Artista polifacética, forma parte de ese grupo de personalidades desconocidas que, sin saber muy bien porqué, la historia margina y la sociedad olvida.

Nació en Bogotá el 9 de julio de 1919, se marchó de Colombia muy joven y durante los siguientes casi treinta años vivió en diez países distintos hasta establecerse en Francia en la década de 1960. Falleció en Burdeos (Francia) el 12 de julio de 2003.

No es fácil ser poeta en su tierra, y más siendo una mujer que no se ajustaba a los cánones establecidos. Emma Reyes fue una autora tan inclasificable, para lo bueno y para lo menos bueno, que se podría decir que pintaba sus textos y escribía sus pinturas.

Ambas producciones permanecieron, pese a su relevancia, casi en el anonimato hasta que la publicación de sus vivencias, plasmadas en forma de libro con parte de sus cartas manuscritas, las sacó del fondo de la buhardilla de la memoria y las expuso públicamente.

En Memoria por Correspondencia se recogen las cartas que Reyes le envió a su amigo Germán Arciniegas, y que, cumpliendo con sus deseos, se deberían publicar de manera póstuma. El libro es una curiosa autobiografía de la autora en formato epistolar con la que el mundo, y su país, supieron de esta artista indefinible. El texto, en su primera edición, fue declarado «libro del año en Colombia» en 2012. Casi desconocida hasta ese momento, incluso en su propio país, fue esta publicación la que hizo que se empezase a hablar de su obra, al menos de la escrita.

Parece que de sus pinturas se sabe algo menos, pese al archivo existente en la colección de arte del Banco de la República y a numerosas exposiciones[1], algunas en Colombia como “Máscaras” en el Museo de Arte Moderno La Tertulia de Cali o la última en 2015 en la Casa Cano de Bogotá, y a que de sus obras se han escrito cosas como estas:

“Emma Reyes es la novedad de esta semana en la Galería Kléber. Desconocida hasta ayer, será mañana uno de los grandes descubrimientos de estos últimos años” (reseña de Marcel Spion en Le Monde, París 1949, con motivo de su primera exposición).
“Ha logrado conjugar todo el modernismo, desde Gauguin hasta Picasso, con el arte precolombino sin pasar por el humanismo occidental del Renacimiento como lo ha hecho la cultura europea estos últimos decenios” (Alberto Moravia, Corriere della Sera, 1956).
“Una pintura profunda, no un simple desfile de formas y colores: una pintura sabia y plena del verdadero soplo de lo universal” (Max Aub, México 1959).
“En la pintura de Emma Reyes el trópico gime y brilla. Frente a la exuberancia del paisaje vegetal el paisaje humano grita a media voz” (Manuel Mejía Vallejo).
Su obra literaria póstuma, considerada por muchos como “el nuevo clásico de la literatura colombiana”, la conforman veintitrés cartas escritas entre 1969 y 1997 dirigidas a su amigo, el diplomático y ´agitador intelectual` Germán Arciniegas, en las que narra sus propias vicisitudes y que “articulan magistralmente un relato personal que evoca el contexto del altiplano cundiboyacence [región de Colombia compartida por los departamentos de Cundinamarca y Boyacá] en la tercera década del siglo XX”.

Con motivo del centenario de su nacimiento, en 2019 se publicó en Bogotá una edición conmemorativa (Laguna Libros y Fundación Arte Vivo Otero Herrera), con prólogo de Carolina Sanín, en la que, además, se recogen algunos de los dibujos que la autora mandó durante años a la familia Arciniegas y una reproducción facsímil de la primera de sus cartas. La prologuista destaca su interés por “el abrigo que proporciona la carta -dirigida a un destinatario individual [Arciniegas], a un lector conocido y querido- para que la memoria anterior a la memoria -la escritura de la desnudez- pueda surgir, extenderse, inventarse, encontrarse y comunicarse; me interesa cómo el oído del amigo se impone sobre los ojos imaginarios de los lectores inciertos -y también cómo al fin estos ojos (los de la lectora) se sobreponen a aquel oído-”.

Diecinueve de esas cartas, adquiridas por el Banco de la República, reposan en la Biblioteca Luis Ángel Arango. La primera de ellas está fechada el 28 de abril de 1969 en París, día del final del segundo mandato presidencial del general De Gaulle que sirve de excusa a Reyes para narrar una de sus historias de la infancia alrededor de un muñeco de barro, el general Rebollo, al que veneraban ella y sus amigos del barrio san Cristóbal de Bogotá. La última es desde Burdeos en 1997, sin más detalle de fecha, y en ella la autora cuenta como se escapa del convento, tras una mala experiencia con el “cura guapo”, español para más señas, que las visitaba, “con el miedo como si me fuera a caer en un hueco” y respira “un aire que no olía a convento” y se pone “en marcha hacia el mundo”, en el que lo primero que observa es que “en la calle no había nadie, solo dos perros flacos y uno le estaba oliendo el culo al otro”.

En el artículo de Diego Garzón “¿Qué pasó con Emma Reyes?”, publicado en la revista Soho e incluido en la edición española de Memoria por correspondencia (Libros del Asteroide, 2015) se puede leer lo que el artista Luis Caballero escribió de ella: “Su enorme personalidad impide que se vea su obra para desventura de quienes aman la pintura. La leyenda de Emma se ha elaborado a partir de su propia vida a pesar de su obra; es por eso tal vez que su obra es ignorada”. Y también lo que la propia autora decía de su arte: “Es verdad que mi pintura son gritos sin corrientes de aire. Mis monstruos salen de la mano y son hombres y dioses o animales o mitad de todo. Luis Caballero dice que yo no pinto mis cuadros: que los escribo”.

En este mes de 2024, en el que celebraría su 105 cumpleaños y se cumplen 21 desde su marcha, le dedicamos este recuerdo como una pequeña contribución a recuperar su memoria, la de la escritora y la de la pintora, del diván del olvido. Emma Reyes fue una artista que se empeñó en que se la reconociese más por su trabajo -“el motivo de mi paleta es el ser humano. El paisaje se encuentra dentro del ser humano. Y por eso el hombre tiene el color del paisaje, el paisaje de mi país, el colorido fuerte del trópico”-, que por la triste y dura infancia que relata en sus cartas.

[1] Según los archivos de las hemerotecas, la artista, entre 1949 y 1993, participó en alrededor de una docena de exposiciones colectivas y fue protagonista de más de cuarenta exposiciones individuales.