En todos los meses de este año, los partidos políticos han tenido como principal afán el logro de acuerdos y pactos electorales para enfrentar las elecciones de gobernadores, alcaldes y concejales de octubre próximo. Lo mismo en el oficialismo como en la oposición, derechas e izquierdas se han volcado a una ingeniería cupular destinada a definir candidatos que compitan por los atractivos cargos públicos de un país en que la administración del Estado parece ser mucho más lucrativa que los emprendimientos privados en cualquier rama de la actividad.

Ya sabemos que el llamado “servicio público” depara en Chile sueldos mucho más abultados que los de la mayoría de los gerentes de empresas privadas. Así como constituye una suculenta oportunidad jubilarse como ministro, parlamentario y, ni qué decir, presidente de la República, cuyos estipendios vitalicios pueden alcanzar cifras fácilmente unas cuarenta veces por encima de las pensiones que recibe la amplia mayoría del sector pasivo. Nada más que por gobernar cuatro años, a cualquier edad o cualquiera haya sido su trayectoria laboral anterior.

La verdad es que militar en los partidos puede ser muy ventajoso para aquel diez por ciento de la población que se identifica con uno de estos, cualquiera sea su orientación. Mucho más que obtener un cartón universitario, desde luego.  Los partidos más grandes necesitan tener como parásitas a las más insignificantes colectividades, cuyas exiguas militancias pueden ser constatadas en las estadísticas del propio Servicio Electoral, institución que debe velar por el más amplio y correcto ejercicio ciudadano, así como por las buenas prácticas de las instituciones que los postulan.

Aunque se manifiesten algunas discrepancias, en general todos los partidos chilenos hoy prefieren que el sufragio sea obligatorio y se castigue con multas la abstención. Todos nos acordamos lo bochornosa que fue la escuálida concurrencia de votantes en algunos comicios en que no existía tal obligatoriedad, con lo que se llegó a poner en duda, incluso, la vocación democrática de nuestra nación. Al igual que la legitimidad de quienes asumieron los más altos cargos del Estado.

Pero los acuerdos o “arreglines” políticos siempre terminan nublando la posibilidad de los ciudadanos de elegir libremente a sus más genuinos representantes. Por sobre cualquier otro propósito, los pactos electorales suponen la compleja tarea de satisfacer las pretensiones partidarias. Considerando que siempre se hace necesario acotar el número de competidores, de tal manera de evitar que los votos se “dispersen” en beneficio de los adversarios.

De esta forma es que en la competencia comunal y distrital los electores quedan muy forzados a optar por los candidatos convenidos por las dirigencias políticas. De tal manera que hay lugares en solo compiten algunos partidos y se excluye a otros del amplio espectro de expresiones oficialistas y opositoras. Tal es así, que la pugna socialista, comunista y frenteamplista, dentro de los partidarios del Gobierno, ha sido feroz por copar los cupos correspondientes al tamaño variable de los cargos dispuestos por los múltiples distritos y comunas del país. Por lo que finalmente quedan las migajas electorales para los demás integrantes de la alianza. Poco vale en este proceso la consistencia política y el arraigo popular de los postulantes; así como ya es una excepción encontrar candidatos surgidos de elecciones primarias.

Es evidente que muchos partidos hacen cuestión de formar parte de una alianza si no se le garantiza un número suficiente de candidatos. De esta forma es cómo pudimos comprobar un buen número de postulantes que saltaron de un partido a otro para encontrar sitio electoral. Así como hay otros que después de elegidos cambian de tienda o son acogidos por sus antiguas militancias como verdaderos hijos pródigos.

En la derecha ya quedó en evidencia la dificultad de armar un solo referente electoral, con lo cual los dos partidos más gravitantes poco o ningún espacio les dejaron a aquellas fuerzas “emergentes” que rompieron con el Gobierno de Boric, la Democracia Cristiana y otras expresiones el pasado, como el Partido Radical. Cuyo número de adherentes es tan incierto, ahora, como su perfil ideológico. Hay entidades que solo siguen existiendo gracias a mantener con uno, dos o tres parlamentarios, cuyos votos resultan muy apetecidos por las grandes coaliciones si se considera el empate político que tiene prácticamente paralizado nuestro Poder Legislativo.

Hay que agregar que en los dos amplios pactos electorales existen enormes disensos entre los partidos y dirigentes que los integran. En este sentido, comunistas y republicanos, en los extremos de los grandes referentes, resultan ser muy incómodos para quienes se obligan a entenderse electoralmente, gobernar y legislar.

Muy poca afinidad se puede comprobar entre el Jefe del Estado y el Partido que sigue proclamando como afin a la revolución chavista, cubana e, incluso, nicaragüense. En la oposición, de esta forma, también es evidente a enorme tensión que todavía se manifiesta entre el pinochetismo y aquellos que buscan sacudirse del pasado, renegando de su común origen bajo la Dictadura.

Asimismo, son poquísimos los independientes que logran postular en cada comuna o región, cuando millones de ciudadanos están tan compelidos, así, a optar por los candidatos a alcaldes concejales y gobernadores postulados por los dos grandes pactos, en la inexistencia de un tercero o un cuarto que pudiera alterar la estabilidad del andamiaje que sostiene a la casta política chilena. En que tanto derechistas e izquierdistas se enfrentan solo semánticamente en el Poder Legislativo y por la prensa, pero defienden de consuno el orden político, económico y social vigente. Ejerciendo disciplinadamente lo que llaman la “amistad cívica”, para repartirse y cuotearse los cargos fiscales.

No en vano, en los próximos comicios tendremos más de veinte partidos en competencia y muy pocos se atreverían de nuevo a distinguir sus diferencias ideológicas, más allá de comprobar sus compartidos apetitos de poder. A pesar de todo, en esta oportunidad los acuerdos no alcanzaron a poner a todos los díscolos bajo control, por lo que se podrían haber algunas leves sorpresas al momento de los escrutinios. La “ingeniería electoral” se hace cada vez más ardua.

Para el logro de una nueva “fiesta de la democracia” la política logró uniformar al Gobierno y el Parlamento en la necesidad de reiterar la obligatoriedad del voto, para lo cual es necesario que los que no concurran a sufragar sean castigados con una multa, así sean extranjeros. La clase política no puede arriesgarse a que se repitan esas altas abstenciones que hace algunos años pusieron tan en duda nuestra pretendida solidez democrática.