Luego de las redadas y deportaciones de los judíos de Roma efectuadas por los nazis a partir del 16 de octubre de 1943 -de acuerdo a John Cornwell- y cinco días después que los judíos hubiesen salido de Roma, “1.060 deportados fueron gaseados en Auschwitz y Birkenau; 149 hombres y 47 mujeres fueron destinados al trabajo forzado. Solo quince de ellos sobrevivieron, todos ellos hombres, excepto una mujer, Settimia Spizzichino, que sirvió como conejillo de Indias para los experimentos del doctor (Joseph) Mengele. Cuando Bergen-Belsen, el campo al que había sido transferida, fue liberado, la encontraron entre un montón de cadáveres, donde había dormido durante dos días” (El Papa de Hitler. La verdadera historia de Pío XII; Planeta, Barcelona, 2005; p. 344).
En una entrevista concedida a la BBC en 1995, Spizzichino especificó que había vuelto a Roma en 1945 por sus propios medios, teniendo 24 años: “Había perdido a mi madre, dos hermanas, una sobrina y un hermano.
Pío XII podía habernos prevenido acerca de lo que se avecinaba. Podríamos haber huido de Roma y habernos unido a los partisanos. Fue un instrumento en manos de los alemanes. Todo aquello ocurrió en las mismas narices del Papa. Pero se trataba de un Papa antisemita, un Papa proalemán. No asumió ni un solo riesgo. Y cuando dicen que el Papa es como Jesucristo, no dicen la verdad. No salvó ni a un solo niño. Nada” (Ibid.; p. 351).
Y sin embargo, en este contexto, ¡Pío XII parecía más preocupado de la “amenaza” de los partisanos comunistas! Así, “el 18 de octubre, el mismísimo día en que los judíos de Roma salían hacia los campos de la muerte, Pacelli compartió esa preocupación con Harold Tittman, el representante norteamericano. Tittman telegrafió entonces a Washington, informando al departamento de Estado de que al Papa le preocupaba que ‘en ausencia de suficiente protección policial, elementos irresponsables (dijo que sabía que pequeñas bandas comunistas se aproximaban a Roma en aquellos momentos) pudieran cometer violencias en la ciudad’. Según Tittman, Pacelli prosiguió diciendo que ‘los alemanes habían respetado la Ciudad del Vaticano y las propiedades de la Santa Sede en Roma, y que el general al mando de las fuerzas de ocupación alemana (Rainer Stahel) parecía bien dispuesto hacia el Vaticano’. También informó a Washington que Pacelli había añadido que ‘se sentía coartado por la ‘situación anormal’ de aquellos momentos’. La ‘situación anormal’ era la deportación de los judíos de Roma”… (Ibid.; pp. 342-3).
Finalmente, el Vaticano no hizo ninguna protesta, ni pública ni privada. Solo L’Osservatore Romano publicó dos artículos ¡el 25 de octubre! en que “lamentaba en términos amplios y generales el sufrimiento de todos los inocentes en la guerra” (Susan Zuccotti.- Under his very Windows. The Vatican and the Holocaust in Italy; Yale University Press, 2002; p. 163). Y otro en que hablaba de la reacción del Papa ante esos sufrimientos: “Como es bien sabido, el Augusto Pontífice, luego de haber tratado en vano de impedir el estallido de la guerra (…) no ha cesado en ningún momento de emplear todos los medios en Su poder para aliviar los sufrimientos que son, de cualquier modo, consecuencia de esta cruel conflagración. Con el crecimiento de tanto mal, la paternal caridad del Supremo Pontífice ha llegado a ser, se podría decir, más activa aún; no se detiene ante límites de nacionalidad, religión o descendencia. Esta múltiple e incesante actividad de Pio XII se ha intensificado mucho con el aumento de los sufrimientos de tanta gente desdichada” (Ibid.; pp. 163-4).
Como bien lo comenta Zuccotti, el tono de este último artículo “fue más de autojustificación que de indignación” (Ibid.; p. 163). Además, “ninguno de los artículos usó la fea palabra ‘raza’, o mencionó la reciente redada, ni a los judíos ni a los alemanes. El segundo artículo no implicaba que ‘el aumento de los sufrimientos’ significara muerte. Y mientras declaraba que el Papa había empleado ‘todos los medios en Su poder para aliviar los sufrimientos’, no proveía ninguna evidencia. Tampoco daba ninguna prueba de alguna ‘múltiple e incesante actividad de Pío XII’ en favor de ‘tanta gente desdichada’” (Ibid.; p. 164). ¡El propio Weizsäcker le quitó toda relevancia a los artículos! considerando que estaban “escritos en el característicamente tortuoso y oscuro estilo de este diario vaticano”; y que “ninguna objeción cabe hacerle a esta declaración pública, menos todavía si el texto sólo será entendido por muy poca gente como teniendo referencia especial a la cuestión judía” (Morley; pp. 184-5).
Lo más que se puede decir de la actitud vaticana es que accedió a pedidos concretos de ayuda. Así, Juan Bautista Montini “le pidió a un convento que acogiese a ocho refugiados judíos” (Ibid.; p. 187); y que “el Papa mismo recibió un pedido de una judía bautizada para ser hospedada en el Vaticano o en un convento.
Montini fue comisionado para encontrarle un lugar. En diciembre Maglione recibió un pedido similar” (Ibid.).
