Por Gloria Muñoz Ramírez/

Fotos: Gerardo Magallón, Oscar Rosales y Gloria Muñoz

Mogótavo, Chihuahua. En la terraza del tren turístico El Chepe, en primera clase, se escucha “La diferencia” de Juan Gabriel. El tren atraviesa la Sierra Tarahumara y llega hasta Los Mochis, Sinaloa, con las grandes ventanas abiertas para que el turista disfrute el monumental paisaje de profundas barrancas. Sigue la música de Juan Gabriel cuando los vagones llegan a la estación Divisadero, la más turística, donde las mujeres y niños rarámuri se acercan a los ventanales para ofrecer su artesanía. No falta el turista que regatea el precio de una muñeca de trapo o de una cesta hecha de sotol y palmilla y, si hay tiempo, se toma una selfie abrazando a una niña rarámuri. Le da 10 pesos y sigue su ruta, ya con la cantante colombiana Shakira como fondo musical y una cerveza en la mano. En otra estación las niñas y señoras rarámuri corren detrás del tren ofreciendo en un canasto el trabajo del que se sostienen. Alcanzan incluso a aventar una de sus artesanías que el turista atrapa al vuelo, pues el tren está en marcha, y le devuelve el costo en un billete que cae al piso. “El turismo en sí no es malo”, dice el rarámuri Miguel Parra, “el problema es el despojo y el racismo”.

El Chepe, llamado así por la abreviatura de las estaciones que marcan su recorrido, Ch por Chihuahua y P por Pacífico, fue inaugurado en 1961, y atraviesa en sus más de 600 kilómetros las milenarias Barrancas del Cobre. Es, hasta el momento, el único tren de pasajeros activo en México (aunque está próximo a inaugurarse el polémico Tren Maya, en Chiapas, Tabasco y la Península de Yucatán, imponiéndose a las voces de los mayas y a las organizaciones que han denunciado el ecocidio que representa).

La ruta de El Chepe inicia en Creel y se interna por una de las geografías más impresionantes del país, creada a partir de un suceso tectónico ocurrido hace más de 20 millones de años que dio origen a una red de cañones sobre una extensión de 60 mil kilómetros. Una vista privilegiada está a la altura de lo que se conoce como Divisadero, donde un hotel del mismo nombre fue construido sobre unas tierras que, aseguran los rarámuri de Mogótavo, municipio de Urique, le pertenecen ancestralmente a su pueblo. Desde 1980 luchan legalmente por la recuperación de mil 500 hectáreas que les fueron arrebatadas por la familia Sandoval, la cual, a su vez, ha vendido parte del territorio. En el contexto de la lucha pacífica por la recuperación, desde el 2021 pesan demandas penales sobre los tres gobernadores tradicionales de la comunidad.

 

Los rieles del despojo

Desde la parte alta de la meseta, conocida por los de fuera como Cerro de Las Estrellas y al interior de la comunidad Mo’olchi, que quiere decir «cabeza”, por la latitud en la que se encuentra, se observa a lo lejos el parador turístico Divisadero, con su vista privilegiada a las barrancas más profundas de México. De noche, desde Mo’olchi en el cielo se aprecian con claridad las constelaciones del Universo, y una nítida Vía Láctea cruza el tapiz celestial. Aquí es Mogótavo.

Entre el paisaje celeste y la unión de cañones milenarios, Luis González Rivas, gobernador tradicional de la comunidad, define lo que defiende: “El territorio tiene árboles, aguajes en los que tomamos agua, de aquí tomamos la leña porque con el aguaje crecen los encinos y los pinos. Hay algunos animalitos que ellos mismos cuidan el agua y que no se retiran de ahí. Son chiquitos, les dicen la madre del agua. También hay culebras que cuidan el agua, no son bravas y no les hacemos nada nosotros tampoco. Aquí hay muchas víboras, en los cerros, en las barrancas, ellas comen ratoncitos y ardillitas. Hay alacranes, escorpiones, lagartijas que comen mosquitos. Hay gavilanes, zopilotes, cuervos. Los gavilanes roban mucho, pero también pasan las águilas reales que se llevan cosas y comen ardillas. Aquí hay plantas medicinales para la diarrea, para el dolor del corazón, y para calmar la tos está el chipugame que calienta el cuerpo y que cuando empiezas a sudar quiere decir que ya estás sacando la enfermedad”.

