13 de febrero 2023, El Espectador

Tengo desde hace muchos años una complicidad con un colega y entrañable amigo: nuestro amor por los colibrís. Había incluso un árbol pequeño, ahí frente a la ventana de la clínica, al que llegaban a alimentarse justo cuando más los necesitábamos; cuando sentíamos que era preciso una tregua en medio de la complejidad, en medio del dolor por haber perdido una batalla, o para agradecer cada pulso ganado a la enfermedad y a la muerte, y los niños volvían sanos y salvos a su hogar.

Y si echo décadas de reverso, llego a una porcelana que mi mamá adoraba y que hoy –-unos 75 años después de haber llegado a sus manos– tengo en mi biblioteca: un colibrí que le regaló la poetisa uruguaya Juana de Ibarbourou. El colibrí de Juana ha sobrevivido a mudanzas de ciudades, países y continentes, y aún después del último e insalvable viaje de mis papás, sigue conmigo.

Esas criaturas “ingrávidas y gentiles como pompas de jabón” –¡gracias, Serrat!–, son una expresión del sol y de las diminutas bárbulas que albergan las células donde se produce el pigmento. Es la forma y distribución de una compleja estructura de sus plumas, la que hace de estas hadas de cinco gramos, las más luminosas y coloridas del mundo, Como si fueran un árbol, las plumas tienen el equivalente a un tronco, tienen ramas y hojas; y las bárbulas “son” las hojas y las depositarias del milagro. Por ellas, por la forma en la que rebota la luz en las plumas, un mismo colibrí puede verse con infinitas combinaciones de colores que no se repiten a ninguna hora del día, en ninguna estación y bajo ningún modelo predecible.

Durante la evolución, a los colibrís se les han ido acortando las patas y por eso no pueden caminar, ni correr ni saltar: Sólo pueden volar y dicen que tienen tanta retentiva, tanta intuición o sentido de supervivencia, que “no repiten flor”; es decir, saben de cuál flor ya han tomado el néctar; saben que no hay tiempo que perder: cada segundo despiertos aletean unas 50 veces y recorren un poco más de 27 metros, es decir 100 kilómetros por hora. Eso sí… duermen profundamente, y se preparan para los montones de energía que consumirán al día siguiente. Pasan la noche hibernando como si fueran diminutos osos voladores, entre las ramas de los árboles, en arbustos muy tupidos o en balcones y techos construidos por los humanos. En cualquier lugar que les inspire tranquilidad porque también saben que mientras duermen, son extremadamente vulnerables. A pesar de tanta fragilidad, ellos –nativos de selvas, desiertos, montañas y bosques del mundo– alcanzan a vivir de tres a cuatro años. No me pidan la explicación científica: ustedes y yo sabemos que de alguna manera, la magia protege.

En una ciudad atorada por sí misma; en un país en el que muchos se frotan las manos esperando a ver a qué horas se asoma un fracaso para burlarse y aplaudir; en un mundo de luto por guerras y terremotos que cobran miles de vidas, pensé que tal vez nos convendrían unos minutos de tregua, sentir que por un momento estamos al otro lado de la ventana y que –¿por qué no?– algo de nosotros es capaz de volar.

Creo que a muchos nos gustaría ser discípulos de la sabiduría y la belleza de los colibrís… aprender a reflejar la luz, a obrar por intuición y ser buenos cómplices del sol para que la oscuridad nunca se declare vencedora. Ser un prisma para los demás, un milímetro de arco iris, un instante que no se olvida. Hasta que seamos más proclives a las treguas que a los desquites, y lo que nos dé miedo sea la inercia y su inutilidad, y no el vuelo y su desafío.

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