pero Estados Unidos no va a conformarse apropiándose tan sólo de los 300 mil barriles del petróleo venezolano, porque también irán por el Presal brasileño, con sus casi 14.000 millones de barriles. Y sin un gobierno nacionalista en Venezuela, las riquezas petroleras del Esequibo y de Guayana caerán también en manos de las trasnacionales estadounidenses, las que, en parte, financian las candidaturas presidenciales de demócratas y republicanos.
¿Qué es lo que revela esta actitud de no reconocer el triunfo chavista? Simple: la eficacia del poder de chantaje de Estados Unidos, que a través de una ofensiva mediática, diplomática y económica sin precedentes logró instalar en el imaginario colectivo la idea de que la re-elección de Nicolás Maduro fue fraudulenta.
La manipulación mediática ha sido eficaz. Desde meses antes del proceso electoral se venía anunciando, denunciando, un fraude en unas elecciones que aún ni siquiera se habían llevado a cabo. En estas guerras de cuarta y quinta generación son los términos usados por analistas y estrategas estadounidenses para describir la última fase de la confrontación en la era tecnológica informática y de las comunicaciones globalizadas, concepto asimilado al de la guerra asimétrica, la guerra antiterrorista y el terrorismo mediático. Las balas (o misiles) son sustituidos por consignas mediáticas destinadas a destruir el pensamiento reflexivo.
El embuste (también llamado “fake” en inglés) no es otra cosa que una muestra más del poder de la propaganda elaborada por las usinas de mentiras que anunciaban irresponsablemente un fraude con la misma irresponsabilidad e impunidad con la que antes afirmaron que había armas de destrucción masiva en Irak. Desgraciadamente, los gobiernos latinoamericanos parecen impotentes para neutralizar la extorsión diseñada en Washington y ejecutada por centenares de medios y machacada por miles de lenguaraces que vociferan a coro la misma melodía: ¡hubo fraude, muestren las actas!
Venezuela ha desplegado durante dos décadas una intensa diplomacia petrolera en el Caribe, que benefició a los pueblos de la cuenca. A pesar de las diferencias históricas y culturales y la percepción de este país como un «subimperialismo» regional, su presencia se acrecentó desde la llegada al gobierno de Hugo Chávez. Iniciativas como Petrocaribe y acuerdos especiales con algunos países, le permitieron a muchas naciones a sobrevivir, y -sí- a Chávez a ganar protagonismo en el área. Hoy esos países parecen hacer mutis por el foro.
Se habla de fraude… pero ¿cuándo se demostró que ganara la oposición? Una semana atrás, la derecha tuvo ocasión de mostrar las actas que demostraban su triunfo ante la Sala Electoral del Tribunal Superior Constitucional, pero sus delegados se abstuvieron de mostrar prueba alguna., tras reconocer que no tienen actas de escrutinio de los testigos de las mesas, ni listados de testigos.
Y también aseguraron desconocer quién o quienes realizaron la carga de la información de las presuntas actas de escrutinio en la página web de la organización Súmate, que dirige María Corina Machado, que le otorgaban la victoria a Edmundo González.
¿Qué significa el reclamo desde el exterior de que el gobierno muestren las actas, más allá de injerencismo en los asuntos internos de otro país? Ni a Jair Bolsonaro se le ocurrió que Lula da Silva mostrara las actas de su triunfo en 2022, ni a Joe Biden exigirlas. Bueno, hubieran pasado un papelón porque en el sistema electoral de Brasil esas actas no existen y sólo hay un comprobante del resultado que exhiben las máquinas de votación, que nadie ha dudado que puedan ser hackeadas.
Los «demócratas» que hoy le exigen al Consejo Electoral de Venezuela (CNE) demostración de actas y votos son quienes reconocieron en 2019 al autoproclamado Juan Guaidó como presidente del país en menos de 24 horas, sin votos, sin actas, sin elecciones, pero con el respaldo del gobierno de Estados Unidos y la complicidad de los europeos. Ahora dan crédito a la oposición encarnada por María Corina Machado que asevera que ganó su candidato, Edmundo González, por amplia mayoría.
