La mala reputación de la política procede de la falta de visión de quienes la ejercen.
El ejercicio de la política no es sucio por sí mismo; su aura contaminada y opaca ha sido producto de un mal desempeño de quienes poseen la autoridad para tomar decisiones que afectan a la comunidad a la cual representan. Es evidente que la política, como actividad y como sistema de gobernanza, es un recurso indispensable en la vida de cualquier sociedad organizada cuyo bienestar dependa de una visión inteligente sobre la distribución de sus riquezas, el equilibrio de poderes entre sus instituciones y la transparencia en la gestión de sus autoridades.
En nuestro continente, con su cauda de conflictos armados, violaciones de derechos humanos, sumisión ante el poder de imperios económico-corporativos y el generoso patrocinio de la droga a candidatos a gobernantes, la palabra “política” se ha ido transformando en sinónimo de corrupción. El abuso de autoridad y la violación impune de leyes y tratados, con la consecuente generación de una especie de ideología de la desconfianza cuya fuerza afecta al presente y futuro de las naciones, ha provocado un ambiente de escepticismo entre la juventud actual, la cual ya no cree -con mucha razón- en el sistema.
A los jóvenes no solo los han engañado una y otra vez, restándoles oportunidades de acceso a una vida mejor; también les escatiman las herramientas capaces de proporcionar información necesaria y confiable sobre las distintas opciones y sobre el escenario electoral. Los sistemas educativos -los cuales, de paso, dependen de políticas públicas- han sido empobrecidos para satisfacer los intereses de las élites económicas, las cuales dependen de empleos mal remunerados y de la imposición de su propia agenda.
A ello es imprescindible sumar el entarimado de leyes creadas por las asambleas legislativas a su propia medida con el fin de mantener el control sobre el poder político partidista, a espaldas de la ciudadanía. Estos sistemas han obstaculizado el acceso de líderes populares a las altas magistraturas, han impedido la reformulación de las leyes electorales y han criminalizado toda oposición utilizando un discurso populista con atisbos de las tácticas de la Guerra Fría. Es decir, el ejercicio de la política se ha ido consolidando como un arma de ataque contra las sociedades a las cuales debe rendir cuentas.
Son pocos los países de nuestro continente en donde todavía existen instituciones capaces de generar un nivel aceptable de confianza en el ejercicio del poder. Pero, en su mayoría, han sido invadidos por individuos incapaces, corruptos, aliados con las élites económicas y sometidos a la voluntad de países más poderosos, cuyos intereses priman por encima de los de nuestros pueblos. Esto, sin contar con las presiones de organizaciones criminales de narcotráfico, trata de personas y control de prisiones cuya presencia ominosa está infiltrada hasta en los más elevados estratos de los gobiernos.
Las primeras víctimas de este ambiente de escepticismo y pérdida de credibilidad son los procesos electorales. En ellos se evidencia con fuerza el desgaste de sistemas supuestamente democráticos que hoy no resisten el menor análisis. Es en estas supuestas “fiestas cívicas” en donde queda de manifiesto el grave empobrecimiento del poder ciudadano y la ausencia de propuestas políticas capaces de dar la vuelta de tuerca al desprestigio que hoy impera.
Un gobierno corrupto tiende claramente hacia el establecimiento de una dictadura.