Miguel Manuel Parra, rarámuri vocero la comunidad, añade: “el territorio es lo que habitamos, es nuestro patrimonio, el lugar que nos heredaron nuestros ancestros, los abuelos, bisabuelos y las generaciones que nos antecedieron”.

En la década de los sesenta, con los rieles de El Chepe entró el desarrollo turístico a la región y, afirma Parra, “inició el despojo de nuestros bienes materiales e inmateriales”. Detrás del vocero de Mogótavo, a lo lejos, se observa el techado rojizo del hotel Divisadero Barrancas, construido por la familia Sandoval en 1973 al borde de las Barrancas del Cobre.

“Los que desarrollan esas construcciones”, advierte Parra, “dicen ser dueños de todas estas áreas, pero nosotros somos los verdaderos posesionarios, los que genuinamente habitamos aquí, los que estamos día y noche, los que cuidamos, los que sabemos quiénes somos y a dónde vamos. Sabemos los nombres de los sitios de cada lugar. Otras personas llegan aquí y le ponen otro nombre, pero ya tiene el suyo original”.

La sala principal del hotel, junto al bar, tiene enormes ventanales desde los que los turistas observan el complejo de cañones de Barrancas del Cobre, Urique y Tararecua. A unos pasos del lugar, sin cristal de por medio, la mirada es circular, pero parece, dice Perla, que a algunos les gustan las ventanas y tomar un trago con ese paisaje de fondo. Los rarámuri, por su parte, tienen contemplado “otro turismo”, con caminatas guiadas por ellos a lugares que sólo su cultura conoce.

Miguel Parra y el gobernador rarámuri Luis González explican que actualmente reclaman tres fracciones del territorio de aproximadamente 500 hectáreas de extensión cada una, que fueron tituladas a nombre de la familia Sandoval. A su vez, añaden, esa familia vendió una parte a otras personas para formar el llamado Fideicomiso Barrancas del Cobre. “Hay otro lugar, donde ahora está el Parque de Aventuras Barrancas del Cobre, y aquí, donde estamos sentados (Cerro de las Estrellas), que también fue vendido por la familia Sandoval, que dice ser la dueña”, explica Parra. En total, mil 500 hectáreas.

En los años ochenta la comunidad reclamó al gobierno el reconocimiento de este territorio como una dotación ejidal, pero, lejos de responder a la demanda, las tierras se dieron “a personas que no son originarias, pero que llegaron aquí y vieron que era bueno explotarlas de manera turística. De manera fraudulenta les dieron esos títulos. Quien tiene los papeles puede hacer lo que quiera, y el que no tiene papeles no, aunque haya vivido siempre aquí y aunque tenga la posesión plena, sepa todo el hábitat, lo cuide, lo camine, vea el amanecer, las lluvias, el ciclo de la vida diaria, el canto de los pájaros, el silbido del aire. Todo eso lo apreciamos, mientras que otros sólo llegan a esa parte en la que tienen su hotel y no conocen más allá”, señala Parra.

La demanda concreta de su comunidad, explica la autoridad tradicional, “es el reconocimiento del territorio como propio, que pueda vivir de manera libre, pacífica, que nadie la moleste, que pueda desarrollarse de manera armónica con la naturaleza, que tome la determinación de lo que quiere”.

El resto del territorio ancestral ya está titulado a ejidos colindantes. Resulta que “cuando reconocieron a los ejidos vecinos, dejaron esta parte vacía para estas personas (los Sandoval), a las que después les dieron los títulos. Los ejidos fueron creados en la década de los treinta. Pero para nosotros, los rarámuri, no existen límites, esos los impone el Estado cuando fraccionan en municipios, ejidos y pequeñas propiedades”, explica con claridad Miguel Manuel Parra.

Ante el despojo, las familias de Mogótavo se quedaron viviendo entre dos sistemas de propiedad: la privada, que se adjudica la familia Sandoval, y la ejidal, “pero nosotros no somos reconocidos ni como propietarios, avecindados, ni como ejidatarios, solamente vivimos ahí, pero es nuestra tierra. Antes que tener una figura jurídica de tenencia, es territorio indígena rarámuri”.

