SERIE DE RELATOS

 

Me gustaría comenzar este capítulo señalando que la amistad en un lugar como Houston, es una utopía que puede convertirse en distopía cuando se trasciende las fronteras y estructuras del capitalismo.

En general, en un país como Estados Unidos, en donde todo está diseñado para producir economía y personas robots capaces de reproducir el capitalismo, parece ser que los pilares que sostienen la configuración de Nación se localizan por fuera de las emociones y los lazos sentimentales que unen a las personas como humanidad, es decir, las ciudades norteamericanas se insertan en un mundo insolidario, y me atrevo a decir, que ya ni siquiera humano.

Decir esta verdad me duele, sin embargo, es algo que me atravesó por el cuerpo y las emociones, por tanto, era un sentimiento que podía experimentar todos los días al vivir en Houston. Un lugar donde la palabra amistad carece de sentido literario y simbólico y, donde construir relaciones vinculantes en la amistad era sino escasa, imposible.

Si bien es cierto que la actividad que desarrollaba en Houston no tenía por objetivo crear relaciones de amistad, sí que sabemos que estos lazos se construyen a partir de relaciones intersubjetivas, de diosidencias y de afinidades corporeas; algo a lo que ya estaba acostumbrada por mi trasegar de la vida y los espacios.

Sin embargo, en las visitas constantes que hacía en los domicilios, descifraba una desconfianza personal que habitaba en los/las habitantes de Houston, era algo así como cuidarse las espaldas del pez más gordo, porque confiar en alguien, era como ceder tu vulnerabilidad para ser destrozado/a.

No es para menos, cuando en un país donde las horas valen dinero, los tiempos están destinados para la producción, las personas ganan conforme a sus habilidades y competencias, pero, sobre todo, conforme a su manera más atroz de sobreponerse al más débil, porque acá no gana más dinero quien lo hace mejor, si no que gana más quien lo hace primero y más rápido. Es así que, la desconfianza en el “otro” se convierte en una forma cultural de ser y estar, porque en un parpadeo lo que construiste se puede desmoronar.

En este sentido, yo comprendía perfectamente que el valor de la amistad estuviera en un trampolín, en el cual la certeza de conquistarla y mantenerla, presentaba el mismo porcentaje de enredarse en una relación convencionalista e instrumental que sólo era funcional para el/la que sabía servirse de ella.

Así, la palabra amistad se cosificaba en un medio utilitarista para seguir expropiando y expoliando territorios corporales. Desde esta perspectiva, mi sentir corporal no me engañaba cuando percibía que las personas se sentían utilizadas por mi discurso y mi presencia.

No obstante, a pesar de vivir en un capitalismo vacío de sentimientos humanos, logré el cometido de construir relaciones de amistad fundadas en la reciprocidad, la solidaridad y la confianza. Amistades que trascendieron los cimientos del capitalismo, del extractivismo y de la esclavitud.

Por ejemplo, la amistad que surgió con Rosario estuvo tejida por el cuidado, la espiritualidad y la salud, porque fue ella quien abrió las puertas de su corazón para compartirnos la vida de su familia, los dolores que aún permanecían por la pérdida de su hija y las tristezas que sentían al atravesar el duelo en soledad. Así, esta amistad abrió los caminos para una sanación familiar y colectiva; un cuidado recíproco que, por un lado logró que los cumpleaños los viviésemos en compañía, y por el otro, que los dolores contenidos pudieran salir del cuerpo para convertirse en almas que navegan en libertad y amor. 

Como me decía Rosario, en este lugar ya no hay tiempo para la escucha, ya no existen personas que estén contigo por fuera del intercambio monetario, ya no hay personas que se muestren sinceras y que te ofrezcan cariño, porque la vida capitalista, no sólo esclaviza los cuerpos, si no que expropia de sentimientos amorosos a las personas.

Otra de las grandes amistades construidas, fue la que se concateno con Marlen, una mujer hondureña que padecía un malestar físico y de inmovilidad, quien logró que la amistad transformará su dolor individual en una ocupación y sanación colectiva, porque su lucha permanente e individual con su malestar corpóreo se transfiguró en un acto político de múltiples cuerpos, porque su resistencia se convirtió en mi propia resistencia. 

Así, recuerdo que ella me decía que su lucha se había aminorado porque ni el propio sistema de salud nortemericano le dió la importancia que nuestra amistad le ofreció, debido a que la discapacidad en Houston representa una vida desechable y poco importante para el capitalismo, en tanto, la discapacidad para la amistad se convierte en un acto político de resistencia para quienes formamos parte de ese vínculo afectivo.

Finalmente, sólo queda agregar que la lucha antiimperialista y anticapitalista se asemeja a las barreras que ofrece nadar contra corriente en un río crecido, pero cuando lo que está del otro lado del río es la amistad que te acuerpa, la corriente lejos de ser obstáculo, se convierte en el remanso que te acompaña para cruzar sin dolor y miedo. Así, se puede ser anticapitalista cuando intentas disrumpir las barreras que el capitalismo ha edificado para hacer de las relaciones, lazos utilitaristas y co-productores de la economía del llamado “primer mundo”.

SERIE:  «UNA  ANTICAPITALISTA VIVIENDO EN LA CUNA DEL CAPITALISMO» capítulo 3