La vida nos enfrenta a momentos decisivos, en que se configura nuestro modo de habitar el mundo y nuestra capacidad de ser quienes verdaderamente somos. También existe la posibilidad de evadir las oportunidades que nos da la vida de decidir qué tipo de persona queremos ser, negarnos a cambiar el rumbo de nuestra historia, o ser simples espectadores de una suerte de destino inevitable.
El desenlace de esos momentos cruciales, definen nuestro carácter y dejan al descubierto la grandeza o pequeñez de aquello que nos constituye. En el caso del pueblo mapuche, podemos escasamente limitarnos a contar las gestas de nuestros ancestros, ensalzar aquella valentía que los transformó en leyenda, o repetir con desapego, aquello que ellos dijeron. Sin embargo, quienes heredamos esta historia digna y valiente, tenemos el deber profundo de emular lo que ellos hicieron, perfeccionando en el presente las luchas de aquellos que derramaron su sangre por defender lo que les pertenecía y por proclamar su modo de entender la vida.
Si ellos dieron ese ejemplo, no fue para ser derrotados. De hecho, sus testimonios son un mandato, un legado. Esa gesta desarrollada a lo largo de cientos de años se transforma en nuestro horizonte de interpretación de la realidad que hoy nos toca vivir o sufrir. En nuestra sangre llevamos inscrito a fuego el principio de “nada es imposible para el que cree en la libertad y en la justicia”. No existe un poder lo suficientemente grande o una traición demasiado oprobiosa, que sea capaz de vencer nuestras convicciones. Ese credo resuena desde Lautaro hasta hoy día, y con esa misma fuerza de más de 500 años, les digo: Es posible vencer!, pero no solo es posible, es necesario. Las nuevas generaciones no se merecen nuestro fracaso.
Los dolores de la pobreza, la segregación sistemática, la aniquilación programada y las injusticias reiteradas, no serán las causas de nuestra claudicación. Rendirse sería traición a una memoria que se transforma en una responsabilidad.
Digo todo esto desde mi cautiverio, al que me somete un sistema que estimo discriminatorio.
Hablo desde el escenario más cruel y marginal de Chile. Soy relegado a la condena previa, sin poder acogerme a la presunción de inocencia y recibiendo el castigo de esa casta política a la que me he enfrentado siempre. Es cierto, pago el costo de errores propios, de confiar en personas incorrectas, pero también de aquellos que siempre me vieron como una amenaza y para quienes me transformé en un personaje incómodo y hasta peligroso. Quienes han vivido de las garantías de un sistema económico inhumano y capaz de entender a las personas como simples bienes de consumo.
Aquellos que hoy se regocijan de mi condición actual, creyendo haberme silenciado y destruido. A ellos les informo que estoy aquí, confiando en una justicia que tarda pero llega. Lejos de haberme derrotado, han logrado hacerme más fuerte.
También pago el costo de haber decidido integrarme al sistema democrático, de haber utilizado las armas de la paz y el entendimiento y de perseguir los principios del bien común y el buen vivir.
Nada de lo que vivo me hará cambiar de posición, más bien reafirman aquello que me ha movido desde que nací en Purén Indómito, junto a mi pueblo y mis hermanos y hermanas.
Lo que he logrado en este tiempo difícil para mi familia y para mí, es la firme convicción de la necesidad de fijar un nuevo rumbo hacia un concepto distinto de política, en la que aquellos que nunca han sido llamados a decidir su futuro, hoy lo hagan. Se trata de una buena política, en la que sepamos convivir con nuestras diferencias y construyamos un país en el que nadie sobre y donde nos reconozcamos como lo que realmente somos: mestizos que construimos la mayoría social y la fuerza que mueve a todo un pueblo.
Aquí está el verdadero desafío de Chile, porque una casa dividida no prosperará. La unidad de los pueblos que conviven en este territorio requiere el reconocimiento de esa identidad rica en diversidad. Hoy nos dividimos según quienes se sienten dueños de la verdad y aquellos otros que resultan oprimidos por quienes controlan el poder, las decisiones y la riqueza.
No, no podemos seguir esperando. Quienes hemos despertado de esta pesadilla, debemos encender la antorcha de esperanza, para que nadie nos robe el presente y el futuro. Nuestro compromiso es destruir las cadenas de desigualdad, hasta que llegue el día en que no seamos juzgados por nuestro origen racial, color de piel, condición social y económica o la forma de pensar.
No, no podemos seguir esperando. No es tolerable que los niños de la periferia de las grandes ciudades vivan en una isla de miseria, inmersos en un mar de oportunidades que se les niega.
No, no podemos seguir esperando, mientras nuestros abuelos son condenados a una pensión de miseria, después de haber dado toda su vida por su país.
No, señores y señoras de la élite, no podemos seguir esperando, mientras encarcelan a inocentes y premian a los causantes de nuestros dramas.
Asumo el sacrificio que me toca, para seguir proclamando estas certezas que se esconden o disfrazan. Estoy aquí para decir que no han logrado destruirme, porque simplemente la verdad terminara imponiéndose.