Todos los cerros que ves ahí enfrente son de Mogótavo

Por encima de las Barrancas del Cobre, Tararecua y Urique, y a lo largo de tres kilómetros, se extienden los cables del teleférico que forman parte del Parque de Aventuras Barrancas del Cobre. Se presume como el tercero más largo del mundo sin torres intermedias, pero para el pueblo rarámuri no significa nada, si acaso la posibilidad de ofrecer algo de su artesanía a los turistas que desean hacer el viaje.

Enrique Manuel Parra, segundo gobernador tradicional e integrante del consejo directivo de Awé Tibúame, asociación civil creada por la comunidad para canalizar sus proyectos de desarrollo comunitario, explica, mientras el teleférico va y viene, que el terreno sobre el que se construyó la estación “A” pertenece a su comunidad. “En 2009”, cuenta, “cuando se estaba haciendo el teleférico no hubo ninguna consulta para realizar las obras. Nomás vimos que estaban haciendo la limpieza para empezar. En ese tiempo nosotros estábamos ocupados en otra lucha y no se supo mucho de esto. Como era del Fideicomiso Barrancas, ellos lo hicieron a su modo. El teleférico es una imposición que hizo el gobierno”.

“Todos los cerros que ves ahí enfrente son de Mogótavo”, reitera Enrique Manuel. Por eso “seguimos reclamando que se anulen los títulos de los que se dicen propietarios. Nosotros somos los de más antes”.

Enrique observa todo el panorama, mira hacia abajo del barranco y luego hacia el horizonte y describe: “Este es el lugar donde nosotros crecimos, donde tenemos las tierras, la casa, donde están los seres vivos que usamos para alimentarnos, como las ardillas, los conejos, venados. Es ahí donde pastoreamos también las chivas, las vacas, sembramos maíz, frijol, tenemos árboles frutales de manzana, durazno, chabacano, peras. Aquí están también nuestros lugares sagrados, aguajes, centros ceremoniales. También de los animales y las plantas medicinales que tenemos en el bosque”.

Secunda su relato Luis González Rivas, el primer gobernador, hombre entrado en años, no sabe cuántos, pero es de respeto, como dicen por aquí: “Desde que yo era un niño chiquito los mayores batallaban sembrando maíz, frijol y papa. A veces se iban a la barranca a escaparse del frío y del aire, allá estaban un tiempo, unos dos meses, y se iban para arriba otra vez a trabajar sus tierras y las milpas. De niño me hacían una pelotita chiquita de madera y la pateaba con el pie. Así aprendí la carrera de bola o rarajípari, como le decimos en rarámuri. También ponía unas piedras de colores y decía que eran una cabra y una chivita y me mantenía jugando todo revolcado. Era feliz porque no tenía que hacer nada más que jugar, comer y dormir. La mamá preparaba el alimento y ya. El papá cargaba leña para el frío en la tarde para calentarse. Comíamos corazón de nopal. Mi padre traía maguey para usar como pinole, se tatemaba y sabía muy dulce”.

Hoy, aunque la vida ha cambiado mucho, y con los caminos llegaron los productos chatarra con algunas costumbres de fuera, “aquí la comida”, dice don Luis, “sigue siendo sana, pero cuando se compra en las tiendas ya no, sino cuando se preparan las papas que uno recoge de la tierra, o la calabaza, y te compras tantita leche y te llenas”. También, añade, siempre con una sonrisa, “hacemos baile de yumare y las mamás hacen tesgüino para las fiestas y las ceremonias. Ocupamos un guitarrero, un violinista. Nuestra vida es bonita”.

La batalla por la recuperación de su territorio ha sido más que lenta. “Tenemos más de 30 años queriendo que el territorio sea reconocido como de la comunidad rarámuri de Mogótavo, pero ha sido muy lento. La batalla está en los tribunales agrarios, ahí sigue la lucha. Aunque nosotros queramos que sea rápido, ahí se van acabando nuestros papás, nuestros abuelos”, advierte Enrique, quien, además de los cargos que ocupa, tiene una pequeña tienda a la entrada de la comunidad.

Una vida de caminos

El pueblo rarámuri vive en rancherías dispersas, siempre buscando el acceso al agua, a los alimentos y a las parcelas. “Nosotros caminamos las veredas y conocemos el territorio. Los vecinos pueden estar a metros o a kilómetros de distancia, hasta una hora o más caminando, donde no entra el carro”. Mogótavo es pequeña en relación a otras comunidades, con poco más de 90 familias, pero en general, dice el segundo gobernador, “los rarámuri llevamos una vida de caminos”.