La historia vuelve a repetirse: antes de los comicios denunciaron que habría un fraude –evidencia que sabían que iban a perder-, desconocieron el resultado, generaron hechos de violencia, en nombre de qué democracia.
No se trata de comparar a Nicolás Maduro y sus bigotones y la figura de Hugo Chávez. Los memoriosos recuerdan la formación, en 2002, después del frustrado golpe de Estado de un grupo parlamentario venezolano-estadounidense, llamado Grupo de Boston, encabezado por el demócrata John Kerry (secretario de Estado hasta 2017) y el chavista Nicolás Maduro, en ese entonces presidente de la Asamblea Nacional. La mitad de los miembros venezolanos eran diputados opositores. El grupo fue financiado por la Organización de Estados Americanos (OEA). El Grupo de Boston se deshizo con la retirada de los diputados de la oposición de las elecciones parlamentarias de 2005.
A veces uno se sorprende, pero le reclaman por escrito a las Fuerzas Armadas Venezolanas que hagan un golpe de Estado contra el gobierno constitucional. Además de cometer un delito, hacen el ridículo: ignoran la solidez del modelo de unión cívico-militar en Venezuela, cuyos mandos militares son leales seguidores del lema de Bolívar «Maldito el soldado que levante un arma contra su pueblo».
Sin la crisis civilizatoria, que ha puesto valores y principios patas para arriba -el mundo asiste inerme a un genocidio filmado en tiempo real-, y la desaparición de la faz de la tierra del Derecho Internacional, sería imposible comprender por qué casi todo Occidente está reclamando en diversos tonos a un gobierno soberano que demuestre con documentos respaldatorios que ha ganado las elecciones, señala Alicia Castro, ex embajadora argentina en Venezuela.
No recuerdo que algún país de América Latina pretendiera establecer condiciones para regular en detalle las elecciones en el parlamento alemán o para elegir el gobierno de España, pero –entre otros- esos países se arrogan facultades de injerencia directa para tutelar las cuestiones internas de la política venezolana.
Obviamente se trata del petróleo. La oposición de derecha, de la mano de EEUU, quiere que la tortilla se vuelva y regresar a la vieja república. Quieren cambiar al gobierno elegido por voto popular, están dispuestos a intervenir militarmente y, realmente, el petróleo venezolano les queda más a mano que el de Medio Oriente y tratan de apropiarse de él (vía María Corina Machado y Edmundo González) sin necesidad de un genocidio como en Gaza.
Son quienes representan a la oposición, con un plan de gobierno diseñado para la entrega de las riquezas del país a las grandes trasnacionales estadounidenses (y alguna europea, para que no se enojen), muy similar al de otro ultraderechista como Javier Milei.
Las intervenciones militares de los Estados Unidos son precedidas por una serie de acciones. En este caso el linchamiento mediático, bloqueos y 900 sanciones para crear desabastecimiento y fogonear el descontento social; secuestro de divisas, actos de violencia organizada; instalación de un gobierno paralelo. En medio del caos provocado, justifican la intervención militar: en lo posible con militares venezolanos.
En este escenario de gran fragilidad, contribuir a erosionar a Venezuela es irresponsable. Es el paso que favorece un golpe. María Corina Machado le dirigió una carta a Benjamín Netanyahu pidiéndole su intervención en Venezuela, basada en la «responsabilidad de proteger» los Derechos Humanos. Este es el argumento introducido por los EEUU para justificar la invasión a Libia. De Ripley: aunque usted no lo crea…
Venezuela está, nuevamente, bajo asedio. Y no es la primera vez. Desde el golpe de Estado perpetrado contra Hugo Chávez en 2002, hace más de 22 años, no han cesado los intentos de golpe, intento (por suerte frustrado) de magnicidio, sabotaje, desabastecimiento, acciones de violencia organizada, guarimbas, creación del Grupo de Lima, el acoso del secretario general de la OEA.