De las izquierdas es conocido el hecho de que siempre se dividen, así como las derechas también suelen expresarse en alternativas muy beligerantes entre sí, aunque finalmente se unan y converjan para participar en elecciones o derribar gobiernos.
En el pasado, las distintas vertientes partidarias representaban posiciones ideológicas y programáticas divergentes, pero ahora, en realidad, estas fundamentalmente son agrupaciones bajo la tutela de distintos caudillos, cuya preocupación fundamental es arribar o mantenerse en el poder.
Cuando se trató de combatir a la Dictadura, en que el principal objetivo era sacudirse el régimen autoritario, ya había en Chile decenas de partidos empeñados en lo mismo y cuyas divisiones, de verdad, retardaron mucho el desenlace democrático. Así, también, desde el mundo derechista que en forma unitaria apoyó al régimen de facto, con los años surgieron partidos y referentes que marcaron, más bien, los distintos liderazgos que empezaron a disputarse la sucesión de Pinochet y los militares.
Los gobiernos de la Concertación, de la Nueva Mayoría y de las dos administraciones de la derecha tuvieron que obligarse a conciliar posiciones entre sus partidarios, como a repartir la torta del poder entre unos y otros. Apenas llegaban a La Moneda, los mandatarios tuvieron que servir las demandas o apetitos de las distintas expresiones del oficialismo de turno. Es decir, tanto de los partidos más votados como los de muy escasa representatividad en el Parlamento, donde el empate general entre derecha e izquierda obliga a los jefes de estado a ser condescendientes con ellos. Porque los que apenas tienen dos o tres parlamentarios suelen ser cruciales para conseguir aprobar, rechazar o modificar las leyes.
La cantidad de ministerios, subsecretarías, gobernaciones, embajadas y otras reparticiones sirven fundamentalmente para compartir lo más armónicamente posible la torta gubernamental, de manera de otorgarle cargos a todos los correligionarios. Lo mismo ocurre con los numerosos curules parlamentarios, de tal manera que con apenas algunos votos todos puedan instalarse en el Poder Legislativo. Dicho sea de paso, ocupando cargos remunerados al menos siete veces por encima de lo que ganan la mayoría de los trabajadores chilenos.
Paralelamente, la clase política ha procurado elevar los sueldos de la magistratura y de la oficialidad castrense y policial, logrando un equilibrio en materia de ingresos que conjure cualquier nuevo intento de insubordinación. De modo que todos queden contentos con su tarea de “servicio público”. Tratando de equiparar, también, los ingresos de la administración pública con los de la actividad privada, para que los gerentes no se tienten con la política.
No son las ideas y los programas de gobierno los que animan el debate político. Si observamos los últimos años, la verdad es que las controversias han estado marcadas por las ambiciones personales y las pugnas de poder. Ni siquiera los partidos tradicionales de la autodenominada izquierda mantienen su perfil ideológico, de tal manera que ser socialista, socialcristiano, comunista, de PPD, por ejemplo, ya nada indica sobre los propósitos de quienes se adscriben a estas denominaciones. Del mismo modo que el pinochetismo eclosiono en partidos que muy débilmente podrían hacer gala del conservadurismo y el liberalismo de antaño, de forma que expresiones como como la Unión Democrática Independiente, Renovación Nacional y el Partido Republicano suelen significar exactamente lo contrario de lo que indican sus nombres o siglas. Asimismo, si el color rojo, el azul o el negro reafirmaban el carácter de quienes los portaban en sus banderas y pancartas, hoy vemos que el amarillo, el naranja y otros constituyen la diversidad nada más que cromática del espectro político chileno.
A lo anterior agreguemos que los escándalos de corrupción los desfalcos al fisco, el cohecho y otras malas prácticas que les permite a los políticos enriquecerse ilícitamente han tenido mucha explicación en la defensa corporativa de la clase política al momento de enfrentar las denuncias.
Las dos experiencias constitucionales recientemente abortadas intentaban una reducción en la cantidad de partidos. La idea era que el piso de votantes o el número de sus diputados electos marcaran su solvencia electoral, decretando la disolución de los que no alcanzan un mínimo caudal de sufragios. Se estimaba que al menos quince o veinte partidos quedarían obligados a disolverse o integrarse a las colectividades con más arraigo popular, entre los más de 35 registrados en el Servicio Electoral o en proceso de formación.
Sin una nueva Constitución, ya sabemos que nos seguirá rigiendo la de 1980 dictada por Pinochet y algo remozada posteriormente. De esta manera, tendrían que ser ahora las actuales autoridades de La Moneda y el Poder Legislativo los que convinieran una reforma electoral que frenara y disminuyera la desmedida proliferación de partidos que más bien apenas representan “sensibilidades políticas” como muchos dicen.
Un propósito que podría simplificar enormemente la burocracia institucional y el abultado gasto fiscal para financiar a quienes muchas veces ocupan por cuatro años o más los distintos cargos sin siquiera llegar a ser conocidos por la opinión pública. Pero esta reforma será ahora poco menos que una tarea imposible si los que tienen que legislar al respecto son parte de los partidos y movimientos apoltronados en las instituciones del Estado. Medrando, por supuesto, de los recursos de todos los chilenos. Ya se sabe que, en relación a nuestra población, tenemos un número desmedido de representantes, así como son muy abultados sus estipendios si se los compara con lo que reciben los políticos de los países más ricos de la Tierra.