En respuesta complementaria a Horacio González, Director de la Biblioteca Nacional de la República Argentina.
Estimado Horacio,
Si bien no nos conocemos personalmente, pienso que no tendrá inconveniente en que comente, con algún matiz crítico, pero con espíritu complementario, su nota publicada en el diario Página 12 el sábado 5 de septiembre de 2015 bajo el título «Crisis del humanismo».
Comparto con usted y millones de seres humanos la indignación sobre la desgracia que sufre el pueblo sirio por una guerra impuesta, como siempre son las guerras. Usted, yo y tantísimos otros sabemos que esta indignación es el resguardo de la esperanza, es la reserva de una mejor humanidad, es la indignación de los que, al menos, aspiran a ser dignos. Y todos sabemos que ello no basta, que el poder desquiciado, concentrado y casi maquinal de los números y las codicias nos empujan a todos al abismo, sin que podamos atinar a frenar la barbarie que nos acosa, nos martiriza y mata.
Sin embargo, no es el humanismo lo que está en crisis. Lo que está en crisis es un sistema de valores antihumanistas signado por la angustia de la posesión. Y en él caminan de la mano pobres y ricos, los unos por necesidad y deseo de alcanzar posesiones antes sólo reservadas a sus amos; los otros, por temor a perder posiciones que antes parecían inexpugnables, ilimitadas y que les dejaban una sensación nítida de ser diferentes. Los unos, los pobres, lejos todavía de situaciones decentes de existencia, consumen con fruición toda nueva bagatela que los mercaderes ofrecen. Los ricos, se contentan con la triste miseria de vivir apartados con refinamiento absurdo, encerrando entre rejas su temor y ocultando bajo sonrisas ficticias su conciencia culposa. En el medio, la gran mayoría de la gente, que no quiere ser como unos o como otros, pero tampoco quiere quedarse en donde está. A ese estado de cosas se le llamó en un momento “progreso”. Esa situación tiene que ver con un desarrollo histórico que combinó brillantes avances en el campo del conocimiento con tibias modificaciones en las estructuras en lo económico y lo social. Aquellos logros científicos experimentaron un descomunal y saludable despliegue a partir de la liberación – parcial aún – del yugo canónico eclesial que azotaba el alma humana en el Medioevo europeo, mientras que los humanos aún nos debemos a nosotros mismos radicales transformaciones en el modo en que nos tratamos unos a otros, preludio de nuevos y más justos equilibrios futuros.
Fue precisamente en aquel Medioevo feudal y cristiano, en el que las luchas de los héroes del humanismo clásico renacentista abrevaron en modelos históricos anteriores, esencialmente greco-romanos. Pero también, llegaron a aquel mundo cerrado y hostil a la creación y la libertad humana, como un vendaval incontrolable los vientos de Egipto, de Oriente, del mundo árabe y de la antigua Mesopotamia, contribuyendo poderosamente a la información y formación de aquel Humanismo europeo de epicentro florentino. De ese modo, aunque fluyendo y confluyendo hacia Europa, aquel Humanismo se mostraba ya como patrimonio multicultural.
Tiempo después, en la misma Europa florecieron nuevamente motivos humanistas que encarnaron en la Ilustración y en las revoluciones republicanas (que en gran parte también asentaban sus propuestas en imágenes de la República romana). Aquél grandioso intento transformador, aunque creador de nuevas naciones, culminó con la sordina que le impuso la naciente burguesía – incapaz de pensar un mundo de genuinos iguales – y la triste necesidad de la guerra impuesta por el statu quo imperial. Luego vendría un joven Marx, el repensar fenomenológico de Husserl, algún remedo de humanismo encorsetado en teísmo de Maritain y el altivo humanismo de los existencialistas.
A pesar de sus relativas derrotas, también deben considerarse los triunfos humanistas. Soportando la tragedia de la destrucción de las guerras, pero instalando de forma creciente en el escenario social, la lógica subjetiva de derechos humanos inalienables frente a la ilógica y monstruosa objetividad de sufrimientos aparentemente inalterables, que poco a poco irían y van cediendo terreno a la ampliación de libertad individual y colectiva.
Pero entonces, sucedería un hecho insólito. En un lugar muy alejado de Gotinga, París o Massachusetts, en un rincón provinciano de un país periférico, surgiría una impresionante renovación del espíritu humanista. ¿Quién diría que en la conservadora Mendoza – me perdone el amigo J. Rudman – podrían encenderse tales luces? Es que allí surgirían las potentes ideas de Silo (pseudónimo literario de Mario Rodríguez Cobos), quien en el transcurso de algo más cuatro décadas desarrollaría no solamente un corpus doctrinario conocido como Humanismo Universalista, sino que estimularía la acción de millones de activistas en pos de la no violencia, la no discriminación y el avance del ser humano en más de cien países del mundo entero.
El Humanismo habría experimentado así su requerida refundación y renovación. Ya no como filosofía estricta, habitualmente barroca en el lenguaje y lejana al hombre y la mujer común, sino como un pensar ligado a una sensibilidad y una actitud coherente con aquél. Ya no como un regreso o recreación de motivos del pasado histórico, sino como una invitación a salir de la prehistoria de la violencia y del ancla naturalista que pende aún sobre la conciencia humana y desplegar las alas hacia horizontes antes nunca explorados. Ya no como un reducto para una élite virtuosa, sino como un torrente que asegure igualdad de derechos y oportunidades para todos, por el solo hecho de haber nacido humano. Ya no como patrimonio cultural exclusivo de una civilización colonial (en este caso europea), sino como el rastro humanista existente en todas las culturas bajo diferentes nombres y ropajes, pero en todo caso enalteciendo y elevando la condición humana.
Este Humanismo Universalista, esta corriente fundada por Silo, no ha sido suficientemente explorada aún ni en el campo de lo social, ni en el de las ideas, ni en el terreno de lo político, de lo espiritual, científico o artístico. Quizás sea por su reciente aparición, quizás porque aquella opción surgida en los años sesenta no coincidía con las formas militantes más comunes de la época; quizás porque en su momento, los medios – hoy ya mucho más controvertidos aunque todavía influyentes – intimidaron entonces a muchos, desinformando y echando sombras de maleficio sobre aquel excepcional fenómeno. Quizás ese relativo desconocimiento del Humanismo Universalista de Silo se deba también a que efectivamente se trata de una propuesta revolucionaria, donde lo social y lo existencial van de la mano, donde la imagen de la transformación social es indisoluble de aquellas preguntas internas sobre el sentido de la propia vida. Puede ser que la visibilidad del Humanismo, a pesar de sus repetidos y vehementes intentos, se haya visto obstaculizada por el fracaso de las expectativas de los que quieren éxitos rápidos, tangibles, mensurables y demostrables a ojos vista.
Acaso también esa vibrante proclama humanista se haya visto soslayada y silenciada por los mismos poderes que hoy denuncia el hombre de a pie. Esos poderes que hoy, aún en apariencia triunfantes, muestran descarnadamente la crisis que han desatado.
De allí, estimado Horacio, que he considerado pertinente inmiscuirme en el asunto para dar mínimamente a conocer a quienes no lo conozcan, que el Humanismo está en pie y en el corazón de muchos y de cada vez más, representando un paradigma esperanzador para nuestra aún castigada Humanidad.