Por Marcelo Castillo Duvauchelle, Profesor Humanista
Cuando Chile estuvo bajo dictadura, a la gente le fue negado el acceso a la justicia. Iniciando los 90s recuperamos la democracia y se reinstalaron los poderes del Estado: entonces había razones para aspirar a que junto a la recuperación de la institucionalidad democrática y el nuevo proyecto de sociedad, la impunidad sería cosa del pasado. Sin embargo, pasadas ya más de 3 décadas desde las esferas de poder nos han mal acostumbrando a una justicia “en la medida de lo posible” y con ello han logrado darle tanta continuidad a la impunidad, que se ha naturalizado. He aquí la consecuencia directa de un Estado ausente y “el lujo” de una ciudadanía inmovilizada que deja de ser activa para convertirse en pasiva.
Sabido es que la impunidad viola el respeto a derechos fundamentales, impide una reparación al daño sufrido y por tanto se constituye en violencia contra las personas y, a la vez, se mantiene como un agravio constante para los valores que sostienen la convivencia social. Frente a un Estado irresponsable que no cumple con su rol garante de derechos, no hay posibilidad de contar con un Poder Judicial que opere sancionando por igual a todos quienes atentan contra la ley. Se produce un vacío que se traduce en la no existencia de un Estado de derecho y las víctimas directas o indirectas de los delitos impunes se van quedando solas. Mientras tanto, por debajo de la alfombra se van acumulando la rabia o la indignación, la desazón, la desconfianza y una sensación general de desamparo.
El daño moral generado por la impunidad en las víctimas y en el todo social, deja en el suelo la legitimidad del sistema político y los poderes públicos. Por otro lado, no tener garantías de justicia en el país, implica un incentivo a buscar justicia por caminos extrajudiciales. En la historia hay muchos ejemplos de que ese camino, aparte de ser destructivo, deja una gran estela de dolor y sufrimiento, y solo agrega eslabones a la cadena de violencia.
La persistencia de la impunidad profundiza el divorcio entre los poderes públicos y la ciudadanía, provoca heridas en el alma de los sujetos y peligrosas fisuras en la estructura democrática del país. A la larga, la impunidad debilita las cuerdas que sostienen la estabilidad y el orden social. La mantención de la impunidad en el tiempo, sin medidas efectivas para ponerle freno, puede ampliar aún más el incentivo a cometer delitos, en particular, los de cuello y corbata. Personas que, en un contexto de respeto a las instituciones, serían incapaces de delinquir o pisotear derechos humanos esenciales, se pueden inclinar a validar esas malas prácticas y cometerlas. En los países desarrollados y con sentido de justicia social, el bajo índice de delito y corrupción es directamente proporcional al bajo nivel de impunidad en su sistema judicial.
Como sociedad, no olvidemos ni abandonemos nunca a las víctimas o personas agraviadas, reivindiquemos los principios de la democracia, la igualdad ante la ley, tomemos conciencia de qué consecuencias sociales y humanas tiene violar esos principios, denunciando, condenando y definiendo públicamente nuestras posturas ante hechos de corrupción, delito e impunidad. Digamos: ¡Basta! y actuemos en consecuencia. Lo necesita nuestro ser, lo necesita nuestro país.