Por otro lado, el Vaticano sólo hizo gestiones –una vez arrestados y antes de ser deportados- en favor de los judíos convertidos al catolicismo. Estos esfuerzos “fueron parcialmente exitosos. Sobre 200 de aquellos arrestados fueron liberados. El Secretariado de Estado específicamente solicitó la liberación de 29 personas en una nota a Weizsäcker del 18 de octubre. Estos estaban indudablemente entre los que se dejó ir, mientras que el resto eran personas comprometidas en matrimonios interraciales, a quienes los alemanes eran reacios a llevarse” (Ibid.; p. 182).
A su vez, combinando preocupación y conveniencia, el destacado jesuita Tacchi Venturi le escribió el 25 a Maglione que había recibido numerosas peticiones de ayuda de judíos: “De manera especial he recibido súplicas para lograr que la Santa Sede intervenga urgentemente para al menos poder saber dónde quedarán tantos judíos -incluso cristianos- hombres y mujeres, jóvenes y viejos, niños y bebes. Judíos que fueron transportados bárbaramente como bestias para el matadero la semana pasada desde el Colegio Militar. Una medida de este tipo –incluso si desgraciadamente no obtiene el efecto deseado- sin duda que convendría para aumentar la veneración y gratitud hacia la Augusta Persona del Santo Padre” (Ibid.; p. 183). Por último, siete días después, Montini supo que el general Stahel le había enviado un mensaje a un prominente senador italiano que “en palabras de Montini, decía que ‘estos judíos nunca retornarán a sus hogares’” (Zuccotti; p. 167).
Es cierto que el Vaticano dejó hacer a conventos y lugares de Iglesia que brindaron espontáneamente refugio a gran cantidad de judíos. Sin embargo, ello fue el reflejo de que el pueblo italiano –de gran mayoría católica- fue junto con el pueblo danés (luterano) el que más se distinguió por su solidaridad y que proporcionalmente salvó más judíos de Europa. No respondió a una iniciativa de la antisemita jerarquía vaticana. El propio teniente coronel de la SS y jefe de la Gestapo en Roma, Herbert Kapler, señaló a raíz de la redada de judíos en Roma del 16 de octubre, que “el comportamiento del pueblo italiano fue de clara resistencia pasiva, lo que en algunos casos individuales se convirtió en asistencia activa (…) a medida que la policía alemana forzaba la entrada a algunos hogares, se daba cuenta de los intentos por ocultar a judíos, y se cree que en muchos casos fueron exitosos. El sector antisemita de la población no apareció durante la acción, y sólo se vio fue una gran cantidad de gente que incluso en algunos casos trató de separar a los judíos de la policía” (Susan Zuccotti.- The Italians and The Holocaust. Persecution, Rescue and Survival; Peter Halban, London, 1987; p. 135).
En definitiva, como señaló Weizsäcker a Berlín: “El Papa, aunque presionado por varias partes, no se ha permitido precipitarse en hacer ningún pronunciamiento público en contra del traslado de los judíos de Roma (…) Ha hecho todo lo que ha podido, incluso en este delicado asunto, para no dañar las relaciones entre el Vaticano y el gobierno alemán o las autoridades alemanas en Roma. Como, presumiblemente, no habrá más acciones alemanas en relación con los judíos aquí en Roma, este asunto, con sus desagradables eventualidades para las relaciones alemano-vaticanas, puede considerarse liquidado” (Morley; p. 184).
Pero, además, la inexistencia de una protesta papal en favor de los judíos romanos no solo fue totalmente perjudicial para ellos, sino que además no contribuyó para nada a mejorar la suerte posterior de muchos otros judíos italianos o europeos en los meses y años siguientes. Así, “judíos continuaron siendo arrestados en sus hogares en Florencia en noviembre, en Venecia en diciembre, y a través de toda Italia, Francia y la mayoría de los otros países ocupados hasta el final de la guerra. Una advertencia papal los habría ayudado (…) a huir.
Finalmente, aunque muchos no judíos, incluyendo hombres y mujeres de Iglesia, ocultaron judíos a través de toda Italia durante la ocupación alemana, muchos más permanecieron indiferentes o incluso hostiles. Una protesta papal frente a la redada (…) hubiese instado a mucho más católicos en Italia y en otras partes a reflexionar (…) y a ayudar a los judíos en problemas” (Zuccotti, 2002; pp. 168-9).
Además, al contrario de lo planteado por el historiador jesuita, Robert Graham, de que como resultado de las simples insinuaciones de eventuales protestas vaticanas futuras hechas privadamente por Maglione a Weizsäcker el 16 de octubre, “Roma fue excluida de una masiva deportación de judíos”; la verdad es que “aunque la mayoría de los judíos romanos se ocultaron después del 16 de octubre, al menos 657 hombres, mujeres y niños fueron arrestados y deportados antes de la liberación, menos de ocho meses después”.
(Ibid.; p. 168). Y como ya no salieron otros trenes directos de Roma a Auschwitz, “la mayoría de este grupo de 657 fue mantenido en asquerosas condiciones en la cárcel Regina Coeli, a orillas del Tíber, nuevamente, virtualmente a la sombra del Vaticano, y nuevamente sin un destello de una protesta papal. Hacia fines de febrero de 1944 muchos fueron enviados a un campo de internamiento llamado Fossoli, a cinco kilómetros de Carpi en la provincia de Módena. Otros, arrestados después, los siguieron. Ellos fueron incluidos entre los 2.445 judíos italianos que fueron deportados de Fossoli, la mayoría a Auschwitz, en seis convoyes diferentes (…)
Desde octubre de 1943 a junio de 1944, Roma fue una ciudad de terror”. (Ibid.; pp. 169-70).