Un recorrido por la localidad vecina de Areponapuchi permite ver lo que los rarámuri no desean. Hace aproximadamente diez años se desató el boom de hoteles y cabañas para el turismo que se han comido poco a poco el paisaje. No hay planeación ni estética, mucho menos vínculos con una cultura. Una consulta en Internet sólo arroja información para el turista, nada sobre su historia.

En Mogótavo lo tienen claro: “Jamás seremos eso. Nosotros sabemos quiénes somos. Pero la amenaza ahí está, nos quieren desalojar de aquí para realizar este tipo de complejos turísticos”, dice Miguel Manuel Parra al volante de la camioneta. En su comunidad la lengua es el rarámuri. Todos la hablan porque crecen escuchándola y su aislamiento de las ciudades les permite mantenerla. También hablan o entienden el castellano, pues algunos trabajan fuera o salen a estudiar.

“A los señores de fuera”, dice don Luis, “les gustan esos pedacitos de tierra (montañas, bosques y ríos) que parecen que están de oquis pero no están de oquis, porque nosotros por ahí pasamos y tenemos las veredas para caminar a gusto como lo hacíamos desde niños. Cada vivienda tiene cuatro o cinco familias grandes, algunos casados, otros en escuelas. Yo tengo muchos nietos ya, unos nueve. Estos señores nos quieren quitar, pero a nosotros nadie nos va a sacar de aquí”.

Desde otro gran mirador de Mogótavo, donde en otro momento el gobierno quiso  construir un parador turístico que no funcionó, el gobernador tradicional describe el paisaje: “Al lugar que se ve allá abajo le decimos komíchi, que es un arroyo, al río le dicen ba’kochi y al cerro rabó. Por allá hay cuevas, en los cerros, les decimos risochí. A veces caminamos y ahí nos escapamos del agua de lluvia hasta que para y nos vamos otra vez a caminar. En estas tierras, nuestras tierras, no va a pasar eso de que nos quieran quitar, porque todos las usamos. Bajamos leña de por allá para las escuelas y para cocinar y para los albergues”.

Estamos acostumbradas a ver las estrellas

Mercelia Batista tiene cuatro hijos: uno de 17, otro de 14, una de 9 y un pequeño de un año. “Me gusta ser mamá porque cuando estoy sola platico y juego con ellas, les enseño a hacer tortillas o aretes”, dice. Su jornada es larga. Se levanta y hace tortillas, lleva a los niños a la escuela y de ahí se va al teleférico, donde vende aretes, pulseras y collares y wares (canastos) que hace con hojas de pino. Mercelia opina que “no está bien que empresarios quieran venir a hacer cosas que no queremos. Es bonito vivir aquí. A veces estamos tristes por lo que hace la gente de fuera, que quiere robar nuestra tierra. Aquí sembramos maíz, frijol, papa, calabaza. Tenemos frutas como manzanas y duraznos. Se vive bien, pero la gente de fuera no entiende”.

Angélica señala con el índice el lugar en el que vive, y luego el rumbo de las casas de sus primas, tíos, su mamá y sus abuelos. Los que murieron, dice, “también son  parte del territorio. Viven aquí desde antes”. Ella, como Mercelia, comienza temprano sus labores, también hace y vende artesanía y disfruta caminar por la serranía. Cocina quelites, flor de maguey y nopales y se encarga de la cría de  gallinas y chivas. El 12 de diciembre y la Semana Santa son para ella y toda la comunidad las fiestas más grandes. Son días de tambores y bailes. Angélica está casada, tiene una hija y por lo pronto con una basta.

Todas las mujeres cosen su ropa. Y en pandemia se organizaron en un colectivo de costura. Estar juntas las hace más fuertes y contentas, afirma Albina Palma. Son 28 mujeres las que participan cosiendo blusas y faldas tradicionales y, entre puntada y puntada, “contamos chistes, platicamos, preguntamos, hablamos de nuestras familias. Nos contamos del marido, cómo nos tratan, si uno era tomador, otros que pegan, que no compran su comida. Y así”.

