Por Hugo Behm Rosas*

FRATERNIDAD EN LOS CAMPOS DE CONCENTRACION DE LA DICTADURA

Del prólogo de Miguel Lawner:

Este es un canto de fraternidad por encima del odio.

No abundan los libros escritos sobre las experiencias que sufrieron decenas de miles de chilenos, confinados por la dictadura militar en centros clandestinos de prisión, tortura y/o desaparición.

La mayoría describe, con mayor o menor detalle, los crueles tormentos a los que fueron sometidos.

El libro del doctor Hugo Behm es algo diferente. Pone énfasis en el sentimiento de solidaridad, de confraternidad y ayuda mutua entre los prisioneros políticos, que ayudan a superar las adversidades a que están expuestos. El autor destaca los lazos de compañerismo, que según afirma, no alcanza ningún momento fuera de la prisión.

————————————————————————————————————————————————————————————————————-

SOLIDARIDAD ENTRE REJAS

Vuelvo a mi relato. Un día se abrió la puerta, la guardia había cambiado y algunos en particular no eran tan fieros como los otros.

Uno llegó incluso a aceptar que le encargáramos comprar algunas cosas en sus horas libres o cuando estuvieran de franco, como ser cigarrillos o jabón o detergente (porque
estábamos sucios, abandonados) y papel de baño. Todo lo guardábamos, como los bienes nuestros más preciados, en un pequeño closet, los ahorrábamos con sumo cuidado y los compartíamos igualitariamente.

Cuando me fueron a decir que me iba, lo único que yo tenía era mi ropa personal y una frazada que había alcanzado a traer de mi casa; miré el papel de baño… y le pregunté al
guardia: “Dígame si en el sitio a que voy necesito esto, porque si no es así, yo se lo dejo a mis compañeros”. Me contestó: no lo iba a necesitar. Me volví a mis compañeros, nos
abrazamos con tanto cariño y con lágrimas en los ojos, no deseamos recíprocamente que nos fuera bien, nos miramos a los ojos, pensando todos que yo era portador de los recados de ellos, porque con esa información sobre el papel toilette pensamos que yo saldría en libertad. Así nos separamos.

Me hicieron atravesar por el pasillo y llegué a las oficinas, donde me hicieron firmar un libro y otra vez me tomó un carabinero y… ¡pasé al pabellón del lado, o sea a “Tres
Álamos”!

Esta fue una experiencia aún más profunda de la solidaridad a que me estoy refiriendo.

En ese pabellón del lado la diferencia principal era que no se estaba incomunicado, se veía por fin a la familia, se recibían otras visitas y con todas ellas, ropas y alimentos. Lo
fundamental era que uno pasaba a ser ya un prisionero con nombre, con marca y con número; el riesgo disminuía; la angustia de la familia terminaba. Se ganaban otras cosas
extraordinarias: se conseguía no estar encerrado en la celda, salir al patio a la hora que quisiera, dentro de las horas permitidas. Era formidable poder ir al baño cuantas veces
quisiera, lavarse y bañarse.

Cada vez que aparecían los prisioneros en la puerta de hierro, el sargento llamaba al prisionero que estaba más cerca en ese nuevo campamento y éste gritaba: ¡Comité de
Solidaridad! Salía a la recepción el Comité de Solidaridad, pero a la vez todos los prisioneros salían a recibir a esos nuevos compañeros porque cada uno había hecho a su vez
el mismo tránsito, cada uno había cruzado esa puerta con iguales esperanzas. Cada uno sabía que el que llegaba venía sucio, venía hambriento, venía angustiado, que estaba pálido, que estaba esperando algo nuevo. Cuando atravesé esas puertas con otros, esas caras se me acercaron, esos compañeros se reunieron a montones a mi alrededor, había unas pocas caras conocidas, las otras me eran extrañas pero no sus miradas. Todos me dijeron: compañero, pasa por aquí, adelante, siéntate; me llevaron a la primera celda – donde yo iba a estar después instalado- siéntate, quédate tranquilo, vas a tener después visitas, vas a ver a los tuyos, te van a traer alimentos, no te inquietes, ya no te van a torturar, ponte cómodo, cómete este sandwich, toma este café, toma este vaso de leche, cómete esta fruta. Lo mejor de todo lo que se había acumulado se entregaba a este extraño, que en verdad no era un extraño, que era uno mismo en otra etapa. Ahí estaba la ducha, a la vez estaba la toalla del amigo, su jabón para lavarse uno. Los nombres se sucedían rápidamente, las historias se contaban y uno se incorporaba a este mundo admirable que tenía nuevas “prebendas” si así pudieran llamarse, que eran normales en la vida ciudadana, pero de las que habíamos estado privados y cuya recuperación saboreábamos.

