La gente decente que vive en Chile, y que sí la hay, paga las consecuencias de la acción de bandas organizadas de delincuentes y de muchas décadas de impunidad que ha favorecido sobre todo a la clase política y empresarial. Nuestro país se había ganado un justo título de probo en comparación a otras naciones de América Latina, sin embargo, ahora compite con los de altos grados de corrupción y delincuencia, tanto así que ya se recomienda en el extranjero no viajar hasta aquí, cuando se cuentan por decenas los turistas cotidianamente asaltados y agredidos por las bandas de ladrones que operan a plena luz del día.
Nuestros tribunales y fiscalías no dan abasto con tantas causas. Ello favorece las prescripciones de muchos delitos y, en definitiva, que los hechores recobren su libertad. Es cierto que procesos que involucran a políticos y empresarios corruptos demoran demasiado en resolverse y pueden alentar solidaridades y protestas incluso desde el extranjero. Por ejemplo, recién, cuando un grupo de ex mandatarios y jefes de estado, como el de Argentina, se permiten criticar a nuestra Justicia e imputarle a jueces y fiscales la intención de perseguir a los inculpados por razones políticas. No es extraño que entre los que firmaron esta carta reprochando el accionar de los persecutores chilenos haya dirigentes que en sus respectivos países han sido sindicados como corruptos. Cuestión extremadamente grave cuando se declaran de izquierda o de centro izquierda. Lamentablemente, ya no hay duda de que existe una colusión de partidos y líderes del continente para recibir sobornos de las empresas que buscan favorecerse de su relación con estos.
No estamos suponiendo que nuestros jueces sean del todo virtuosos y honorables. Sabemos que existen también los que prevarican y consiguen dilatar los procesos en connivencia con los poderosos abogados que representan a los delincuentes llamados “de cuello y corbata”. Es público y notorio que muchos criminales de la Dictadura resultaron finalmente absueltos y cumpliendo penas absurdas en relación a sus gravísimos delitos, así como ahora existen condenas vergonzosamente benignas para los ejecutivos involucrados en severos fraudes en desmedro de los consumidores, o en casos descarados de cohecho para influir en las decisiones legislativas y gubernamentales.
Siempre ha existido corrupción. Sin embargo, en los últimos cincuenta años el propio Pinochet, además de asesino, resultó ser un ladrón junto a muchos de sus secuaces que se enriquecieron, entre otros delitos, con las empresas fiscales que recibieran de él a vil precio. Todo un episodio de la historia que fuera soslayado también por los sucesores del Dictador. Siempre con la excusa de que no había que “agitar el avispero” a objeto de que la Transición a la Democracia pudiera resultar airosa. ¡Vaya cuantos crímenes se cometieron en nombre de este cometido!
De esta manera es cómo estas impunidades favorecieron las impudicias de los gobernantes que les sucedieron en La Moneda, en el Parlamento, las municipalidades y las Fuerzas Armadas. Por algo, prácticamente todos los últimos comandantes en jefe y altos oficiales de las tres ramas castrenses y de Carabineros mantienen procesos vigentes por sus actos de malversación y enriquecimiento ilícito. Los que ojalá resulten algún día condenados antes que sus vidas se extingan, como ha sucedido ya con varios de ellos. No nos engañemos, la desmedida dilación de algunos bullados procesos a los que favorecen es justamente a los imputados, como es la prescripción que terminó exculpando a un ex senador de la República.
Hoy también se asume que el narcotráfico se ha asentado en todo el país y que sus capos operan incluso desde el interior de las cárceles, para continuar traficando, al tiempo de amenazar e intentar sobornar a los jueces que los investigan. Los decomisos de droga son constantes, mediáticos y multimillonarios, cuyas cifras en nada desmerecen respecto de lo que sucede en los países que producen la droga y comercializan. Actualmente Chile no es solo un pasadizo de los estupefacientes; aquí se procesan drogas duras, se exportan y también se consumen en elevadas cifras.
Siempre el delito común tiene aliciente en la impunidad que favorece a los más poderosos. Con mucha razón, los pobres e indigentes se sienten animados a delinquir para formar parte de la sociedad consumista sacralizada por la publicidad de los canales de televisión. No debiera extrañarnos, además, que los despojados de sus tierras busquen hacerse justicia por sus propias manos, si se considera que las poderosas empresas forestales arrasaron también en su hora con incendios intencionales nuestra flora y fauna nativa y ancestral. Es evidente, ahora, que el fuego que quema tantas y extensas regiones es atizado por personas que carecen de raciocinio respecto de todo el mal que ello provoca y afecta especialmente a los hogares y actividades de las familias más modestas. Tal cual como aquellos incendios en los cerros de Valparaíso mediante los cuales las empresas constructoras consiguen muchas veces abrirle espacio a sus emprendimientos.
Nos duele reconocerlo, pero Chile es un país conmovido por toda suerte de delitos, a los cuales hay que agregar la usura de los bancos, las ignominias de las administradoras de los fondos de pensiones, así como el lucro escandaloso de la salud privada. Ya casi no hay referente que no escape al desprestigio social y a la falta de credibilidad de la población. Fenómeno que alcanzó también a los obispos y sacerdotes pederastas y que empieza a afectar la esperanza que tenía un país en la renovación de sus mandatarios, cuando ya se comprueba a tantos jóvenes arrastrados por el relativismo moral y asumiendo las mismas prácticas políticas de los que hasta ayer denostaron y lograron derrotar. Los que, paradojalmente, vuelven a gobernar de nuevo coludidos con la derecha y los poderes fácticos en el Congreso Nacional a fin de impedir que tengamos una Constitución de factura realmente democrática y ciudadana.