¿Por qué el 11-M de 2004 no se convirtió en un nuevo 11-S? Sin lugar a dudas, la respuesta se halla en la reacción social a los atentados. La ciudadanía tomó las calles para expresar su duelo, su protesta y sus anhelos sin dejar que el miedo organizara la acción.
Lo que puedes leer a continuación es el texto que envié hace poco a una revista francesa que, tras los asesinatos de Charlie Hebdo, me pidió un artículo sobre lo ocurrido en España justo después del atentado del 11-M de 2004. Sin tiempo ni condiciones para escribir algo nuevo, el texto simplemente retomaba y remezclaba algunas notas y observaciones ya escritas y publicadas (pero no traducidas) sobre lo que pasó aquellos días trágicos y a la vez extraordinarios. Releyendo el texto ahora, tras el atentado de París, me ha parecido que podía tener sentido republicarlo también aquí: sobre todo como un recordatorio de que el tipo de respuesta social y colectiva -la respuesta de todos y de cada uno- a los hechos (incluso los más graves) puede tener la potencia de determinar su sentido, sus afectos y sus consecuencias.
11-M: un día con tres noches
Tras la masacre de Atocha, El Pozo, Santa Eugenia y Tellez, el vacío de la pérdida se traga el sentido de la vida cotidiana. El gobierno convoca una manifestación con el lema “Con las víctimas, con la Constitución, por la derrota del terrorismo”. La población acude masivamente, aunque mucha gente no esté de acuerdo con el lema de la convocatoria: mentar la Constitución en este contexto significa apuntar claramente a la autoría de ETA. En las primeras 24 horas tras el atentado, que se dilatan y se viven como semanas, el gobierno trata de fundirse con la sociedad: autoriza una interpretación única sobre lo sucedido y señala como “mentirosos intoxicadores” a quienes levantan la voz para dudar públicamente de la atribución inmediata de la autoría a ETA. En definitiva, el gobierno decide manipular la muerte de 192 personas y utilizarla como propaganda electoral cuatro días antes de las elecciones generales.
Durante el día 12 se producen encendidas discusiones en la calle sobre las distintas interpretaciones de lo sucedido, las sospechas de manipulación, etc. Atisbos de enfrentamiento civil entre “las dos Españas”. Un hombre muere tiroteado en Pamplona a causa de una de ellas. En la gran manifestación el ambiente es muy extraño, muy ambiguo. Resulta imposible predecir si la respuesta a lo que se está viviendo será algún tipo de linchamiento organizado o alguna modalidad de revuelta colectiva. Las dudas sobre la autoría dificultan compartir el sentido de la manifestación. Estamos todos allí juntos, pero a la vez separados. Mayoritariamente silenciosa, el grito que concita una mayor adhesión dice: “todos íbamos en ese tren”. Al final de la manifestación, de forma sorprendente e imprevista, la cabecera de políticos tiene que abandonar precipitadamente la calle perseguida por gente anónima que pregunta a voz en grito: “¿quién ha sido?”
Al día siguiente, jornada de reflexión pre-electoral, una concentración de miles de personas se autoconvoca de forma horizontal y espontánea mediante móviles e internet frente a las sedes del Partido Popular rompiendo el estado de sitio informativo, denunciando la manipulación, recordando que la sociedad española se había manifestado masivamente contra la guerra en Irak, reivindicando el derecho a dudar, preguntar y disentir. Sin dirigentes ni portavoces, la gente anónima -desbordando a todos los partidos, pero también a los círculos militantes o activistas- se desplaza por el centro de Madrid durante horas, evitando deliberadamente el enfrentamiento con las fuerzas del orden, alternando los cánticos y los minutos de silencio, haciendo oídos sordos a las voces mediáticas que hablan de “piquetes golpistas teledirigidos” por el PSOE. Sin desmigajarse, como ocurrió un poco el día anterior, cuando se compartía el dolor pero no la elaboración de su sentido.
El 14-M, el Partido Popular es desalojado del gobierno mediante un voto táctico y masivo de miles de personas que habitualmente no acuden a votar y que ese día ejercen así una especie de autodefensa colectiva. El PP no pudo utilizar la muerte de 192 personas como propaganda electoral, ni como elemento de gobernabilidad. Muchos consensos de Estado se deshicieron ese día, como se demostraría más tarde.
