La «Ruta de los Balcanes» se abrió en 2015, cuando miles de refugiados viajaron por los estados de los Balcanes Occidentales desde Grecia para llegar a la UE. En una huida sin precedentes cruzaron Macedonia, Serbia, Hungría y Croacia, hasta que se cerraron las fronteras en la primavera de 2016 cuando se firmó el acuerdo entre la UE y Turquía. La antigua Ruta de los Balcanes se selló de manera efectiva, y la cantidad de personas que viajaba disminuyó significativamente. Sin embargo, hasta el día de hoy, algunas personas refugiadas y migrantes todavía logran cruzar a Europa, recurriendo a rutas cada vez más peligrosas y ocultas para evitar encontrarse con las policías fronterizas croata y húngara.
En los Balcanes, miles de personas refugiadas se encuentran atrapadas en Serbia, país que dispone de cuatro fronteras con la Unión Europea y otras tantas con países que pertenecieron a la antigua Yugoslavia. Para llegar hasta ahí, las personas han cruzado Grecia y Macedonia desde Turquía. Han recorrido miles de kilómetros, a veces a pie en medio de la noche y a varios grados bajo cero. Desde el año 2010 empezaron a llegar a los bosques serbios personas que huían de las guerras de Afganistán, Siria e Iraq.
También en Pakistán, por la fuerte presión y violencia que ejercen los talibanes, miles de jóvenes se ven obligados a abandonar su hogar en busca de una vida segura y digna.
Hasta finales de septiembre del año pasado se encontraban al menos 10.000 personas refugiadas en Serbia, donde hay un máximo de 6.000 plazas de alojamiento distribuidas en 17 campos, según confirma un funcionario de inmigración serbio a este medio; «registramos una situación muy difícil, en Subotica (localidad cerca de la frontera con Hungría), donde hay peligro de crisis humanitaria si no aumentamos las capacidades de alojamiento», declaró la misma fuente, que señaló que también hay problemas en Preservo, en el sur del país, o en Sombor, en el norte, donde más de 600 personas duermen a las afueras del campo de acogida.
Miles de personas han entrado en el país balcánico sobre todo desde Macedonia del Norte, Kosovo y Bulgaria. Los fríos bosques de Serbia están llenos de estas personas que encuentran el camino bloqueado por peligrosas vallas que dejan a cientos de personas atrapadas tras ellas bajo el helado castigo del invierno. La “jungla”, como así llaman a los lugares adentrados donde habitan, son parajes recónditos donde el resto del mundo olvida la tragedia humana de las personas refugiadas que se agarran a la esperanza de conseguir burlar la presión de los guardias fronterizos y conseguir cruzar al otro lado algún día.
En Serbia trabajan muchas oenegés que se ocupan de mostrar al resto del mundo los efectos que para las personas refugiadas tienen las políticas migratorias que la Unión Europea aplica en sus fronteras exteriores. Una de estas organizaciones es la española No Name Kitchen, implantada en el país balcánico desde el invierno de 2017, cuando comenzaron a repartir raciones de comida a miles de personas que se hacinaban en las barracas abandonadas en Belgrado. Desde entonces no han dejado de trabajar en varios puntos de Serbia y en Bosnia. Sus acciones de monitorización de la violencia que los agentes de policía de estos países ejercen contra las personas migrantes, junto a otras organizaciones, han sido recogidos en informes basados en testimonios de las personas que han sufrido algún tipo de abuso durante su periplo migratorio en los Balcanes y que han sido elevados a las altas instancias y comités para los derechos humanos de los organismos europeos, como el Consejo de Europa y de las Naciones Unidas.
Muchas horas de caminata en la fría noche, escondidos entre los árboles, pasando entre los puestos de guardia sin ser descubiertos. Esta es la única forma de encontrar un futuro mejor, un lugar donde sentirse seguros después de haber dejado sus hogares en países atenazados por la guerra, las hambrunas, las persecuciones por motivos políticos, religiosos o étnicos, o solamente, por buscar la vida que toda persona humana merece para labrarse un futuro mejor, sin embargo a menudo se encuentran atrapadas en círculos de violencia, pobreza y discriminación, desafortunadamente sin ningún tipo de acceso a los recursos básicos.
