Por Rafael Bautista S.*

“Cholo soy y no me compadezcas,
que esas son monedas que no valen
nada
y que dan los blancos como quien da
plata.
Nosotros los cholos no pedimos nada,
pues faltando todo, todo nos alcanza”
Luis Abanto Morales

El golpe de Estado señorialista ejecutado en Lima, contra el presidente Castillo, devela, una vez más, la falacia de la “democracia” made un USA; que es la que padecemos como “sistema democrático”. Desde que la democracia ha sido reducida al institucionalismo fetichista, la democracia misma es raptada como garantía discursiva de la defensa del orden vigente, o sea, la democracia deja de ser democracia para ser apenas una convención política de los poderes fácticos. En tal sentido, el pueblo ya no interesa, es decir, el sujeto de la democracia es desplazado y el poder se vacía de legitimidad, dejando a la política como un mercado cautivo a merced de los especuladores.

Por eso molesta la presencia de pueblo, porque eso retrasa los negocios, porque los tiempos del capital no admiten dilaciones ni vacilaciones. Por eso la mitología gringa ha concebida una “democracia ideal” para minar toda posible democratización del poder; esa “democracia” responde al famoso memorándum Powell, de 1971, adoptado por la Comisión Trilateral en su informe de 1975, Crisis of democracy, donde, en resumidas cuentas, se dice que la democracia entra en crisis cuando el pueblo se hace protagonista; por eso la gobernabilidad, desde entonces, se impone como el único dilema democrático.

Todos los golpes híbridos que estamos presenciando y que desubican a los incautos, porque aparecen con fisonomía democrática, son parte del repertorio de las nuevas doctrinas de la geopolítica imperial. La apropiación por desposesión del discurso democrático, por parte de las elites, fue lo que ha ido descolocando a la izquierda y arrinconándola, en la percepción pública, al espectro antidemocrático.

Esto merecía una detenida y sistemática crítica al concepto de democracia que el establishment político-académico enarbola, pero la izquierda latinoamericana, travestida en “progresismo”, nunca hizo su tarea y se conformó en adecuarse al lenguaje hegemónico que cargaba en la izquierda todos los anatemas que la mitología gringa había impuesto como maldición social. Eso inevitablemente produce la capitulación anticipada y, aunque se llegue al poder político, la suerte de la izquierda ya está excomulgada cuando su apuesta sólo es acomodarse, o sea, subordinarse de modo obediente a aceptar unas “reglas de juego” que nunca fueron democráticas y menos populares.

Ahora que la izquierda de vino y tapas, acuse a Pedro Castillo de ignorante, tonto, débil o inocente, muestra su soberbia y no hace más que retratar su también origen señorialista; porque esa es la misma calificación que la derecha le otorga a quien, según la miserable élite limeña, no merecía el poder. Si el pueblo peruano optó por un profesor de provincias que, en efecto, no tenía experiencia política, es porque la propia izquierda ya no huele a pueblo (la usurpadora Dina Boluarte es prueba de ello, hasta Antauro Humala, en la hora decisiva, tampoco puede ofrecer ninguna certidumbre).

Esa es la miseria de la política pensada “desde arriba”. Herencia del colonialismo y la colonización que padecen las élites sobre todo, porque son de-formadas en el universo intelectual del dominador (de ese modo, tempranamente, se domestican sus apasionamientos revolucionarios).

Por eso también los gobiernos “progres” sólo abogan por la preservación de la institucionalidad democrática, ante una flagrante violación constitucional de esa misma institucionalidad. Parecía que habían aprendido algo ya del episodio Zelaya, Lugo, Lula, Dilma, Correa, Evo y, ahora, Cristina, pero nada. Cuando la colonialidad se ha subjetivado, o sea, naturalizado en la conciencia social, la propia izquierda es demasiado obediente de la mitología democrática gringa. Por eso prefieren quedar bien con los poderes fácticos que con el pueblo porque, en última instancia, no creen en el pueblo. Y por eso, también, vemos reiterar, cada vez, su capitulación política. Hasta sus intelectuales “progres” hacen alarde de clarividencia e inculpación paternalista sin nunca admitir sus claras limitaciones epistémicas (estos abundan en los circos académicos y se hacen famosos gracias a nuestros procesos, apareciendo como vacas sagradas en el espectro mediático, dominado por la dictadura de la “información rápida”).