Crisis de la cultura consensual
El estado de sitio informativo no funcionó, el racismo no prendió, la lógica de la seguridad no se impuso y se desdibujó la línea divisoria amigo/enemigo trazada desde arriba. ¿Por qué el 11-M no se convirtió en un nuevo 11-S? Sin lugar a dudas, la respuesta se halla en la reacción social a los atentados: la ciudadanía tomó las calles para expresar su duelo, su protesta y sus anhelos, sin dejar que el miedo organizara la acción, hundiendo los monopolios del sentido. La distribución de lugares y funciones de la “cultura consensual” (que en España hemos venido llamando “Cultura de la Transición”) quedó revocada de forma fulminante: ni los políticos lograron representar, ni la calle delegó y enmudeció, ni los medios de comunicación pudieron construir a su antojo la “opinión pública”, ni los afectos quedaron relegados al ámbito de lo privado. No prevaleció socialmente el “sálvese quien pueda”, sino la afectación sensible hacia lo que tenemos en común. Un abrazo social de amor y solidaridad que arropó también a las propias víctimas en un deseo de paz, neutralizando el deseo de venganza y de guerra.
Frente al monopolio de la palabra, se afirmó una toma de palabra masiva. Palabras de duelo, palabras de apoyo, palabras de denuncia. Consignas, poemas, mensajes escritos en todos los soportes, lugares e idiomas imaginables. En santuarios improvisados, en la calle, en la Red. En castellano, en árabe, en rumano. Palabra viva, encarnada, plena de sentido. Mezclada con silencios, abrazos, lágrimas, gritos, ruido de cacerolas. Una toma de palabra que desbordó los cauces, las pautas y las consignas de la política de la representación: por arriba se hablaba de España, por abajo se decía “todos somos Madrid”; por arriba se hablaba de “lucha contra el terrorismo”, por abajo se decía “paz”. Una toma de palabra disonante y plural que tampoco se organizó bajo las formas tradicionales de lo colectivo: sindicato, partido, movimiento social, opinión pública, etc.
Frente al monopolio del sentido, se cuestionaron las respuestas automáticas y se abrieron preguntas desde abajo (“¿Quién ha sido?”). De pronto se hizo evidente qué tipo de cohesión es la que reivindica constantemente la cultura consensual: no otra que la de una masa obediente que delega todas sus capacidades (de pensamiento, de expresión, de comunicación y de acción) en el poder, encargado de administrar el miedo y señalar al enemigo. Pero el enemigo se desdibujó el 11-M. ¿Era ETA, Al Qaeda, el nacionalismo vasco, el islamismo radical, los árabes en general? Había una guerra (“ilegal e ilegítima”) en Irak. El gobierno español la había apoyado y enviado tropas, y había mentido descaradamente sobre el origen de esa guerra. Entre las víctimas del atentado se encontraban decenas de inmigrantes, muchos de ellos eran árabes. En definitiva, demasiados elementos vinieron a emborronar la simplificación de los problemas mediante la que gobierna y hace inteligible el mundo la cultura consensual: demócratas/violentos, nosotros/ellos, Occidente/barbarie, etc. Era una guerra global lo que había estallado en Madrid, haciendo trizas las fronteras del Estado-nación como coordenadas para entender del mundo (¿de qué servía afirmar la Constitución contra Al Qaeda?). Desde la calle, se desplazó con mucha fuerza la designación del enemigo con consignas como “el enemigo es la guerra” o “Madrid=Bagdad”.
Frente al monopolio de la memoria, se improvisaron mil santuarios asilvestrados por todos sitios, al mismo tiempo que los minutos de silencio oficiales se vaciaban. Nadie se dejaba prescribir lo que tenía que sentir, ni tampoco dónde debía expresarlo. Como se puede leer en las conclusiones del proyecto “Archivo del duelo”, que recogió y analizó las ofrendas depositadas en la estación de Atocha, los santuarios salvajes no sólo sirvieron para expresar el duelo, sino también para comunicar y debatir. Las columnas de la estación de Atocha eran como un palimpsesto con varias capas de diálogo y discusión sobre el significado de lo ocurrido. Todo ello expresa muy claramente la necesidad sentida profunda y masivamente durante aquellos días de espacios abiertos de comunicación e intercambio, sin filtros o mediaciones políticas o mediáticas.
