Días atrás, el Colegio de Periodistas de Chile reaccionó airadamente por la entrevista que el rector y columnista Carlos Peña le hiciera al ex presidente del gobierno español, Felipe González. En realidad, lo publicado no fue propiamente una entrevista periodística sino, más bien, una amena conversación entre dos interlocutores que piensan muy parecido en política.

Sin embargo, la entidad gremial protestó por la imprudencia del Rector y del diario El Mercurio al reproducir artículos cuya elaboración debiera corresponderle nada más que a los periodistas titulados, abogando por limitar la participación en los medios de personas que, aunque tengan méritos intelectuales, no debieran asumir tareas o estilos reservados solo a los licenciados o egresados de la Escuelas de Periodismo.

Curiosa reacción corporativa en un país en que el ejercicio del periodismo no está muy regulado y en que los medios de comunicación muestran escasa consideración por la dignidad de los profesionales de la prensa. Se trata de una vieja discusión que fuera muy intensa cuando surgieron las primeras escuelas de periodismo, cuyas nóminas docentes estarían constituidas por los propios periodistas “empíricos”, preocupados de que quienes los sucedieran fueran profesionales lo más capacitados posible para cumplir con un oficio cada vez más complejo y cambiante. Por lo que sería necesario elevar a disciplina universitaria la formación de redactores, reporteros y comunicadores sociales en general.

Con el tiempo, y como muchos sabemos, a las primeras carreras se sumaron más de un cincuentena de escuelas e institutos, debido al curioso y sostenido interés  por ejercer este oficio y, muy especialmente, por lo barato que les resultaba a las universidades financiar entidades académicas en que el pizarrón era el principal medio para ejercer la docencia.

A poco andar se temió que los egresados de estas serían demasiados y que el campo ocupacional y los ingresos de los periodistas necesariamente se empobrecerían. Lo que realmente ocurrió y se comprueba con la enorme cantidad de periodistas con cartón o diploma universitario dedicados a las más disímiles tareas. Muy reñidas, tantas veces, con los nobles propósitos de una actividad que tiene por misión contribuir al entendimiento y progreso de los pueblos e, incluso, como se proclamara, ser “voz de los sin voz”.

Actualmente, donde más periodistas encontramos es en los partidos políticos, ministerios y oficinas parlamentarias, municipalidades y empresas privadas. Todos cumpliendo misiones proselitistas o publicitarias de apoyo a jefes que para nada o muy poco consideran la dignidad e independencia profesional. No hay político que se aprecie de tal sin secretarios de prensa y toda suerte de plumarios al servicio de su incondicional y mal remunerado servicio. Hoy en día, muchas veces prevalece la estampa física de las periodistas por encima de su capacidad intelectual a la hora de convertirse en asesoras de prensa. Como es cuestión de observarlas en el Congreso Nacional, en las sociedades anónimas y encaramadas con sus jefes a los automóviles oficiales.

En nuestro país, luego de las denodadas del Colegio de Periodistas por romper los bloqueos informativos impuestos por la Dictadura, tenemos ahora una asociación profesional en la que no participa ni el 20 por ciento de todos los titulados y en que corrientemente algunos de sus dirigentes nunca han llegado a ejercer la profesión, haciendo de su desempeño gremial su afán principal. Por lo general, sometidos a sus partidos políticos que, en su voracidad buscan que militantes suyos también copen estos espacios de cada vez menor importancia en el país. Tal como le ocurre, también, a las órdenes gremiales de los médicos, abogados y otros profesionales.

Más de seis décadas cumplidas en la tarea de las universidades por formar periodistas, de verdad es difícil encontrar profesionales de la envergadura de Luis Hernández Parker, Tito Mund, Julio Martínez, Andrés Sabella, Ricardo Boizard, Lenka Franulic, Mario Planet, Raquel Correa, Andrés Aburto y tantos otros que, además de hacer periodismo, dedicaran mucho tiempo a educar a las nuevas generaciones. Lo mismo ocurre a nivel mundial, donde el nombre de un Ryszard Kapuscinski resulta hasta ahora inalcanzable en su trayectoria reporteril, cultura general y solidez ética.

No tuvieron que cursar periodismo escritores como Gabriel Mistral, Gabriel García Márquez,  Volodia Teiltelboim, Osvaldo Soriano,  entre tantos otros que nos han legado las mejores páginas de la crónica periodística regional y nacional. En un tiempo, por supuesto, que la pluma de las mujeres no se hacía tan plena como ahora en la literatura los medios de comunicación social.