En esta otra sección la solidaridad tenía un ámbito mucho mayor. Los prisioneros estaban en celdas y ahí caían según las vacantes que hubiera y el gusto de la guardia. Pero
todos se organizaban en las llamadas “carretas”, término que tiene su origen en la cárcel, en la penitenciaría y es propio del lenguaje del hampa. La “carreta” era un grupo de
prisioneros amigos que se juntaban para compartir todo lo que tenían y todo lo que les traían sus visitas. Las compañeras cuando visitan a un hombre preso naturalmente quieren traerle todos los alimentos que consiguen, y aparecen las frutas y los tarros de conservas, las ensaladas, las carnes preparadas, los dulces, los cigarrillos y también la ropa. Todo ello se recibe en un día determinado y los sábados por la mañana los prisioneros se organizan para ir a buscarlo a la entrada del Campo de Concentración, donde las compañeras dejan las maletas, los paquetes y los canastos. Cada “carreta” tiene un encargado del almacenamiento, al que se conoce con el nombre de “Natacha”. Según la “carreta” la “Natacha” cambiaba todos los días, cada dos días o cada semana. La “Natacha” o las “Natachas” – porque podían ser simultáneamente dos por “carreta” – tenían la obligación de recibir los alimentos y de clasificarlos y de preparar, a la hora del almuerzo o comida, los alimentos adicionales que hubiera que hacer. Tenía además la  obligación de ir a recibir del fondo de comida que traía la Brigada de Servicios -que era de los prisioneros también- los alimentos para todos, de poner la mesa, de lavar los platos y de mantener el aseo de las celdas. Todos democráticamente y sin ninguna excepción pasaban por los servicios aludidos y había de por medio un asunto de amor propio en ser la mejor “Natacha”, de preparar la mejor comida, de tener la celda mejor aseada. Recuerdo que nosotros llegamos a conseguir, poco a poco a lo largo de los meses, cera y virutilla que nos trajeron nuestras compañeras, para dejar brillante el parquet de la celda. Incluso llegamos a conseguir una pintura barata y pintamos la celda, porque estaba en muy malas condiciones. Cada uno, consiguiéndose una tabla por allá, una tabla por acá o que se la traían con los comestibles, hizo algunas divisiones a su closet, hizo un pequeño cajón de velador o de división y el grupo se organizó así en muy buena forma.

Lo fundamental desde el punto de vista de la solidaridad es que todos estos bienes son comunes, absolutamente todos. Al obrero y al campesino les traen muy pocas cosas, pero con igual cariño que para aquél que, por tener más, le traían sencillamente más.

Todo esto es compartido e igualado en forma perfecta. Nadie agradece nada, porque es un derecho inalienable reconocido a todo prisionero. No hay humillación en quien recibe la comida de otro porque su familia nada le trajo; no hay satisfacción mezquina, paternalismo ni prepotencia alguna en aquél que tiene más y lo comparte todo. Aún más, se hace una lista todas las semanas de aquéllos que no han recibido visitas y, por lo tanto, no han recibido comida u otras cosas. Y la Brigada de Solidaridad, provista de una amplia frazada recorre cada una de las celdas, y cada “carreta” entrega su donación a ese fondo común. Ese fondo común es ordenado en una mesa, clasificado escrupulosamente en paquetes iguales y cada prisionero que no tuvo visita recibe en consecuencia de todos sus compañeros – conocidos y desconocidos- la parte que a él le corresponde por ese derecho reconocido por todos para todos.

Eso es la solidaridad entre las rejas de un Campo de Concentración en el Chile de hoy.

 

ESPORA EDICIONES, Santiago de Chile 2019

*Hugo Behm · Después de obtener su título de médico cirujano en 1936, a partir de 1953, se dedica a la bioestadística, formándose en la Escuela de Salubridad de Chile y en la Johns Hopkins University, profundizando sus estudios en la Columbia University, en Nueva York. Colaboró en temas de salud pública con Salvador Allende, desde los años en que el futuro Presidente era senador de la República. En 1974 es hecho prisionero por el régimen militar. En septiembre de 1975 es trasladado desde el campo de concentración de Ritoque y expulsado del país, gracias a las gestiones realizadas por la Asociación Americana de Salud Pública (APHA) en pro de la liberación de seis trabajadores de la salud detenidos y encarcelados.