Un jurado de Boston halló a Dzhokhar Tsarnaev culpable de los 30 delitos de los que fue acusado por su participación en los atentados de la maratón de Boston. Ahora el jurado deberá decidir a qué pena se lo condenará: si a cadena perpetua o a pena de muerte. La pena capital es ilegal en Massachusetts, pero el juicio contra Tsarnaev se llevó a cabo en un tribunal federal, donde esta pena está permitida. El jurado deberá decidir si vive o muere. El caso brinda un nuevo motivo para analizar la pena de muerte y por qué esta práctica irreversible y extremadamente problemática debería prohibirse.
Por Amy Goodman, con la colaboración de Denis Moynihan
Anthony Ray Hinton está vivo y es un hombre libre hoy, pero la semana pasada estaba condenado a pena de muerte y aguardaba su ejecución en Alabama desde hacía 30 años. Hinton se convirtió en la persona número 152 en Estados Unidos en ser exonerada de la pena de muerte, a la que estuvo condenado durante treinta años por un delito que no cometió. Fue acusado de matar a dos gerentes de un restaurante de comida rápida en 1985. Sin embargo, no hubo testigos ni huellas dactilares que lo incriminaran. Los fiscales alegaron que las balas halladas coincidían con las del revólver de la madre de Hinton. Hinton no estuvo bien asesorado ni tenía dinero para establecer una defensa creíble o contratar a un verdadero experto que contradijera el informe balístico. Le pregunté a Anthony Ray Hinton cómo se siente estar en libertad: “Es maravilloso. Por momentos es aterrador, especialmente cuando voy al centro comercial. No estoy acostumbrado a estar rodeado de tantas personas en un mismo lugar”.
El juicio injusto fue tan solo el comienzo. Bryan Stevenson, fundador y director ejecutivo de Equal Justice Initiative (Iniciativa por una justicia equitativa), que fue el abogado que finalmente logró la liberación de Anthony Ray Hinton, me dijo: “Esta es una clara demostración de la crítica al sistema de justicia penal de Estados Unidos, que nosotros sostenemos que trata mejor a los ricos y culpables que a los pobres e inocentes”. Stevenson continuó: “Presentamos pruebas que demostraron que estas balas no correspondían a una única pistola y que no se trataba de la pistola del Sr. Hinton. El estado se negó durante 16 años a volver a examinar las pruebas. Y, para mí, esa fue la parte más preocupante de este caso. Fue indiferente, fue irresponsable y muy inescrupuloso que decidieran arriesgarse a ejecutar a una persona inocente antes de arriesgase a que se percibiera que de algún modo estaban cometiendo un error o que no estaban siendo firmes a la hora de castigar el delito. Lucharon con uñas y dientes contra nosotros. Realmente fue excepcional e inusual que lográramos que la Corte Suprema interviniera cuando lo hizo. Si no hubiera intervenido, creo que el riesgo de realizar una ejecución errónea habría sido muy, muy alto”, afirmó Stevenson.
No muy lejos de allí, en Louisiana, Glenn Ford fue liberado en marzo de 2014, también después de haber pasado treinta años condenado a pena de muerte. Las pruebas lo absolvieron del asesinato del propietario de una joyería en 1983. Ahora es un hombre libre y afronta una condena a muerte diferente: padece cáncer de pulmón en estado avanzado que se expandió a sus huesos, nódulos linfáticos y columna. Está internado en un centro para enfermos terminales y no tuvo la fuerza suficiente para verme esta semana, pero Marty Stroud sí la tuvo. Stroud es el hombre que procesó a Glenn Ford hace 30 años y hoy lamenta haberlo hecho. Considera que Ford tuvo un juicio injusto, en el cual la policía y los fiscales eliminaron pruebas fundamentales, y que Ford carecía de dinero para tener una defensa adecuada. Además, sostiene Stroud, si él hubiera hecho bien su trabajo en aquel entonces y se hubiesen recopilado todas las pruebas, no habrían podido “arrestar al Sr. Ford y mucho menos enjuiciarlo y condenarlo a la pena de muerte”. Ahora, 30 años más tarde, el fiscal Marty Stroud tiene una opinión diferente sobre la pena capital: “Estoy 100% en contra de la pena de muerte. Es inhumana y el motivo por el cual es inhumana es que es administrada por seres humanos y los seres humanos nos equivocamos, no somos infalibles”.
Además de los argumentos jurídicos, éticos, raciales y de injusticia económica en contra de la pena de muerte, hay un motivo práctico de creciente peso para poner fin a esta práctica: cada vez es más difícil obtener los fármacos utilizados en las inyecciones letales. Las empresas farmacéuticas europeas se niegan a suministrar los fármacos si serán utilizados para matar a personas. La Asociación Estadounidense de Farmacéuticos (APhA, por sus siglas en inglés) se sumó recientemente a las organizaciones de médicos y anestesiólogos que desalientan a sus miembros a participar en ejecuciones. El Dr. Leonard Edloe, un farmacéutico de la APhA, me dijo: “Simplemente no queremos que nuestros farmacéuticos participen en el suministro o uso de los fármacos porque, realmente, las recetas son ilegales. No son recetas, son órdenes de compra”. Debido a la escasez de los fármacos para la inyección letal, en Utah se reinstauraron las ejecuciones mediante el pelotón de fusilamiento y en Oklahoma ahora se utilizan combinaciones de fármacos que no han sido probados y que han provocado ejecuciones malogradas en que los condenados sufrieron una muerte lenta y dolorosa.
Las deliberaciones sobre la condena que se impondrá a Tsarnaev vuelven a centrar la atención en el debate sobre la pena de muerte en Estados Unidos. Esta práctica está prohibida en dieciocho estados y en el Distrito de Columbia. Sin embargo, aún hay más de 3.000 personas condenadas a la pena de muerte en el país. Como observa Bryan Stevenson: “Hemos podido identificar que cada nueve personas ejecutadas en el país, una es inocente”. Ya es hora de imponer una moratoria a las ejecuciones.