Las nahuas floridas y multicolores se mezclan con las blusas con hileras de triángulos en cuellos y puños. Son las cordilleras de montañas, donde nacieron. Hablan a un lado del pequeño cementerio, con las tumbas que tienen los tenis o huaraches que llevaba el finado colocados del lado de los pies, y su sombrero, si usaba, en la cabecera del monte de tierra. El cielo de este verano está despejado.

Aquí, dice Albina, “estamos acostumbradas a ver las estrellas”.

La resistencia es seguir viviendo aquí

En Mogótavo existe la escuela/albergue “Rebelión del Tarahumara”, en la que durante los días de este reportaje los niñas y niñas se preparan para su fiesta de fin de cursos. Luego los niños juegan rarajípari (carreras de bola) y las niñas ariweta. Los de la comunidad regresan a sus casas, pero 74 niños y niñas que vienen de lejos se quedan a dormir en un impecable albergue.

Ya jóvenes, explica Ernesto Batista, algunos se van a trabajar a los campos agrícolas de Sinaloa, Sonora o Baja California, donde recogen las cosechas de chile, tomate, cebolla y ejotes. “Se van por temporadas y vuelven hasta que se les acaba el dinerito que ganan, para volverse a ir”. Así es la vida en la sierra.

Para Ernesto la resistencia es justo “que seguimos viviendo aquí. La resistencia es no abandonar el terruño donde vive uno. Siempre vivimos aquí. Me ha tocado salir, pero siempre la familia está aquí y nunca nadie se queda solo, por si la gente mestiza viene a molestar o hay que reunirse para una emergencia”. Salir a trabajar, aclara, “no es irse de la comunidad”. Hacia Estados Unidos, por ejemplo, nadie va.

La vida, insiste Ernesto, “no es fácil, pero aquí vivimos. Muchos de los jóvenes como yo tenemos cargos para la comunidad. Yo tengo cargo en el Divisadero, en el comité de casetas. Hay otros jóvenes que dicen que tienen pensado estudiar para tener un beneficio cuando sean grandes e incluso para tener una buena forma para defender el territorio. Así me han contado los más chiquitos. Yo les digo que le echen ganas, porque tal vez al rato no haya quien defienda como nosotros”.

Línea del tiempo

Miguel Manuel Parra se detiene en el paraje Rajúbili, justo donde inició la historia de despojo en 1909. Hay documentos y testimoniales que confirman que un señor de nombre Tirso Loya se asentó en el lugar. “Nosotros sabemos bien que fue un despojo, porque dio un bote de aguardiante a una persona de aquí, la emborrachó. Es la estrategia, para que después le digan a la persona ‘me vendiste esto por esto otro que te di’”.

Posteriormente, en 1921, llegó a la región de las barrancas Indalecio Sandoval, quien obtuvo una sesión de derechos de Tirso Loya del rancho Rajúbili y lo nombró Mesa de la Barraca, y después Cinco Hermanos. “Este cachito es un rancho de no más de dos hectáreas. Después del intercambio de ranchos, Sandoval va a Bocoyna con unos testigos que no eran originarios de aquí, sino vecinos de Creel, y registra mil hectáreas, con un testimonial de que poseía la tierra y de que era suya”.

Aquí, insiste Manuel Parra, “es el origen del despojo primario, lo demás fue consecuencia de que registraran la propiedad”. Cuando llega a la región el reparto agrario postrevolucionario se crean los ejidos San Alonso y San Luis de Majimachi, colindantes con Mogótavo, a quien no se le reconoce. “Con la revolución no hubo justicia, menos para los pueblos originarios, quizá para los mestizos sí”, lamenta el vocero rarámuri.

Debido a que no podía poseer grandes extensiones de tierra, Sandoval fracciona en tres lotes y obtiene títulos provisionales, y después consigue el documento a Perpetua Memoria en la cabecera municipal de Bocoyna. Por eso, cuando se hicieron los ejidos en los años treinta, no pudieron registrar a Mogótavo como tal. En la década de los sesenta, con la llegada de El Chepe, se desarrolla el turismo y en 1970 la familia Sandoval construye las primeras cabañas turísticas en el Divisadero, obras para las que incluso se derribaron viviendas rarámuri.

