Hace más de un siglo, el famoso científico ruso, gran soñador y realista, conocido como el «padre de la cosmonáutica», Konstantin Tsiolkovski, escribió: «El planeta es la cuna de la inteligencia, pero no se puede siempre vivir en una cuna».
La humanidad por primera vez salió de su cuna asomándose al universo con la persona que hoy, 9 de marzo de 2024, cumpliría 90 años. Su nombre y su sonrisa alumbraron la nueva época del inicio de la conquista del infinito, donde el espacio se confunde con el tiempo. Yuri Gagarin, hijo de lo humano, por fin entró al territorio de las estrellas.
Algunos dirán, seguramente, que no es más que un símbolo propagandístico del «imperio del mal», que nuestros antepasados deberían preocuparse mejor de los productos del consumo masivo y no de las estrellas, y que nuestro antiguo país fue «un ejemplo de cómo hacerlo todo mal». Que piensen lo que puedan. Cada uno, mirando arriba, ve el cielo que lleva dentro.
Cada momento de nuestras vidas es un tejido de signos y símbolos, solo tenemos que aprender a darnos cuenta y a descifrarlos. Algunos iluminan nuestro siempre corto camino para ayudarnos en nuestra búsqueda de respuestas y preguntas. Yuri Gagarin, en este sentido, es un símbolo o un acompañante clave.
La aparición de nuestro Gagarin en este mundo no se realizó por la magia de los medios de comunicación ni por el genio de los productores de personajes, sino que fue el resultado de un largo y gigantesco esfuerzo de generaciones de soviéticos, de diferentes edades, profesiones y nacionalidades. Se convirtió en la encarnación de nuestro sueño colectivo, de la sabia ingenuidad y la fe en el progreso y la inteligencia humana. De esa que un día tuvo que abandonar su cuna.
Su vuelo al espacio resultó ser una victoria no solo para la ciencia soviética, sino también para todos los habitantes del planeta, sin importar cuántos de nosotros pudieron entenderlo.
Yuri Gagarin fue la prueba viva, científica y espiritual, del éxito de la gran locura de nuestro proyecto comunista: crear un Hombre Nuevo, con valores, ética y comportamientos completamente diferentes a los que se inculcan y se construyen en el capitalismo. Por eso, para algunos, él siempre será un extraterrestre.
Cuentan que una vez, en una clase, un alumno le preguntó al cosmonauta Valentín Lebedev: «¿Pero cuál fue la hazaña de Gagarin?» Lebedev suspiró y contestó: «¿Han visto alguna vez un edificio de 10 pisos?». Y frente a la respuesta afirmativa, siguió: «Bueno, pues imaginen que todo el edificio de 10 plantas es combustible. Y en la parte superior estás sentado en un pequeño globito. En la parte inferior te prenden fuego, con las palabras ‘No te preocupes, Yuri, seguro que volverás, ¡lo hemos calculado todo!'».
En general, los proyectos espaciales han sido no solo una muestra del desarrollo tecnológico de los países, sino también el reflejo de la imaginación colectiva de sus ciudadanos, que tenían una necesidad existencial de ampliar los horizontes de sus mundos.
Pero sabemos que, desde la época de la presidencia de EE.UU. del ‘cowboy’ Ronald Reagan, se le impuso a la humanidad la lógica de las «guerras estelares», aplicando ideas contrarias a nuestro sueño de un cosmos como lugar de estudios y de encuentro y cooperación entre los pueblos, sin armas y sin ningún otro contaminante terrestre. Fue parte de la carrera armamentista para desgastar económicamente a la URSS, país que se dio el lujo de tener al primer cosmonauta del mundo.
No sé si el joven mayor de la aviación soviética imaginó los cielos de estos tiempos, llenos de satélites militares, para guiar drones y aviones de guerra. Sé que los niños soviéticos, rusos, ucranianos, uzbekos, estonios y tantos otros, nunca vimos ‘La Guerra de las Galaxias’ y jamás imaginamos a los extraterrestres como invasores o asesinos. Toda nuestra fantasía con la vida inteligente en el espacio suponía la existencia de civilizaciones más avanzadas que la nuestra, que iban a encontrarse con nosotros para entregarnos algún conocimiento valioso.
Los hijos del socialismo todavía creíamos que, a mayor desarrollo tecnológico, inevitablemente vendría un mayor avance ético, bien fuera para los terrícolas o para los extraterrestres.
Y en cuanto a lo extraterrestre, en una circular de los topónimos rusos y soviéticos que debían ser cambiados por el régimen actual de Kiev, el Ministerio de Cultura de Ucrania puso en el primer lugar de la lista el nombre de Yuri Gagarin, incluso por encima de Pushkin, seguramente por ser más subversivo.
Recuerdo la foto de Gagarin que fue tomada como una hora después de su aterrizaje. Cuando su vuelo era la noticia número uno, que unía a todo el planeta y a millones de personas de los cinco continentes que todavía no habían salido a las calles para darle la merecida bienvenida al primer cosmonauta y primer soviético que veían.
Detrás de su sonrisa estaba una mirada medio perdida, como la de alguien que acaba de vivir algo imposible de transmitir… como si hubiera vuelto desde el otro lado de la realidad y estuviera profundamente impactado por la intensidad y el delirio de lo vivido. Sus palabras de entonces fueron: «La Tierra es azul, qué maravillosa… Habitantes del mundo, cuidemos esta belleza, no la destruyamos», frase, que podría parecer un eslogan, pero que fue la expresión de la intensa experiencia mística de esos primeros ojos humanos que nos miraron desde lejos.
Si Gagarin nos puede ver hoy desde un rincón del misterioso universo, seguro no envía maldiciones a nadie, ni nos reprocha por la vergüenza que son estos tiempos terribles y mezquinos. Si realmente nos ve, simplemente nos manda una sonrisa tranquila y cansada de un hombre que supo comportarse en cualquier espacio y en cualquier situación. Sabe que sí se puede. Que podremos resolverlo todo de nuevo.