Nuevas politizaciones
Lo que ocurrió durante esos cuatros días de 2004 nos habla de nuevas formas de politización que, desde el 11-M de 2004 hasta el 15-M de 2011, han alterado decisivamente el paisaje de la política española. Entre sus rasgos más relevantes, destaco aquí brevemente cuatro:
-no extraen tanto su fuerza de un programa o una ideología, como de una afectación en primera persona. ¿Qué significa eso? Sentirse afectado es en primer lugar sentir que tu vida no puede continuar igual, que algo pasa y que has de hacer algo con eso que ocurre y te ocurre. Es una sacudida que atraviesa la existencia, suspende o desequilibra la normalidad, abre preguntas sobre el sentido de la vida que llevamos, imprime pasión y verdad en la banalidad ambiental, nos exige una elaboración creativa de sentido, en muchos casos colectiva. La potencia de la respuesta social al 11-M no fue sólo “política”, sino que se nutrió de un medio ambiente donde la vida y la política se habían entrelazado mediante mil formas distintas de elaboración de lo sucedido (poner flores, guardar silencio, donar sangre, salir a la calle a protestar, etc.).
-no encuentran necesariamente su sentido en la dicotomía izquierda/derecha. Por el contrario, la polarización izquierda/derecha funciona muchas veces como un mecanismo de desactivación de sus potencialidades. ¿Por qué? Por un lado, porque esa polarización propone un mapa del mundo a priori (la ideología) y bloquea de ese modo la necesidad de construir nuevas formas de hacer y decir a partir de lo ocurrido. Por otro lado, porque restringe la capacidad de interpelación a quienes se identifican con una de las posiciones (izquierda o derecha), perdiéndose así la posibilidad de que la situación abierta atraviese las divisiones sociales establecidas, hable a todos y convoque a cualquiera, que fue justamente lo que ocurrió el 11-M.
-si la cultura consensual pretende a toda costa mantener la “cohesión”, en estas nuevas formas de politización se trata más bien de recrear “lo común” que es algo bien distinto: no tanto un bloque homogéneo encolado por el miedo, como un ‘nosotros’ abierto e incluyente. Ese es quizá el sentido más profundo de aquel “Todos somos Madrid” que se repitió durante el 11-M: todos cabíamos en ese ‘Madrid’, justo lo contrario de lo que ocurría con el enunciado “España”. Ese ‘nosotros’ abierto e incluyente rompe con la alternativa que se nos propone hoy en día: o bien el consenso en torno a la democracia-mercado como única forma posible de vida en común, o bien la guerra de etnias, de religiones, de identidades y de todos contra todos.
El protagonista clave de ese nosotros es “el cualquiera”, ese cualquiera que es mi semejante aunque no lo conozca, que es mi semejante aunque no nos una ningún predicado sociológico o identitario común, ese semejante al que se aludía diciendo “todos íbamos en ese tren” o “esto podría haberle pasado a cualquiera”. No se trata de la figura abstracta del “ciudadano” definido por su pertenencia al orden de la Ley y del Estado, sino de un otro que es a la vez desconocido y concreto, anónimo y de carne y hueso.
-por último, no anuncian “otro mundo posible”, como se decía en el movimiento antiglobalización, sino que parecen buscar más bien que no se deshaga el único mundo que hay. Son movimientos que potencian lo social y transforman lo posible, pero no buscan necesariamente destruir el sistema, construir un polo político visible o fugarse hacia un afuera utópico. De ahí que tampoco tengan mayores problemas para hacer un uso táctico de los resortes al alcance de la mano, como por ejemplo el voto en las elecciones del 14 de marzo. ¿Define esto una posición puramente defensiva o conservadora? De ninguna manera, porque luchar para que no se deshaga el mundo implica hoy recrear lo común, recrear nuestro vínculo con la realidad, con los demás, con nosotros mismos, aunque ya no sea tal vez bajo el horizonte de “otro mundo posible” o de una alternativa global de sociedad.