Multiplicadas por doquier, las escuelas de periodismo fueron renunciando a la idea original de formar profesionales cultos e interesados por todo el acontecer humano. Y, en esto de ahorrar recursos, fueron acotando las cátedras de historia, economía, ciencia, filosofía y otras disciplinas fundamentales en la formación cultural. Los programas de estudio se llenaron de asignaturas destinadas solo capacitar mecánicamente a los futuros periodistas, acabando, incluso, con los rigurosos ramos de redacción que nos enseñaban a cultivar nuestro idioma para asegurarnos nuestra más apropiada y eficaz comunicación. Claro; la ética profesional se sigue proclamando en los discursos inaugurales de las escuelas de periodismo, pero no se atiende sistemáticamente en muchas de sus aulas. Así como los grandes fenómenos históricos y de la actualidad les quedan cada día más distantes a los nuevos profesionales de la prensa.

El resultado de todo esto se puede apreciar especialmente en los canales de televisión, donde la ignorancia de sus reporteros, la pobreza de su vocabulario y su insolvencia moral se expresan continuamente. Todo lo cual resulta en esos monocordes noticiarios, en los llamados “rostros” que dicen casi todos lo mismo y a la misma hora. Sometidos, casi completo, a las pautas de los medios extranjeros o a la visión de sus mediáticos y sesgados especialistas u opinólogos.

En el nutrido informe de sucesos policiales, se acabaron los “presuntos” criminales, como nos obligaban a decir y escribir nuestros viejos maestros; ahora son todos delincuentes, aunque se trate de niños de 12 o 13 años. Todo esto, como consta, en medio de una farándula mediática en que los animadores entregan noticias bailando, exhibiendo a diario distintas y lujosas tenidas, como restringidos a las escasas palabras de su pobre lenguaje. Lo que ciertamente explique que nuestra población hable cada día peor, casi ininteligiblemente, por ejemplo, para los peruanos, bolivianos, colombianos y caribeños avecindados en Chile y que se expresan mucho más instruidamente.

Más que velar por quienes escriban o se comuniquen por los medios de comunicación, bien le haría a nuestro Colegio preocuparse por los contenidos de los programas de estudio de los futuros periodistas, por la necesidad de que formen personas cultas y con una alta exigencia en su deber ser y misión social. Que sean cultores de un buen lenguaje y una formación integral que honre el carácter universitario (universalidad) de sus casas de estudio. Si bien el periodismo moderno exige especialidad, qué duda cabe que esta debe necesariamente añadirse a los primeros años de formación general.

A modo de ejemplo, resulta grotesco que los periodistas deportivos, muchas veces sepan tan poco de los países anfitriones de las distintas competencias que cubren. Así como los que se avienen con el periodismo económico se agoten en la difusión de cifras, sin mostrar sensibilidad alguna por la precaria situación social que esconden los guarismos.

En este sentido, pareciera que el tecnicismo y la supuesta o hipócrita objetividad le ganan terreno al periodismo interpretativo y de opinión ejercido por los grandes cultores. No es raro, por esto, que se hable ahora de “periodismo de investigación”, apenas una nota es un poco más analítica que la mayoría de las escuetas noticias difundidas por los medios. Cuando lo que deben hacer siempre los reporteros es justamente investigar.

Se olvidan de que el periodismo es vocación de servicio, instrumento de progreso de los pueblos, desde que un clérigo como Camilo Henríquez colgara sus hábitos religiosos y asumiera los de fundador y redactor de la Aurora de Chile, nuestro primer órgano de prensa libertario e insurrecto. Sin cartón alguno más que su voluntad y coraje.

Antes de discutir la competencia de un Rector que se le ocurre conversar con un jefe de Estado, sería más interesante que el Colegio de Periodistas se interesara por la pavorosa falta de diversidad y pluralismo mediático en Chile, un fenómeno que se consolida con los años y atenta contra las libertades de expresión y de prensa. Tal como acaba de señalar el fundador del diario El País de España, Juan Luis Cebrián (Premio José Carrasco Tapia), el “principal enemigo en las democracias de la libertad de prensa son los gobiernos, independientemente si son de derechas o de izquierdas”.

El grueso de los periodistas con cartón en Chile carece de trabajo, andan mendigando un cargo público y deben someterse a lo que le mandaten sus editores. Sin ánimo, siquiera, de satisfacer sus propias inquietudes intelectuales.

No hay duda de que, una vez más, se comprueba esto de que “el hábito no hace a los monjes”.