Por Catherine Wilson
Cimientos carbonizados son todo lo que queda de las viviendas de la aldea de Kenemote, en la montañosa provincia de Tierras Altas Orientales, en Papúa Nueva Guinea, tras un enfrentamiento entre clanes que dejó nueve personas muertas, entre ellas un niño pequeño.
Desde hace cuatro meses y medio, las disputas entre cuatro clanes de la tribu kintex, armados con armas de guerra, además de arcos y flechas, sacuden la zona. A principios de abril, uno de ellos acusó a otro de usar veneno o brujería para sembrar la muerte en su comunidad.
Las mujeres y los menores están traumatizados.
El clan victorioso se asentó en las ruinas de la aldea, mientras los otros tres, que constituyen tres cuartas partes de los 1.500 residentes de Kenemote, huyeron y están dispersos en otros asentamientos vecinos.
Desde hace dos años, el Comité Internacional de la Cruz Roja destina enormes recursos para ayudar a las víctimas de enfrentamientos entre clanes en por lo menos cuatro de los ocho distritos de la provincia, ofreciéndoles refugios temporarios, atención médica, agua y alimentos.
En una provincia con unos 579.000 habitantes, la policía local dice que tiene que lidiar con unos 30 conflictos distintos.
Disputas ancestrales con nuevos desafíos
El número de víctimas y el sufrimiento por los enfrentamientos tribales escaló en los últimos 20 a 30 años por el acceso a armas de guerra. El tráfico hace que los pobladores locales tengan rifles como M-16 o AK-47 y granadas.
La población arguye que necesita ese tipo de armas por su seguridad personal y la de sus negocios y comunidades debido a la ausencia del Estado, en especial las fuerzas de seguridad, en las zonas rurales, donde vive más de 80 por ciento de los 7,3 millones de habitantes de este país del sur del océano Pacífico.
Pero las armas también se volvieron un símbolo de estatus y de poder para los hombres, adultos y jóvenes.
Las consecuencias son cada vez más trágicas, relató Robin Kukuni, de la Cruz Roja de las Tierras Altas Orientales, porque la mayoría de los aldeanos “no tienen ninguna capacitación en el manejo de armas de fuego, por lo que disparan de forma indiscriminada y mueren muchas mujeres y niños”.
Los combates entre clanes siempre existieron en Papúa Nueva Guinea, cuyos habitantes pertenecen a 1.000 grupos étnicos y lingüísticos distintos.
El Estado de Papúa Nueva Guinea se creó hace 40 años y la mayoría de la ciudadanía todavía se rige por normas tradicionales para resolver disputas, en especial en las comunidades rurales.
Pero nuevos ingredientes, como los beneficios y las compensaciones vinculadas a proyectos de extracción de recursos, hicieron que en los enfrentamientos dejarán de respetarse reglas como la prohibición de violar a mujeres y niños.
Ahora se usan tácticas de guerrilla que generan atrocidades y fomentan abusos.
El Centro de Monitoreo de Desplazados Internos estima que hay 22.500 personas en esa situación en Papúa Nueva Guinea, debido a conflictos tribales y desastres naturales.
Pero el Comité Internacional de la Cruz Roja estima que el número real podría ser cinco veces mayor, alrededor de unas 110.000 personas, las que pueden permanecer desplazadas hasta 10 años.
Mujeres forjan la paz entre tribus enfrentadas
La organización Voice for Change (voz para el cambio) logró en 2012 un acuerdo de paz entre dos clanes de la tribu kondika, que mantenían enfrentamientos desde 2009 en la provincia de Jiwaka.
La directora de la organización Lilly Be’Soer, explicó que el proceso de mediación, reconciliación, reasentamiento e integración es muy largo, y que varios aspectos contribuyeron al éxito de sus negociaciones de paz, tras cuatro intentos fallidos.
Hubo un logro significativo cuando la organización reunió y asesoró a mujeres de las comunidades desplazadas para que fueran capaces de hablar en público a un grupo de hombres, jefes de aldeas y agentes de policía sobre las dificultades que debían afrontar como la creciente pobreza e inseguridad.
Pero la reubicación de unas 500 personas desplazadas es un desafío permanente.
“Cuando las entrevistamos, lo principal era que querían regresar a la tierra de sus maridos, porque allí tienen cierto estatus y seguridad. Las mujeres temían que si seguían viviendo en otras tierras, las suyas no estuvieran disponibles para sus hijos”, relató.
Tras un largo proceso de consultas, se llegó a un acuerdo entre las personas desplazadas y las ocupantes con varias condiciones. Pero estas “no se cumplieron ni funcionó la supervisión del cumplimiento”, relató Be’Soer.
Mientras, los más afectados son los niños y las niñas que no pueden comer bien ni ir a la escuela. Además aumenta el riesgo de violencia sexual contra las mujeres en un país que se ubica en el lugar 135 entre 187 en materia de desigualdad de género.
En un mes, habrá otro intento de trasladar a las familias, pero aun si se logra, hay otras obligaciones culturales a cumplir antes de dar por terminado el proceso.
“En la última etapa, habrá que dar una compensación por las personas fallecidas”, acotó. “Una vez que esté terminado, dentro de cuatro o cinco años, entonces los clanes tendrán que conseguir suficientes cerdos para matar y ofrecer a las personas que los alojaron durante su desplazamiento”, explicó.
“Lleva mucho tiempo, otros cuatro, cinco o hasta 10 años”, añadió Be’Soer en diálogo con IPS.
Elevado costo de pequeños conflictos
En las Tierras Altas Orientales, la esperanza de vida es de unos 55 años y la mortalidad infantil de 73 cada 1.000 nacidos vivos, por debajo del promedio de la capital, Port Moresby, donde las personas viven en promedio 59 años y se registran 27 muertes de menores de cinco años cada 1.000 nacidos vivos.
De cara al futuro, es necesario evitar la escalada de violencia, subrayó Kukuni, de la Cruz Roja. “Los tribunales de la aldea y los líderes comunitarios podrían hacer mucho más para frenar una disputa en las primeras etapas antes de que empeore”, subrayó.
Voice of Change también destaca la importancia de promover un cambio generacional educando a los jóvenes para que comprendan las consecuencias que tiene a largo plazo la violencia en sus vidas y dotándolos de capacidades para intervenir e implementar otras formas alternativas a la hora de resolver disputas.
Editado por Kanya D’Almeida / Traducido por Verónica