Hace aproximadamente un año atrás, el proceso de la Convención Constitucional terminó siendo una dura derrota al imponerse la opción rechazo sobre el apruebo en el plebiscito de salida, permitiendo festejar a aquell@s que consideraban que el texto constitucional “refundacional” se oponía al “alma de Chile” y al “sentido común de los chilenos”.
Pero con el rechazo, también quedaron relegados al olvido el aplastante 78,27% que votó por terminar con la Constitución vigente desde la dictadura, el 78,99 % que prefirió una Convención Constitucional, lo que se tradujo posteriormente en que 103 de sus miembros no tenían militancia en la política tradicional, el acuerdo de tener paridad en género, con cuotas para pueblos originarios y un sentimiento anti partidos que entregó algunas facilidades a las candidaturas independientes, configurándose un órgano con claras mayorías para los sectores progresistas y, en particular, para las nuevas fuerzas políticas que emergieron desde el estallido social.
La esperanza y la alegría que generaba esa Convención en la población se perdió abruptamente y el verdadero clivaje de ese momento era pueblo versus elite que hoy se manifiesta claramente en este segundo proceso constitucional.
Las últimas encuestas realizadas auguran un nuevo rechazo a la propuesta constitucional, al señalar que aproximadamente un 54% votaría en contra del texto y que un 41% de los consultados prefiere que se rechace en el plebiscito y seguir con la Constitución actual (Encuesta CADEM, al primero de octubre 2023).
Y aquí estamos, haciendo análisis de un proceso constitucional que en realidad no se lo merece, no tan sólo por lo descrito, en cuanto a que no respeta la votación del primer plebiscito de entrada en donde, sintéticamente, se puede decir que se quería una nueva constitución y abandonar la de Pinochet – Lagos; y que no se quería que participaran en la redacción los políticos de la élite chilena. En ambos casos la votación fue categórica. A pesar de todo ello, la elite política colocó en marcha esta farsa del Consejo Constitucional, a la que se restó de participar más de seis millones de electores (nulos, blancos, y gente que no fue a votar a pesar de la obligatoriedad) en la elección de consejeras y consejeros.
En ese contexto de vacío al poder, de desobediencia civil frente al proceso planteado por la élite, se insiste desde el Poder en darle reconocimiento legal a este proceso impuesto que, por dicha automarginación, quedó con la mayor parte de sus integrantes de línea ideológica de derecha; generando el absurdo, de que aquellos que no tenían ninguna intención de modificar la Constitución de Pinochet-Lagos, son quienes quedaron con mayoría para elaborar una nueva propuesta constitucional para Chile.
Por ello, no extrañan los datos de que la votación que se vislumbra es mayoritariamente en contra, si ni siquiera quienes la están redactando tienen interés en que exista una nueva constitución, y quienes hicieron el vacío a este nuevo proceso, tampoco. Nos encontramos con un cuadro, en que solo la élite partidista está convencida de que es necesaria esta nueva constitución, para cerrar esta etapa de sustitución constitucional.
Para ellos, cuáles sean sus contenidos, y si éstos son una real mejora para la democracia, si generan mejores condiciones para el desenvolvimiento social, político, económico y cultural, es una cuestión de segundo orden, frente a su necesidad de cerrar esta ventana de soberanía, abierta por el estallido social. Este y no otro, es el único interés de la élite. Interés que es reforzado por toda la planilla paga de opinólogos en los medios de comunicación masivos; quienes nos dicen, que frente a las propuestas irracionales del conservadurismo, la única salida para tener una nueva constitución, es bajar todas las enmiendas de las derechas y quedarnos con la propuesta inicial de “los expertos”, definidos desde los partidos políticos. Este es el discurso que se escucha en todos los programas políticos; ellos están machacando sobre “la opinión pública” (ex ciudadanía), para convencerle de cerrar el proceso de una nueva constitución.
En este escenario, donde ya la propuesta de los expertos es un desastre, podríamos detallar los acuerdos de las derechas en sus enmiendas, a la constitución en elaboración, para cerrarle el paso a todas las reivindicaciones levantadas por décadas, por la acción de la gente organizada, en materias de políticas públicas de salud, de educación, de vivienda, de trabajo, de seguridad social, de participación, de equidad de género, de reconocimiento a los Pueblos Originarios, de reconocimiento de las diversidades, de respeto al medio ambiente y a los Derechos Humanos y de seguridad pública.
Pero, ¿cuál puede ser el sentido de comentar las barbaridades del antihumanismo en este pseudo proceso?; si es evidente que todo lo que se está diciendo es, en definitiva, solo un volador de luces, una “puesta en escena”, que no tiene ningún destino cierto, porque de esta manera en que se están haciendo las cosas, no es posible sacar adelante una constitución que le dé garantías a todas las chilenas y chilenos.
Una nueva constitución en pleno Siglo XXI, tiene que, necesariamente, ser ampliamente participativa, tiene que ser construida desde la gente en una verdadera asamblea Constituyente Soberana, en donde cada persona, independientemente de su situación, de su ubicación geográfica, tenga el derecho y la responsabilidad, de aportar en la discusión de los elementos centrales de una nueva constitución democrática para Chile.
Tal propósito quedará pendiente por el momento, dado que un proyecto como ese es bloqueado por la élite política y mercantil del país. Pero nosotras y nosotros, seguiremos con la porfía de trabajar incansablemente por abrir cuanto antes los caminos de la participación soberana, real y directa del Pueblo.
Así hoy, obligados por estas circunstancias impuestas, sólo nos resta promover, con toda la fuerza y claridad posibles, el «Voto En Contra” en el plebiscito de salida de diciembre próximo.
Redacción colaborativa de M. Angelica Alvear Montecinos; Guillermo Garcés Parada; Sandra Arriola Oporto; Ricardo Lisboa Henríquez y César Anguita Sanhueza. Comisión de Opinión Pública