Por Hugo Behm Rosas*

FRATERNIDAD EN LOS CAMPOS DE CONCENTRACION DE LA DICTADURA

Del prólogo de Miguel Lawner:

Este es un canto de fraternidad por encima del odio.

No abundan los libros escritos sobre las experiencias que sufrieron decenas de miles de chilenos, confinados por la dictadura militar en centros clandestinos de prisión, tortura y/o desaparición.

La mayoría describe, con mayor o menor detalle, los crueles tormentos a los que fueron sometidos.

El libro del doctor Hugo Behm es algo diferente. Pone énfasis en el sentimiento de solidaridad, de confraternidad y ayuda mutua entre los prisioneros políticos, que ayudan a superar las adversidades a que están expuestos. El autor destaca los lazos de compañerismo, que según afirma, no alcanza ningún momento fuera de la prisión.


EL ENCUENTRO (II)

Con precaución colocó su muñeca en el estrecho campo visual de sus ojos vendados y miró hacia abajo, por sobre sus mejillas. Las tres, las tres de la tarde. Sintió el ruido de un fondo que era arrastrado, de platos y cucharas. El reparto progresó lentamente hasta que lo oyó cercano. Estiró sus manos, las palmas hacia arriba y se le ocurrió de pronto que había llegado al punto de mendigar la comida. Empezó a comer con ansia ese alimento tibio que su cuerpo esperaba tantas horas. En la fila de adelante, que ya había comido, oyó la voz de otro prisionero: “Putas que tengo hambre”. Entonces, sin pensarlo más, le pasó su plato a medias y se sintió mejor, por primera vez.
En la medida que la Voz no lo prohibía de modo expreso, empezaron a enhebrarse en el silencio los diálogos, breves y en voz baja:
“Me llaman Pedro, Juan, Alamiro, Miguel, Mario, Enrique”
“Yo labro la tierra”
“Yo construyo la vivienda del hombre”
“Yo amaso su pan”
“Yo corto sus ropas”
“Yo enseño a sus niños”
«Yo curo sus heridas”
“Yo aprendo a ser hombre”
“Me detuvieron en la calle, en el trabajo, en la escuela, en la casa de mi madre, en mi propia casa”
“Dicen que escribo propaganda, pero soy analfabeto”
“Dicen que era terrorista porque tenía explosivos, pero como podía romper la roca sin ellos, si soy minero”
“Dicen que dicen tantas cosas”
Tímido al comienzo, el diálogo se fue extendiendo y el murmullo crecía por momentos. Los lazos se amarraban.
“Pero tu trabajas en la fábrica donde yo laboro”
“Tu estudias en la escuela donde yo enseño”
“Tu aras la tierra donde yo araba”