Estas personas sobreviven gracias a la ayuda de organizaciones que les dispensan lo mínimo necesario para no morir de hambre o frío. A pesar de los esfuerzos de las personas voluntarias por proveer los recursos necesarios para ellas, se siguen enfrentando a condiciones de vida deplorables. En el último día del año, en un campamento dentro del bosque, cuatro jóvenes afganos preparaban la comida cocinada al fuego de leña ajenos a las celebraciones del año nuevo unas horas después. Los jóvenes saben que pronto el paraje donde habitan será un lugar muy complicado para subsistir. Las nevadas del invierno dejaran intransitables las pistas de acceso a los bosques y será misión imposible que organizaciones como No Name Kitchen puedan acercar ayuda hasta allí. La oenegé, con media docena de personas voluntarias en Subotica, ofrece duchas, ropa, comida y apoyo moral en los distintos campamentos improvisados donde las personas refugiadas esperan la oportunidad de cruzar. Los migrantes saben que será mejor intentar ingresar en un campo donde al menos podrán ocupar un habitáculo con calefacción hasta que pase el invierno. También saben que es muy complicado intentar hacer el “game” para sortear las vallas que les permitan llegar a Hungría. El “game” así es como llaman al intento de saltar las alambradas que Hungría construyó en 2015 y que separan los 175 kilómetros de frontera con Serbia.
Para empeorar la situación, muchas de las personas migrantes también se enfrentan a violencia y abuso por parte de los guardias fronterizos. Además, no tienen acceso a recursos legales, y por lo tanto, no pueden hacer valer sus derechos. Estas situaciones de abuso y violencia suelen ser ignoradas por las autoridades gubernamentales, que le niegan el acceso a la asistencia médica. Es importante tener en cuenta que la situación de estas personas no es solo un problema humanitario, sino también político.
Las personas refugiadas que viven escondidas en los bosques cercanos a la frontera con Hungría, en el norte, intentan cruzar las temibles vallas que Hungría instaló con la ayuda de la Unión Europea. Unos muros de alambre que son testigos de la violencia que la policía de fronteras húngara ejerce contra las personas que intentan llegar al otro lado. La nueva ley del país magiar convierte en delito romper la cerca de alambre de cuchillas en la frontera y amplía las penas de prisión para los traficantes de personas. El gobierno húngaro cerró dos pasos de frontera con Serbia en 2015.
Otras personas optan por intentar cruzar la frontera de Croacia en el oeste para intentar llegar a Italia.
En los campos de Sid, Tabankut o Subotica al norte del país, cientos de jóvenes, muchos de los que ni alcanzan la mayoría de edad, procedentes de Afganistán, Pakistán, Bangladesh, Marruecos y africanos de Eritrea, Sudán del Sur y Somalia, que han conseguido llegar a Serbia, denuncian palizas y torturas por parte de los agentes de seguridad en los cruces fronterizos. Un trabajo difícil, hacer voluntariado en Serbia, sometidos a constante presión e intimidación en un país, donde la ayuda humanitaria está penalizada, no se puede servir comida caliente ni tampoco dispensar medicinas básicas si no eres médico serbio. El gobierno serbio no brinda ningún tipo de ayuda en esas localizaciones y tienen que ser las ONGS, las que se encarguen de dar comida y apoyo a las personas refugiadas. Personas voluntarias procedentes de muchos países se juegan ser expulsadas de Serbia por intentar ayudar.
El gobierno de Serbia, con la financiación de la Unión Europea, a través del Comisariato Serbio para los Refugiados, es el encargado de gestionar los 17 campos de refugiados que están dispersados por la geografía serbia. Algunos de estos son centros cerrados donde ingresan las personas que, al no ser viable su petición de asilo, esperan para ser expulsadas de Serbia, situación que no se produce por la falta de recursos y que obliga a un número indeterminado de ellas a deambular por las calles de pueblos y ciudades con el único remedio de mendigar para sobrevivir. En otros casos muchas de las que han abandonado estos centros intentan cruzar por las fronteras para llegar a Hungría o Croacia, no sin antes esperar la oportunidad escondidas en los bosques. “Muchas vienen devueltas de Hungría mal heridas y no tienen quien las atienda. Hay muchas familias que no han comido en dos días. La situación es grave. No se que va a pasar con tanta gente aquí, pero si esto continua así tendremos que lamentar alguna desgracia porque no hay garantizada la atención para algunos casos que necesitan cuidados médicos” confiesa una joven serbia que colabora con una organización religiosa notablemente afectada por lo que está viviendo.
Los bosques fríos de Serbia, uno de los lugares más inhóspitos del mundo, llevan tiempo acogiendo a estas personas, apenas un lugar frío para refugiarse de la soledad. En un mundo que les cierra la puerta y les vuelve la espalda, releen sus sueños y alientan sus conciencias dentro de la gélida y deshumanizada jungla espesa alejados de la civilización que es testigo de la tragedia humana. Estas condiciones ponen en valor la resistencia de los seres humanos, incluso en las condiciones más difíciles, dispuestos a apostar por el sacrificio mientras no pierden la esperanza de obtener una vida mejor.