Sabiendo la provocada ingobernabilidad en el Perú, por parte del congreso, nuestros gobiernos debían de desconocer inmediatamente esa espuria declaratoria de “incapacidad moral” y la ligera destitución que delataba, hasta para el sentido común, algo ya sacramentado obscenamente. Pero el discurso de la unidad latinoamericana es sólo un pretexto para las fastuosas “cumbres”, porque lo que vimos es, de nuevo, el abandono regional (abandonando a otro presidente legítimo a su suerte, como ya es usual, nos está costando la consolidación mínima de procesos populares).

Ninguno de nuestros procesos podrá mantenerse estable bajo avasallamiento interno; y esa amenaza focalizada no puede enfrentarse sólo de modo local. Nuestros gobiernos deben darse cuenta que las amenazas internas son parte de la geopolítica imperial en nuestra región y que, bajo un mismo guion, el propósito no se diluye en lo local sino se abre a la generalización y la diseminación del caos regional. Las perspectivas políticas ya no pueden ceñirse en el localismo. Como región, la respuesta ante la geopolítica imperial sólo puede ser también regional. Hasta ahora, la obediencia diplomática sólo ha servido para mirar de palco cómo se producen golpes de Estado, en todas sus variantes, dejando que eso después se reproduzca localmente.

En cada golpe, el imperialismo no piensa localmente. En las últimas doctrinas imperiales, el asunto son las regiones. Toda desestabilización particular tiene propósitos de irradiación general. Las oligarquías recaderas del Imperio en decadencia no saben ni les interesa saber el profundo daño nacional y regional al cual dirigen sus dislates.

Pero en tiempos de decadencia civilizatoria, lo más ausente es la sensatez, porque todo se resume a sobrevivir, a toda costa, y es lo que muestra la derecha en la política; por eso acuden a los más inmundos artificios porque, además, cuentan con la complicidad de todos los poderes, desde el judicial hasta el mediático, del congresal hasta el militar, etc.

En todos los años de “primavera democrática”, los gobiernos “progres” no han generado una política mínima de contención del poder hegemónico; algunos incluso ingenuamente han pretendido “pactar” con estos, creyendo que se puede pretender una revolución bajo consentimiento oligárquico, sin saber que, de ese modo, cavan su propia tumba y, lo más grave, arriesgan el proyecto popular que los llevó al poder.

Ese proyecto es el que, como horizonte, se abre en medio del vacío que la propia izquierda manifiesta en su extravió histórico. Tiene a un pueblo que ya no puede resumirse a los credos del siglo XX.

El sujeto histórico ya no es el proletariado, porque en la clasificación social que ha producido el capitalismo, el verdadero ausente, aquél que ha incluso resignificado el lenguaje de la misma izquierda, es el sujeto del cambio; éste es el sujeto que nuestros procesos deben potenciar, porque ya no carga las contradicciones sistémicas que la sociedad moderna ha diseñado para hacer funcional la maquinaria social, política y económica. Ese ausente ya no persigue la inclusión al sistema sino su transformación radical. Por eso postula un “mundo en el quepan todos”. Porque sólo desde la exclusión extrema se puede imaginar un mundo válido para todos.

Ese es el despreciado por la Lima “señorial”, el que no puede ser considerado un igual, el “cholo”, el “serrano”, el que representaba Castillo, y al que la postiza tolerancia democrática del señorialismo limeño no podía soportar. Por eso esa élite abraza la democracia gringa, porque en ella vacían y son justificados todos  sus prejuicios racistas a nombre de lo más sagrado en el lenguaje político. Por eso se puede ser total y absurdamente democrático siendo, en realidad, fascista.

Apuesta que no es actual sino la decantación histórica de una tradición que nos devuelve, otra vez, al origen del asunto: el eterno retorno de la conquista, ahora bajo forma democrática. Por eso Luis Abanto Morales sigue vigente en el alma popular: “¿Acaso no fueron los blancos venidos de España/que nos dieron muerte por oro y por plata/No hubo un tal Pizarro que mató a Atahualpa/tras muchas promesas, bonitas y falsas?”.

 

*autor de: “El Ángel de la Historia. Genealogía, ejecución y derrota del golpe. 2018-2020”, «Yo soy si Tú eres» ediciones rafaelcorso@yahoo.com