Los empresarios españoles no pagan a los trabajadores casi el 60% de las horas extraordinarias. La multinacional Nestlé ha sido demandada por utilizar en Tailandia a trabajadores que hacen turnos de hasta 20 horas diarias y son golpeados.
Por Pascual Serrano
Algunas noticias pueden resultar muy pedagógicas para explicar el funcionamiento de nuestro sistema económico y social. Dos de ellas las hemos podido encontrar en los últimos días en la prensa.
La primera es que los empresarios españoles no pagan a los trabajadores casi el 60% de las horas extraordinarias ( Infolibre, 22 de agosto). Evidentemente eso es un delito. Supongamos un mínimo de diez o quince euros por hora extra, estamos hablando de un robo multimillonario. Un delito que, aun estando contemplado en la ley y existiendo la vía judicial para que el trabajador reclame, es obvio que no sucede, de ahí que seis de cada diez horas se trabajen gratis. La razón es evidente: una reserva de seis millones de parados y la opción de un despido libre o un contrato precario permiten al empresario un chantaje que hace que el trabajador se someta a todos los abusos por ilegales que sean.
Imaginemos que uno de esos trabajadores es una cajera de supermercado. A todos nos consta que es un sector donde es muy habitual el impago de horas extras. Si la empleada se llevara a casa un jamón de su tienda, a buen seguro terminaría denunciada y penada por un delito de hurto. Nada que ver con las consecuencias impunes del robo diario al que es sometida por su empresario hurtándole (él también) el dinero de sus horas extras trabajadas.
De modo que con esta noticia podemos ilustrar cómo funciona el sistema laboral mejor que con cualquier legislación, que se convierte en papel mojado.
La otra información es que han demandado a la multinacional Nestlé por utilizar en Tailandia a trabajadores que hacen turnos de hasta 20 horas diarias, a cambio de una mínima o nula remuneración, y son golpeados –y algunos incluso mueren– si el trabajo no se considera satisfactorio. Su labor es fabricar comida para gatos procedente de marisco que después se vende en Estados Unidos ( Lainformacion.com, 28 de agosto). Así, el nivel de explotación del Norte respecto al Sur, y del rico contra el pobre, llega a tal punto que los pobres del Sur se dejan la vida no por el bienestar y el lujo del rico del Norte, sino por el de sus gatos. En la economía global, el gato de Estados Unidos –si pertenece a una buena familia– está por encima del humano miserable de Tailandia.
En 1990 David Wheatley rodó la película de ficción La Marcha, financiada por el Parlamento Europeo. En ella miles y miles de africanos hambrientos inician una marcha pacífica hacia Europa. En una de las escenas, el líder de esos desdichados le dice a la eurodiputada que intenta disuadirlos: “¿Usted tiene un gato doméstico?, ¿cuánto se gasta en alimentarlo? Con ese dinero yo puedo vivir, lléveme a mí, yo seré su gato”. Veinticinco años después no solo no dejan pasar al emigrante al mundo rico, sino que lo han sometido a trabajos forzados de veinte horas al día para dar de comer a nuestro gato.
Alguien debería explicar con ejemplos de este tipo en colegios y en universidades cómo funciona nuestro sistema laboral y la globalización económica. O quizás lo que se enseña en las facultades de Economía y en las de Comunicación es, precisamente, a no contarlo tan claro.