“Hoy no hay comida” anunció la Voz. Los hombres enmudecieron, pensando cuán lejos estaba el almuerzo del día siguiente. Entonces recibo por primera vez la voz de una mujer.
¿Pero había también allí mujeres detenidas? La voz le sonó clara y melodiosa. “Jefe – dijo – yo tengo plata. ¿Podríamos mandar a comprar café y pan?” ¡Como era de sabroso el pan que llegó a sus manos! Y el café caliente pareció la vida misma para tanto cuerpo frío.
¡Silencio! Ordenó la Voz. Y el silencio se hizo de nuevo. Pero era otra forma de silencio. Tenía la tibieza de la amistad reencontrada, de la maciza, invisible, fraterna compañía.
Trató de imaginar los cuerpos y los rostros tras esas voces que emergían, en su noche. El campesino habría de ser un hombre de rostro curtido por los soles y los vientos de su campo, con el pelo enmarañado y duro, rala la barba. Y el minero, cuya voz sonaba cascada por loa años, tendría la cara surcada de arrugas, el pelo escaso y cano, fuertes y callosas las manos secas. Imaginó al  estudiante con el rostro risueño de los 18 años, escasa la barba e incipiente bigote, el pelo crespo y abundante, que le inundaba el cuello. Y ese obrero que bromeaba con un humor que la interminable espera no lograba empañar, tendría el rostro lleno y bonachón, los ojos pequeños y alegres, la sonrisa franca y contagiosa. Se preguntó cómo luciría esa pieza, tarde en la tarde, iluminada por el sol invernal que empezaba a morir, plena de esos hombres vendados que esperaban inquietos.
Oyó acercarse al prisionero, inseguro el paso, con pies que arrastraban. Le habían llevado hasta el asiento y allí se había quedado inmóvil, envuelto en la frazada. El silencio se quebró bruscamente con su sollozo. Era el ruido quedo del dolor, de la desesperanza y de la ira. El silencio se hizo pétreo, expectante y denso. Y entonces habló el viejo prisionero:
“Permiso, Jefe, para decirle algo al detenido”. “Habla”, respondió la Voz, y había sorna y curiosidad en su tono. La voz del viejo prisionero era grave y cálida, y su palabra pareció acariciar suavemente al sollozante. “No pierdas la fe y la esperanza – dijo – porque no estás solo, nunca más estás solo”.
El silencio de la sala pareció cobrar vida, empapado en ese mensaje preñado de solidaridad, como una cálida corriente que entibiaba las aguas frías de un océano, portando la vida. La voz se expandió en el aire y penetró en el cuerpo de cada prisionero, sacudiéndolos hasta sus raíces más hondas.
De pronto él mismo comprendió que había dejado atrás la soledad y el temor que lo angustiaba. Comprendió que el cigarrillo recibido y el plato de comida que había entregado, eran apenas eslabones visibles de una cadena infinita de mentes y corazones, de ideales y valores compartidos. Y se dio cuenta que más allá de esa sala, a lo largo del territorio de la Patria misma, y aún más allá, por sobre las fronteras arbitrarias que los hombres habían trazado, había miles, millones, de hombres y mujeres, que ni tan siquiera conocía, pero que estaban unidos todos, férreamente, en la distancia. En su imaginación surgieron de la oscuridad todos ellos, en un inmenso mural que ningún lienzo podría contener y ninguna mano del hombre podría pintar. Los vio avanzar, resueltos los rostros, juntos los hombros de los unos con los otros, y las manos entrelazadas. Vio los rostros de mujeres, y el de su propia compañera, cada una con la mirada transparente de amor y compañía que tan vívidamente tenía grabada en el fondo de sus ojos desde el momento de la despedida. Y vio en sus regazos y prendidos de sus manos, niños pequeños como el suyo, que reían y jugaban.
Entonces el prisionero – porque había dejado de ser un nuevo prisionero – se irguió en su asiento y levantó la frente altiva, como solo los hombres libres saben hacerlo, aunque estén prisioneros, porque ahora había descubierto, por fin, el sentido profundo de su lucha.
“¡Siéntate!” – ordenó la Voz.
Como un látigo, la palabra cruzó el aire y llegó a los oídos del nuevo prisionero, que extendió sus manos en las tinieblas de su venda, tocó la silla y se sentó a su lado. Las manos le temblaban y al pasarlas sobre la silla, ésta se agitó con su temblor. Entonces el prisionero extendió su mano, le tocó el hombro y con voz entera, le dijo con ternura, como si a un hermano hablara:
“Tranquilo, compañero, tranquilo”.

 

Gueñi – Cuento premiado en el 1º Concurso Literario de Ritoque, 1975, que en mapuche significa amigo y compañero

ESPORA EDICIONES, Santiago de Chile 2019
*Hugo Behm · Después de obtener su título de médico cirujano en 1936, a partir de 1953, se dedica a la bioestadística, formándose en la Escuela de Salubridad de Chile y en la Johns Hopkins University, profundizando sus estudios en la Columbia University, en Nueva York. Colaboró en temas de salud pública con Salvador Allende, desde los años en que el futuro Presidente era senador de la República. En 1974 es hecho prisionero por el régimen militar. En septiembre de 1975 es trasladado desde el campo de concentración de Ritoque y expulsado del país, gracias a las gestiones realizadas por la Asociación Americana de Salud Pública (APHA) en pro de la liberación de seis trabajadores de la salud detenidos y encarcelados.