Hace muchos años, en las ruinas de Sacsayhuamán del Valle Sagrado peruano, por primera vez, me encontré con esta manera de mirar el mundo, de la que antes no era consciente.
Caminando entre las majestuosas piedras incas, un grupo de la televisión de un país europeo hablaba del origen de este lugar ceremonial y discutía infinitos delirios sobre extraterrestres. Frente a mi tímido intento de girar la conversación hacia el pasado real de aquellas tierras y de sus pueblos, me miraron como si estuviera loco y sentenciaron: «¿Usted no nos dirá que realmente cree que estas pequeñas y pobres criaturas fueron capaces de construir ciudades?»
Después entendí que toda la literatura esotérica sobre alienígenas deambulando entre las pirámides y los templos de los pueblos antiguos, antes que nada, se debe a una sola cosa: la mirada racista del hombre blanco, profundamente convencido de que la única capacidad creadora del Universo puede ser la de él o la de los extraterrestres, porque para él la única posibilidad de una civilización verdadera es solo la de SU civilización.
La gigantesca maquinaria educativa, histórica y mediática hace siglos nos cuenta la historia de un mundo visto desde un puñado de imperios europeos, que primero colocaron sus países en el gordo ombligo de los mapas y luego contaron a otros pueblos cuentos de sus ‘grandes descubrimientos’ de África, Asia, América y Oceanía.
Obviamente, dentro del descubrimiento de otras tierras pobladas con seres inferiores, también descubrieron civilizaciones construidas por el diablo o por extraterrestres. El supremacismo europeo, como base de la civilización occidental, poco tiene que ver con los ‘shows’ mediáticos del sistema tipo Black Lives Matter, sino que es algo mucho más sutil.
Es un horizonte cultural convertido en una creencia masiva de donde nace la mirada hacia el mundo, una pesada ancla de un galeón lleno de oro ajeno, hundida en un puerto de partida a otras tierras bajo la bandera izada desde los oscuros tiempos medievales, que afirma ‘Europa = Civilización’.
En su larga y dolorosa interrelación con el resto de los mundos humanos, la civilización europea fue la única que se basó exclusivamente en la extorsión de los bienes materiales de otros, nunca aceptó ninguna negociación con esos otros, por la obvia razón de que siempre se sintió superior y, lo más grave, usando como escudo y excusa el dogma cristiano, que siempre negó la espiritualidad de esos otros.
Por ello es tan lógico que, justamente en la Europa de hace un siglo, el fascismo alemán tuviera que concluir esa larga búsqueda espiritual de su superioridad racial y, ahora el neoliberalismo, hijo legítimo del abrazo del capital financiero con la élite corporativa del mundo civilizado, una vez más vuelva a poner al mundo entero en jaque nuclear, también desde el corazón de Europa, la cuna de nuestras ilusiones civilizatorias.
La civilización occidental moderna, que surgió de la toma de la Roma antigua por los bárbaros, el culto a la superioridad tecnológica como sinónimo de ‘progreso’, con una ‘espiritualidad’ siempre en función del poder y del negocio, que a la larga son la misma cosa, llegaron a ser la única base de este archipiélago de soledades y locuras en el que se convirtió hoy la sociedad occidental.
Si algún sabio en uno de estos días de repente se diera cuenta de que Occidente creó la primera sociedad sin espíritu del mundo, sus defensores, como siempre, se encogerían de hombros y dirían seguramente que hablar de espiritualidades es una narrativa conservadora y patriarcal que debe ser superada por las nuevas generaciones.
En el trabajo alienante del sistema, este apunta ahora, por fin, a cumplir los antiguos sueños humanos de igualdad, convirtiéndonos a todos por igual en una sola masa lumpen. Comida chatarra y ‘no lugares’ para todo y en lugar de todo: de la comida, de la cultura, de la fe, de la sexualidad, de las elecciones políticas, nos hace parte de un gran experimento industrial para volvernos complementos de los programas digitales que dirigen nuestras vidas. Y la única fuerza que puede ser contrapuesta a esta incubadora de la estupidez es la espiritualidad humana.
Pero la espiritualidad es parte de las sociedades tradicionales, que conservan sus valores, algo irracional y peligroso desde el punto de vista de la ignorancia militante del sistema.
Una persona occidental, creada dentro de los cuentos racionales, puede sentir una gran atracción o curiosidad hacia otro tipo de conocimientos, pero su clara diferenciación cultural, de la vida entre ‘realidad’ y ‘fantasía’, siempre le impedirá comprender la complejidad de un universo que está en cada uno de nosotros y donde todos los elementos materiales, espirituales y energéticos son parte de la misma estructura que une también lo externo con lo interno.
Cuidado, yo tampoco estoy idealizando con esto a las sociedades tradicionales, que siempre están también en su proceso de superación de lo viejo por lo nuevo y que, además, son sistemas abiertos que pueden influir y ser influidos. Simplemente digo que, sin un elemento espiritual, que no necesariamente debe ser religioso, la sociedad humana es como un ser vivo sin corazón.
Por eso bajo la excusa de la ‘lucha por los derechos humanos universales’, los dueños del poder económico y mediático atacan a las sociedades que no son capaces de entender y les imponen a sus nuevas generaciones el paradigma occidental consumista, castrando su capacidad cultural imaginativa.
El grave problema del mundo está en que, por el efecto de la revolución informática y digital de las últimas décadas, grandes masas de la juventud de los más variados países, independientemente de su religión o idioma, ya son occidentales, es decir, reprogramados hacia un solo tipo de desarrollo, el que ya fracasó.
La sociedad humana actual, que se encuentra en la peor crisis de su historia, puede recuperarse y avanzar solo desde el reconocimiento de su presente derrota. Pero lo único derrotado es lo espiritual. Para darse cuenta de aquello debe aplicarse la óptica de las culturas y no de las tecnologías, que no toman en cuenta lo esencial, lo intangible, lo invisible a los ojos, según el más humano de los extraterrestres, el Principito.
La guerra del neoliberalismo contra las culturas ancestrales no es solo por los recursos naturales que guardan sus pueblos, sino que es una lucha por los ojos de sus hijos. Es por la calidad de los sueños, que son la materia prima con la que construiremos la más sólida de las realidades, la que tendrá, en lugar de cuatro paredes, un gran círculo del horizonte, y por techo, la luz negra de lo infinito con unos cuantos millares de estrellas, que no serán todas las de la Unión Europea.