En 1980 Mogótavo solicita a la autoridad agraria la dotación de tierras para conformar un ejido que les niegan dos años más tarde, con el argumento de que Efraín, Indalecio Jr y Leopoldo Sandoval son propietarios de mil 500 hectáreas, sin tener posesión ni conocer el territorio. En 1984 se le niega a la comunidad el ejido y se le otorga el título definitivo a Ivonne Elizabeth Sandoval Almeida, y más tarde, en 1999, a su hermana Odile Carolina Sandoval Almeida. Serán ellas quienes realicen las ventas posteriores.

El Fideicomiso Barrancas del Cobre se crea en 1997 “para impulsar el desarrollo turístico de la región”, y un año más tarde Ivonne Sandoval vende al Fondo Nacional de Fomento al Turismo (Fonatur) 147.6 hectáreas para el Fideicomiso. Años después, en 2009, su hermana Odile vende 154 hectáreas a Ricardo Orviz Blake, Agustín López Dumas, Omar Bazán Flores, Jesús Alberto Cano y Ricardo Valles Alveláis, en 2 millones 250 mil dólares.

La comunidad de Mogótavo reacciona con un juicio de controversia territorial ante el Tribunal Unitario Agrario del Distrito Cinco de Chihuahua, por el reconocimiento de su territorio ancestral, solicitando la nulidad de las adjudicaciones y compraventas de su territorio, que se les niega en 2018.

Miguel Manuel Parra relata, paso a paso, las irregularidades y atropellos del camino jurídico. “Cuando fue la venta en el 2009 de 154 hectáreas, los cinco empresarios compraron esa parte de propiedad privada. La Meseta atraviesa la línea del ejido de San Luis de Majimachi, y como esa parte no podían venderla, hicieron un arrendamiento por cierto número de años. A nosotros nos dijeron que iban a hacer un convenio para desarrollar algo aquí, que ya estaba rentado y que harían que nosotros viviéramos en otra parte. Empezaron a convencer a gente del ejido. Nos mostraron sólo una maqueta con un tinaco de 10 mil litros”.

Los rarámuri son acusados penalmente de ocupar su territorio

En la compraventa de “la propiedad privada”, que es “la parte donde estamos nosotros, había una cláusula que decía que iban a entregar limpio, entonces aquellas personas que vendieron esos terrenos tenían un vicio oculto. Querían sacar a los rarámuri, o se habían comprometido a eso. Fue ahí cuando volvimos a despertar”, relata Miguel.

Pero su despertar les salió caro. En 2021 la comunidad se entera de que existe una demanda penal contra los gobernadores tradicionales Luis González, Enrique Manuel Parra, Bertha Cruz Moreno y 14 personas más, interpuesta por Ricardo Orviz Blake, por despojo agravado. Es a los rarámuri a quienes acusan de vivir en un inmueble ajeno.

Ricardo Orviz Blake es exdiputado del PRI y dueño de la empresa Fraccionadora Orviz, y los que están con él son Omar Bazán Flores, diputado plurinominal, cuyo suplente Enrique Alonso Rascón Carrillo es ahora el titular de la Secretaría de Pueblos y Comunidades Indígenas; Jesús Alberto Cano Vélez, exdiputado del PRI en Sonora y exdirector de la Sociedad Hipotecaria Federal; Agustín López Daumas y Ricardo Valles Alveláis, quien ya falleció. “¿Cómo es posible que, por ejemplo, conociendo la zona y sabiendo que es la Sierra Tarahumara donde habitamos los rarámuri, ahora, no conformes con que hayan reducido a la mitad nuestro territorio ancestral más basto, aun así quieran exterminarnos y desaparecernos por intereses comerciales?”, se pregunta el entrevistado.

La demanda se archivó por un tiempo, pero al tomar posesión la actual gobernadora, María Eugenia Campos Galván, proveniente de las filas del PAN, revivió el caso. “Ella entró en septiembre de 2021 y para octubre ya había una cita en Cuauhtémoc. Sacaron los nombres de la lista que traía a los que querían reubicar, pero como la lista la hicieron en 2009, cinco ya estaban fallecidos. Ni cuenta se dieron”, señala el vocero.

En septiembre de 2022, otra demanda se interpone en su contra, esta vez de carácter civil y contra las mismas personas de la comunidad.

“Son 14 años de que se reanudó la lucha. El proceso va. Son batallas que no hemos perdido porque seguimos dándole. La resistencia sigue, sean las batallas que sean”, finaliza Miguel Parra.