La decisión del Gobierno griego de seguir adelante con la tramitación parlamentaria de una ley para suavizar las consecuencias sociales de la austeridad suicida está siendo considerada por la Unión Europea como una especie de declaración de guerra. ¡Pero ¿cómo se le ocurre al primer ministro, Alexis Tsipras, otorgar de forma unilateral –unilateral dicen en Bruselas y Fráncfort– cheques de alimentos a 300.000 familias?! Bonos alimenticios, sí, para todos esos griegos a los que no les alcanza el dinero ni para comer, y ayudas para que puedan pagar el alquiler y el suministro eléctrico.
¡Pero ¿cómo se atreve a hacerlo sin el permiso de los acreedores?! Esos despiadados prestamistas que –ya se ha dicho en este espacio en otras ocasiones– piensan que lo más importante es cobrar, sin importarles la suerte de los ciudadanos a los que el arruinado Estado griego no puede atender en sus necesidades más básicas. Así que la Comisión Europea se ha dirigido a Alexis Tsipras para avisarle de que si sigue adelante con ese objetivo, y sin su consentimiento, peligra la prórroga del rescate. Y ahí están los mismos actores de siempre. El ministro de Finanzas alemán, Wolfgang Schäuble, advirtiendo de que “el tiempo se está acabando para Grecia”, y el sentido presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, doliéndose del delicado camino por el que transcurren las relaciones entre Grecia y la UE. Hay más figurantes en la obra, pero aburre citar a según quién.
No hace tanto tiempo, aunque ahora parezca olvidado, la pertenencia a la UE se percibía entre los ciudadanos del sur de Europa como la garantía de las libertades civiles y del bienestar social. Pero la crisis económica y las políticas que se han impuesto desde la troika –que ha cambiado su nombre por “las instituciones” para simular que hacen alguna concesión a los griegos– han llevado a millones de ciudadanos a una situación de precariedad humana que ya no pensaron volver a vivir. Esas personas –y sus familiares y sus amigos y sus vecinos– no solo se sienten ahora alejadas de las instituciones europeas, se sienten castigadas por ellas, expiando directamente las consecuencias de una catástrofe económica de la que no son responsables.
Cuesta creer que a políticos que hace unos pocos años defendían la extensión ecuménica del Estado de bienestar no les importe ahora que para asegurárselo a sus compatriotas se condene a la miseria a los ciudadanos de los países deudores. Pertenecientes todos al mismo club europeo, por cierto. Pero es que una de las consecuencias más graves de la renacionalización que se está produciendo en Europa es la distancia abismal que se está abriendo entre los ciudadanos de unos y otros países. Entre los del norte y los del sur. Porque si los alemanes, por poner un ejemplo, creen que los griegos –y los españoles, los italianos y los portugueses– son unos vagos a los que les pagan las cañas con sus impuestos y los préstamos, lo que los del sur piensan de esa actitud altiva de los habitantes del norte tampoco es muy aleccionador. Empieza a ser una Unión muy desunida, la verdad.
Así que no estaría de más que esos gobernantes tan llenos de soberbia se relajaran un poco y meditaran sobre lo que están haciendo. A lo mejor eso les ayudaba a bajar el tono y a sentarse a negociar con un talante de mayor respeto a los ciudadanos que padecen sus decisiones. Sean alemanes o griegos.